Contra la supervivencia de la especie (una comedia)

Jordi Costa

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En 1981, Ediciones La Cúpula estrenó una prometedora colección que, para profunda tristeza de quienes nos entusiasmamos con la idea, solo dio como fruto dos libros: ahora mismo no recuerdo si la interrupción se debió a problemas de rentabilidad o a dificultades de coordinación entre el equipo de escritores y el equipo de dibujantes. Era la Colección Onliyú, creada por José Miguel Marcén, alias Onliyú, brillante guionista de la casa que se empeñó en resucitar el espíritu de esos libros de editorial Bruguera donde la versión resumida de un clásico literario alternaba páginas de puro texto con páginas de historieta. El segundo libro de la colección fue Dejad que los niños se acerquen a mí, en el que Andreu Martín y su entonces compañera y colaboradora Mariel Soria explotaban a fondo las posibilidades de contar un relato a través de dos lenguajes complementarios. Pero el libro que abrió la colección fue otro hito y una obra que, al mismo tiempo, hacía de puente entre la contracultura barcelonesa –que, por aquel entonces, empezaba a profesionalizarse a través de publicaciones como El Víbora- y esa Movida madrileña que afirmaba su poder en la Villa y Corte: Fuego en las entrañas de Pedro Almodóvar, con ilustraciones de Javier Mariscal.

Recuerdo que, en esa época, yo estudiaba el bachillerato en un colegio salesiano y que nuestro profe de lengua –que era, quizá, lo más moderno que había por allí, aunque nunca alentó talentos, ni inquietudes creativas entre el alumnado- nos recomendó el libro. Contaba la historia de un malvado oriental que respondía al nombre de Chu Min Ho y comandaba una fábrica de compresas. Después de ser abandonado por sus cinco amantes, Chu Min Ho tomaba la decisión de lanzar al mercado una partida de compresas envenenadas, que provocaban la muerte instantánea de las mujeres menstruantes. Mariscal ilustró el pintoresco relato con dibujos deliberadamente desmañados, de trazo agresivo y violento que, en esos momentos, parecían estar funcionando como liberación de sus primeros –y celebrados- pinitos en el terreno del diseño gráfico y la decoración. Los dibujos de Mariscal estaban más cerca del grafiti punk en la puerta de un lavabo –y eso es un elogio- que de la caligrafía olímpica de los años Cobi. Almodóvar, por su lado, ya había estrenado Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980): quedaban atrás las sesiones de sus películas en Super8 dobladas por él mismo, en vivo y en directo, en el Saló Diana –siempre lamentaré no haber nacido unos años antes para poder haber asistido a esas cosas: mi iniciación empezó con El Víbora- y no tardaría en estrenarse Laberinto de pasiones (1982), película que provocó que mi amigo Albert Mestres, el librero de Continuarà…, decidiera, prácticamente (exagero, pero poco), no moverse del cine Maldá, empalmando una sesión tras otra.

Laberinto de pasiones encarnó el paroxismo de ese primer Almodóvar, la forma más barroca de su imaginario contracultural, una filigrana que bebía de su pasado en el Super8, sus fotonovelas y sus relatos de Patty Diphusa y que, además, se expandía más allá de la pantalla a través de las actuaciones musicales de Almodóvar y McNamara. Otro recuerdo (escolar) de esos tiempos: en una representación de fin de curso, un grupo de amigos y un servidor decidimos presentar un pintoresco número musical, que consistía en un playback del tema Gran ganga interpretado por un pedrusco sentado encima de un taburete. La ocurrencia no fue apreciada por los salesianos, que no nos dejaron volver al escenario para representar los otros numeritos de pareja catadura que teníamos preparados. Después de Laberinto de pasiones, las cosas cambiaron: con Entre tinieblas (1983) ya empezó ese tanteo al melodrama que acabaría transformando la carrera del cineasta en algo progresivamente alejado de ese tipo de irreverencia, de ese espíritu lúdico contracultural que era la misma esencia de Laberinto de pasiones y que, en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, irrumpió en el imaginario del cine español como una estampida de ñus con mechas multicolor.

Mariscal y Almodóvar han vuelto a trabajar juntos, tantos años después, en Los amantes pasajeros: el diseñador firma los títulos de crédito y el cartel de la película. Un cartel, todo hay que decirlo, no especialmente afortunado: parece más bien (y me duele muchísimo decirlo) una mala imitación de Mariscal hecha por el becario de un estudio de diseño de segunda a mediados de los 80. Es evidente que entre Fuego en las entrañas y Los amantes pasajeros han pasado muchas cosas: ni Almodóvar ni Mariscal son los mismos y la cuestión no es tanto (creo) preguntarse si estos otros Almodóvar y Mariscal tienen razón de ser (que la tienen), sino plantearse que, probablemente, la alquimia Almodóvar/Mariscal que funcionaba a pleno rendimiento en Fuego en las entrañas ya no es posible aquí y ahora. Lo más llamativo es que el cartel de Los amantes pasajeros –ese cartel: hay otro, más eficaz, que muestra al reparto asomado a las ventanillas de un avión- vende una película que no es la que ha hecho Almodóvar. Entre las palabras y las ilustraciones de Fuego en las entrañas existía una armonía que no pueden emular las imágenes y el cartel de Mariscal para Los amantes pasajeros y esa ruptura es una cuestión, sí, de diseño.

Almodóvar parece haber respondido a la petición popular de volver a la comedia: desgraciadamente, la idea del manchego como director de melodramas se topa con la resistencia colectiva de quienes prefieren tener al cineasta encasillado, cómodamente, como director de comedias que evoquen las esencias irrecuperables de la Movida, a pesar de los aciertos –y los riesgos- que puntúan los trabajos del cineasta tras Hable con ella (2002), película que marca su ingreso en una madurez expresiva que, por fortuna, no es ni mucho menos el territorio de la infalibilidad. Almodóvar es de esos directores tan interesantes y estimulantes en sus aciertos como en sus errores. Ojalá me equivoque, pero tengo la impresión de que este regreso a la comedia no va a ser masivamente celebrado. Se le reprochará a Almodóvar que haya perdido la espontaneidad de antaño, que solo sea capaz de convocar el placer irreverente de Laberinto de pasiones como obra de síntesis, como artificio tan inmaterial como esa piel falsa que creaba el mad doctor Antonio Banderas en La piel que habito (2011). Y el reproche es tan comprensible –Los amantes pasajeros es, sí, manierismo y artificio- como tremendamente injusto: lo más sorprendente de la película es eso, su condición de utopía locaza y ultra-lounge surcando los cielos de una España que ya no es la que celebró la Movida, sino la de los aeropuertos fantasma y la de los arquetipos de la corrupción emprendiendo una escapada, circular e imposible, en una business class separada por una cortinilla de colores de una clase turista narcotizada.

Los amantes pasajeros tiene algo que la emparenta con Las joyas de la Castafiore, el inmortal álbum de Hergé, Pero... ¿Quién mató a Harry? (1955) de Alfred Hitchcock o Hatari (1962) de Howard Hawks: un trabajo que se traviste de obra menor para acabar desvelando cosas más importantes de lo que parece a primera vista. La risa es algo tremendamente personal: habrá quien tuerza el morro ante algunas de las ocurrencias de la película que a este articulista le parecieron francamente divertidas –los azafatos Carlos Areces, Raúl Arévalo y Javier Cámara como trío cómico de diabólica eficacia en el reparto de réplicas-, pero algunas otras bondades de la película me parecen más difícilmente cuestionables, como ese lúbrico torpedo teledirigido a la monarquía –que alguien como Almodóvar entre en ese registro es para descubrirse y dedicar una reverencia- o como esa celebración del placer polisexual, libre de toda culpa, que resulta especialmente pertinente en una semana donde resuena el eco de esa estulticia ministerial sobre la supervivencia de la especie. Ojalá un buen cartel de Mariscal lo hubiese coronado todo con una guinda de alto (o, por lo menos, cuidado) diseño.