Si la economía es una ciencia imperfecta, ello se debe a la imposibilidad de contabilizar y prever el complejo número de variables que intervienen en el objeto de su estudio. Entre ellas existe una que la economía decididamente no puede fijar, aunque no desconozca la importancia de su papel: la profunda e intrincada relación subjetiva que el ser humano tiene con el dinero.
El dinero es un objeto que no se comporta del mismo modo que una molécula o una estrella. Refuta las leyes naturales, a pesar de que el neoliberalismo siga insistiendo en hacernos creer que el mercado posee una sabiduría intrínseca comparable a la de la naturaleza. En tanto símbolo fundamental de la condición humana, el dinero no solo se niega a ser completamente objetivado por la economía, la sociología y la historia en general, sino que persiste en desafiar cualquier intento de dominio. Su dinámica, en apariencia al servicio de los hombres, en verdad los gobierna, incluso a los más poderosos. La relación entre el sujeto y el dinero se caracteriza siempre por un desorden, una desproporción, una suerte de desarmonía fundamental que se convierte con mucha frecuencia en uno de los terrenos más fértiles para el crecimiento de un síntoma. De hecho, y con independencia de su escasez o su holgura, raro es aquel sujeto que no muestre en su posición frente al dinero una parte esencial de su ser.
Hace unos años, el filósofo italiano Vittorio Mathieu escribió un libro titulado Filosofía del dinero, y explicaba allí que el único uso posible del dinero es desprenderse de él. Paradójicamente, es negando su posesión como se afirma su existencia. Amén de lo que el individuo corriente —en particular uno en paro— pueda pensar sobre esta deducción, no todos los economistas comparten esta lógica, que en el fondo parece basada en el más puro sentido común. ¿De qué sirve el dinero, si no es para gastarlo? Aunque esta resultase ser la función razonable del dinero, es una respuesta a todas luces insuficiente, si tenemos en cuenta que muchas personas dedican gigantescos y a veces arriesgados esfuerzos en amasar fortunas que no podrán ser gastadas por varias generaciones, y que muchas otras viven vidas incluso miserables a pesar de poseer sumas inconcebibles.
Hace ya más de un siglo que Freud descubrió el origen secreto del valor del dinero, y la procedencia inconsciente de esta dinámica entre la acumulación y el gasto. El excremento constituye el primer objeto que ponemos en circulación en el mercado del intercambio, en este caso amoroso. Es aquello que se nos enseña a guardar (ahorrar) o depositar según las circunstancias, nuestra inicial y más preciosa posesión que —con gran pesar— debemos ceder. Es en torno a este curioso objeto que se trama el primer capítulo de nuestra ambivalencia: ceder o no ceder, esa es la cuestión que se le plantea tanto al niño como a Angela Merkel, con la salvedad de que la canciller alemana —a diferencia del niño— no se deja sobornar por el amor de la madre.
Si el saber popular ha bautizado el dinero como “el excremento del Diablo”, la astucia de Lutero (a quien sus deposiciones inspiraron la Reforma, según cuentan sus biógrafos) consistió en arrebatarle el dinero al demonio y hacerlo bendecir por Dios. Con ello dio luz verde al capitalismo, que no por nada va mucho mejor con el pragmatismo protestante que con las memeces de los católicos, los cuales aún hoy siguen avergonzándose por hacer lo mismo que los otros.
Con el esfínter anal se puede obrar como con el gasto público: abrirlo o contraerlo. Del mismo modo que el erotismo anal keynesiano se opone al friedmaniano, hay quienes gozan de gastar así como otros encuentran su placer más exquisito en retener. Esto último demuestra que la idea habitual de que el dinero solo existe en función de aquello que puede comprar es absolutamente falsa. El dinero puede proporcionar un goce por sí mismo, por el mero hecho de su retención y acumulación.
Mucha gente tiene el prejuicio de que psicoanalizarse es cosa de ricos, y se equivocan de cabo a rabo. En primer lugar, porque esta idea es propia de quienes desconocen por completo la psicología del rico: los ricos no pagan. No es que no paguen sus sesiones de psicoanálisis, es que sencillamente no pagan nada. Esa es, ni más ni menos, que la posición del rico: no pagar ningún precio. Por ese motivo, resulta un contrasentido pretender que paguen más impuestos. Si lo hiciesen ya no serían ellos mismos, los ricos, aunque la fortuna siguiera saliéndoseles por las orejas. Es muy poco frecuente que un rico se psicoanalice: no suele estar dispuesto a pagar el precio que supone saber. Prefiere contratar a otros para que se encarguen del saber que él no está dispuesto a asumir.
En segundo lugar, si usted quiere saber algo de sí mismo, algo de su verdad más íntima, tendrá que estar dispuesto a ceder algo, y si no quiere saber nada, posiblemente pagará un precio bastante más caro. Es por esa razón que la terapia analítica se paga. Desde luego, el monto será variable según las posibilidades de cada uno. Un verdadero analista jamás dejará en la puerta a alguien que muestre un deseo decidido de querer saber. Pagar por ello no solo es la prueba de su compromiso, sino la metáfora de aquello de lo que debe desprenderse a fin de conquistar algo mejor para su propia vida. Alrededor de este gesto simbólico veremos desarrollarse los comportamientos más asombrosos: el sacrificio, la mezquindad, el ocultamiento, la exhibición, la generosidad. En suma: toda una amplia gama de pasiones humanas se pondrán en juego a la hora de meter la mano en el bolsillo.
“Agarrado” o “desprendido”, el sujeto siempre muestra algo de su propia intimidad cuando se refiere al dinero, y la sesión analítica es un banco de pruebas incomparable para estudiar lo que la economía no alcanzará nunca a descifrar: la sustancia secreta e impura de lo que mueve el mundo.