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Ante la crisis europea, ni austeridad, ni gasto; más Europa

Jonás Fernández Álvarez

1. Introducción

La eurozona ha cerrado 2012 con una caída de la renta cercana al 0,5 por ciento. Además, en el último trimestre, Alemania registró una contracción de la actividad del 2,0 por ciento en tasa trimestral anualizada. Así pues, la crisis de las economías periféricas alcanza ya al núcleo de la unión monetaria. Esta extensión territorial de la recesión debería ayudar a revisar los juicios sobre las causas y las soluciones de la propia crisis, huyendo de una interpretación exclusivamente en clave nacional. Hasta ahora, el debate ha estado protagonizado por el enfrentamiento entre las políticas de austeridad y las de gasto, con una clara victoria de las primeras.

Sin embargo, ni unas ni otras pueden solventar la crisis de la eurozona y salvaguardar conjuntamente la fortaleza del modelo europeo de “economía social de mercado”. Solamente una reforma del marco institucional en el que opera la moneda única puede dar una respuesta eficiente y equitativa a esta crisis y las últimas medidas tomadas en esta dirección, aunque aún tenues, pueden explicar el actual debate sobre la relajación de los cronogramas fiscales.

Así pues, el campo de discusión se debe situar esencialmente en el rediseño de la unión monetaria y es aquí donde está la batalla europeísta y socialdemócrata.

2. Unión monetaria y estrategia deflacionista

La actual unión monetaria se acerca más a un área de libre comercio con tipo de cambio fijo, una especie de patrón-euro, que a una auténtica unión económica. Este modelo genera de manera endógena desequilibrios por cuenta corriente, centrados en las economías que ingresan en el acuerdo de tipo de cambio con una moneda depreciada. Este fue el caso de las economías periféricas de la zona euro. Este pecado original generó un boom con incrementos notables de la inflación, dada la poca flexibilidad de estas economías, reduciendo así los tipos de interés reales, ya en tasas rebajadas para impulsar la recuperación en el centro de la eurozona en los primeros años de la década pasada.

Todo ello cebó la bomba del crecimiento y algunos gobiernos confundieron esta etapa coyuntural con una estructural, tomando decisiones de política fiscal inapropiadas y/o relajando el ritmo de reformas. Durante esos años, estas economías vieron elevarse su deuda externa, que pudieron financiar mientras existía certidumbre sobre la estabilidad del euro y los inversores presentaban una aversión al riesgo reducida. Ambas cuestiones saltaron por los aires con la caída de Lehman Brohters. Este suceso destapó la acumulación de desequilibrios en algunas economías nacionales en el interior la zona euro y condujo a dos confusiones. Por una parte, algunos creyeron que la crisis europea era sólo el reflujo de las subprime norteamericanas, toda vez que los desequilibrios en Europa eran endógenos y la crisis al otro lado del Atlántico sólo fue el detonante. Y por otra parte, otros interpretaron la crisis como el resultado de comportamientos imprudentes en los países periféricos, cuando la raíz última de la misma residía (y aún lo hace) en el propio modelo de unión monetaria, aun cuando sea cierto que algunos gobiernos mostraron poca sensatez durante la década previa de acumulación de desequilibrios.

Desde el inicio de la crisis, Europa ha adoptado una estrategia de impulso de ajustes y liberalizaciones en el ámbito de las economías nacionales, tras una primera fase de estímulos. Y de algún modo esta respuesta es coherente con el modelo actual de unión monetaria. Una zona de libre cambio con tipo de cambio fijo solo puede responder ante una crisis de deuda externa a través de un proceso deflacionario. Para ello se necesitan mercados muy flexibles (lo que explica en parte la velocidad del ajuste en Irlanda) y una contracción de la política fiscal, que colabore en la depresión de los precios internos y ayude a reducir la financiación exterior. Aquellas economías con precios rígidos a la baja deberán sufrir reformas liberalizadoras profundas y rápidas, eliminando restricciones e incluso incorporando a la lógica del mercado a sectores de actividad ajenos a la misma anteriormente. Esta estrategia se adecúa, pues, al actual entorno institucional de la eurozona, si bien no está exenta de riesgos como se está observando.

A corto plazo, este proceso conduce a una depresión de las rentas derivada del ajuste deflacionario, mientras la deuda se mantiene estable. Este desajuste, si no se corrige con una rápida recuperación liderada por las exportaciones, puede conducir a un círculo vicioso de contracción-deuda, cuya única salida sea la ruptura del tipo de cambio para acentuar la depreciación mediante una devaluación. Así pues, si bien es cierto que la estrategia deflacionista es coherente con el actual modelo de unión monetaria, un patrón-euro, presenta riesgos notables en su instrumentación, tal y como se constata en Grecia o Portugal.

Pero además, esta apuesta tiene daños “colaterales relevantes” centrados en la cohesión social. Las desregulaciones para flexibilizar el sistema de precios no deben circunscribirse a los mercados de bienes y servicios. Tales medidas deben entrar de lleno en el mercado de trabajo y además deberían conducir a incorporar a la lógica de mercado la provisión de bienes públicos, que puede ayudar a acelerar la consolidación fiscal pero también a desregular la economía, contribuyendo así en la deflación. Estas reformas tensionan el corazón del modelo de Estado de Bienestar netamente europeo.

Este modelo para solventar la crisis bajo una perspectiva exclusivamente librecambista, asentado en una integración europea de facto mediante la desregulación de los mercados nacionales, necesita algunos detalles institucionales para funcionar a medio plazo. Este sistema precisa correas más fuertes contra el déficit público (Fiscal Compact) y un instrumento de apoyo a economías nacionales para cubrir shocks particulares (MEDE). Ambas medidas ya han sido tomadas y podrían terminar de configurar una zona euro bastante cercana al ideal de los conservadores británicos. Por tanto, resulta curioso que sea en este momento cuando más se cuestione la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. En cualquier caso, esta estrategia está fallando en el objetivo primero, permitir una salida de la crisis, y los costes sociales que está generando está poniendo en riesgo la propia estabilidad del sistema.

3. ¿Hay alternativas?

Desde el inicio de la aplicación de la estrategia deflacionista se han levantado distintas voces contra tal opción. Principalmente desde la izquierda se ha exigido una crítica a los programas de consolidación fiscal, mientras se pedía una más expansiva política monetaria y una parada en la agenda de reformas. Este recetario enfrenta una a una las recomendaciones del consenso que ha regido en los últimos años pero su implementación, en el actual marco institucional de la zona euro, aceleraría los riesgos de implosión de la propia Unión.

Estas propuestas, sin alterar la lógica del actual modelo de patrón-euro, suponen elevar las contradicciones de la unión monetaria y conducirla hacia una probable ruptura, cuyo coste social sería también extraordinario. Si las economías deudoras paralizan sus programas de ajuste fiscal solo elevarán sus costes de financiación, acelerando el bucle de deuda y deprimiendo más la actividad. De modo similar, una mayor laxitud de la política monetaria apenas tendría ya impacto sobre la actividad, dado que el problema no son los tipos oficiales de interés sino la transmisión de la propia política monetaria, bloqueada por la probabilidad de ruptura de la eurozona. Asimismo, la paralización de todas las reformas asentaría la rigidez de las economías nacionales, dificultando el funcionamiento del sistema de precios. De este modo, la deflación sería menos probable y más compleja la recuperación vía exportaciones, ahondando así en la recesión. Además, bajo la actual unión monetaria, si países más o menos ajenos a las crisis fiscales de los Estados periféricos comenzaran a revisar sus políticas presupuestarias con el objetivo de impulsar sus demandas internas, corren el riesgo de continuar la senda de los países ya inmersos en severos problemas de sostenibilidad fiscal.

Por todo ello, podría haber quien estuviera tentado a pensar que no existe alternativa alguna al actual camino de austeridad, aunque este muestra una probabilidad decreciente de éxito y unos costes sociales muy negativos. De hecho, los portavoces oficiales acentúan esta imposibilidad material de alternativa alguna para justificar sus propias políticas económicas nacionales. Sin embargo, esta disposición no es cierta. Existe alternativa. Pero ésta no se encuentra en una revisión de la orientación de los actuales instrumentos nacionales de política económica, sino una en una profunda reforma del marco institucional de la propia zona euro.

De este modo, la única respuesta alternativa pasa por revisar el modelo de la unión monetaria y conducirlo hacia una auténtica unión económica, donde se puedan implementar políticas fiscales y monetarias contra-cíclicas como ocurre en cualquier economía integrada como Estados Unidos. Es importante destacar que la aproximación expansiva norteamericana o las reflexiones nacionales en el Reino Unido no operan en el marco de un área de libre comercio con tipos de cambio fijo (como la eurozona), dado que en este entorno comportamientos nacionales expansivos acabarían por hacer explosionar el sistema. Así pues, la alternativa progresista pasa indefectiblemente por un nuevo impulso europeísta.

4. La alternativa europeísta

La Unión necesita mercados únicos de capital, trabajo y bienes y servicios. En primer lugar, a la política monetaria común debería sumarse la labor de regulación y supervisión bancaria. En este camino está el último acuerdo del Consejo Europeo, al que debería unirse un seguro de depósito común y un sistema compartido de liquidación de entidades. Al final del camino, debería haber un único Banco Central Europeo, donde colapsaran todas las autoridades bancarias nacionales. En el mercado laboral, la Unión debe dar cobertura a los trabajadores que operan en distintos países. O se armonizan los sistemas de desempleo y de pensiones o acabarán muertos víctimas de la propia integración económica, dado que su actual regulación en clave nacional es una traba a la movilidad. También habría que disponer de sistemas de contratación homogéneos en el seno de la eurozona. Y por supuesto, las reformas para otorgar flexibilidad a los mercados de bienes y servicios son inaplazables.

Por otra parte, la Unión necesita una política fiscal europea, no solo acuerdos nacionales de estabilidad presupuestaria. La mutualización de riesgos bancarios de la mano de la supervisión, aún en su versión suave, exige algún tipo de corresponsabilidad fiscal. Pero además, sería necesario viabilizar estabilizadores automáticos europeos junto a fondos de asistencia que redujeran el efecto de shocks asimétricos. Y en la misma línea, urge un presupuesto común que financie bienes públicos europeos. Para ello, la Comisión debería disponer de una fuente de ingresos propios que además podría solventar problemas de eficiencia derivados del actual modelo de tributación nacional de bases imponibles muy móviles (rendimientos del capital, impuestos para determinadas sociedades, etc.). Tal movilidad desaconseja su imposición a escala nacional y solo desde instancias europeas se podría gravar de manera eficiente. Como resultado de todo, el modelo debería completarse con una migración del actual Mecanismo de Estabilidad hacia un Tesoro europeo que mutualice parte de las deudas nacionales. Y, por supuesto, toda esta apuesta centrada en europeizar la regulación (y no en hacerla desparecer) necesitaría una revisión del modelo político, dado que mayor cesión de soberanía exige más rendición de cuentas democráticas. Las elecciones europeas de 2014 deberían marcar una nueva etapa en la construcción política de la Unión que dé sustento a esta agenda económica europeísta que exige una reforma del Tratado.

Esta estrategia institucionalista, aún con un calendario temporal dilatado en el tiempo pero pactado y estructurado, sería clave para asegurar la estabilidad de la zona euro, volver a permitir la transmisión de la política monetaria y acomodar la senda de consolidación fiscal de los países deudores a un ritmo más pausado, que sin la cobertura reformista conduciría al conjunto de la eurozona a la ruptura. Es decir, indudablemente los países deudores necesitan un cronograma de ajuste fiscal más suave, pero este camino no se puede discutir hasta que las autoridades nacionales y comunitarias pacten una revisión profunda del modelo institucional que ampare tal aproximación para no poner en riesgo el futuro del euro.

En este sentido, el último Consejo ha abierto alguna puerta a estas reformas. El acuerdo sobre el supervisor único, aún con notables insuficiencias, se une al programa de compra ilimitada de deuda del BCE para aquellos países que lo soliciten. Ambas medidas parecen haber consolidado la idea de la irreversibilidad del euro y gracias a esto se comienza ya a discutir una rebaja de los objetivos fiscales a corto plazo. Y quizá por esto, los conservadores británicos estén ahora reviviendo el debate sobre su futuro en la Unión. En cualquier caso, si el propósito es, no sólo relajar esos objetivos, sino perfilar una nueva estrategia contra la crisis y a favor de la cohesión social y del proyecto europeísta, el camino sólo ha hecho que comenzar. Aún se necesitan muchas más medidas pro-integración y, por ejemplo, la discusión paralela a cerca de los presupuestos comunitarios para el periodo 2014-20 tampoco parece haber interiorizado esta nueva realidad.

5. Conclusiones

A la vista de esta realidad, la socialdemocracia debe huir también de las aproximaciones exclusivamente nacionales a esta crisis. No es posible una respuesta progresista y nacional a la actual crisis de la zona euro. Por ello, la izquierda debe liderar esa europeización del espacio político y situar en la eurozona el campo de discusión programática con el propósito de europeizar no sólo los mercados financieros y la política monetaria, sino también la regulación social y laboral y, por lo tanto, la fiscal.

Solo existe, pues, un camino para superar esta crisis y mantener la coherencia del modelo social europeo que pasa esencialmente por hacer económica la actual unión, integrando los mercados en un marco institucional ordenado y supervisado por autoridades comunitarias con mayor control democrático. De este modo, solventar esta crisis y profundizar en la unión política son la misma cosa, con el propósito de apuntalar y fortalecer el Estado de Bienestar, que será europeo o no será. Quizá ese Premio Nobel de la Paz recién recibido pueda servir de estímulo ante los retos del presente.

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