Nos encontramos ya inmersos en plena precampaña electoral. Los partidos afinan sus propuestas y presentan a sus candidatos de cara a los inminentes comicios. La difícil situación que hemos atravesado, el impacto social de la propia crisis y de las medidas tomadas para hacerle frente y el propio desarrollo de la legislatura, marcada por una mayoría absoluta y el control casi total de ayuntamientos y Comunidades autónomas por parte del PP, propician que, entre las diversas propuestas, se preste especial atención no solamente a las nuevas ideas, sino también a aquéllas que se refieren a “qué se va a hacer con lo que se ha hecho”.
De entre las múltiples polémicas medidas que se han adoptado gracias al “rodillo” de la presente legislatura está sin duda la reforma laboral de 2012, que aunque materializada en el RDL. 3/2012 (luego Ley 3/2012), podría decirse que ha sido un continuo que se inicia con esta norma y abarca casi hasta el final del mandato, con una multitud de reales decretos-leyes que, de forma parcial pero inexorable, han cambiado de modo radical nuestro sistema de relaciones laborales.
De ella, los más insignes especialistas han dicho que «se aparta de la ley laboral clásica que atiende al trabajo como fin en sí mismo y no como una mercancía, precisado de tutela jurídica para considerarlo como medio en el sistema productivo subordinado a las exigencias de la «creación de empleo», a las exigencias de la economía para crear empleo». A pesar de las distintas líneas de pensamiento, en lo que existe consenso es que la reforma de 2012 ha transformado el Derecho del Trabajo para llevarlo desde su papel clásico de protección de las condiciones laborales del trabajador, como parte débil de una relación desequilibrada, a uno nuevo en el que se pone el acento en la creación de empleo y en la incidencia de la regulación laboral sobre diversas variables macroeconómicas y, particularmente, sobre la productividad.
Tal transformación, lógicamente, ha de provocar una determinada reacción entre quienes tradicionalmente se han mostrado como aliados de los trabajadores en sus reivindicaciones, esto es, los sindicatos y los partidos de izquierdas. El más importante de estos últimos, el Partido Socialista Obrero Español presentaba hace unos días el documento Empleos con derechos, con el que proponía, entre otras cuestiones, «derogar, con carácter inmediato, los aspectos de la reforma laboral del Partido Popular que establecen un modelo de empleo precario y de bajos salarios y un sistema de relaciones laborales sin equilibrio de poder entre trabajadores y empresarios. Aprobar con base en el Diálogo Social un nuevo Estatuto de los Trabajadores que, concebido como una Carta de derechos de los trabajadores, incluya, junto a las condiciones laborales clásicas conquistadas, nuevos derechos de seguridad y salud en el trabajo, secreto de las comunicaciones, o propiedad científica e intelectual.»
¿Cuáles son esos “aspectos” de la reforma de 2012 “que establecen un modelo de empleo precario y de bajos salarios y un sistema de relaciones laborales sin equilibrio de poder entre trabajadores y empresarios”? La polémica estaba servida porque, frente a la postura mantenida de forma firme de empezar de cero, ahora se optaba por una “reforma de la reforma”.
El cambio no es baladí, no solamente desde un punto de vista práctico, sino también ideológico, pues si la transformación ha sido tan grande como se ha señalado (y como muchos trabajadores sienten en su día a día), la estrategia más lógica desde la postura contraria es asentar unas nuevas bases para el debate. Ello no puede hacerse desde el vacío y, de ahí, que el Partido Socialista propusiera que quería aprobar un nuevo Estatuto de los Trabajadores surgido del acuerdo con los agentes sociales. La idea a transmitir era que el modelo de relaciones laborales de los socialistas era completamente diferente al instaurado por el Partido Popular. Con la reforma de la reforma, la oposición ya no es tan radical como antaño, sino que se da por hecho que existen aspectos de la reforma laboral del PP que al Partido Socialista le parecen positivas.
Al margen de esta primera idea central, existe otra no menos importante derivada de la anterior, que es la relativa a qué aspectos hay que reformar y cuáles no. Entre estos últimos destaca la indemnización por despido, sin duda un elemento central en el debate sobre el modelo de relaciones laborales desde hace décadas. El argumento que se ha dado para no tocarla es que se trata de una cuestión que habría que debatir con los agentes sociales. El problema es que el debate no es el mismo con una indemnización en vigor que con otra y que, en todo caso, parece lógico que el Partido Socialista tuviera una posición al respecto.
Este cambio de postura no puede explicarse, a mi juicio, desde un punto de vista argumentativo. Es cierto que la estrategia de la derogación tiene el riesgo de que se pueda acusar al proponente de falta de alternativas, pero para ello estaba la propuesta del nuevo Estatuto de los Trabajadores. A su favor, el hecho de que se apuesta por un sistema de relaciones laborales y unas condiciones de trabajo completamente distintas a las actuales.
Por ello, quizá la explicación más lógica tenga una base ideológica y fáctica. En el primer caso, se vuelve a mostrar la tradicional confrontación entre socioliberales y socialdemócratas, en el que habrían salido victoriosos los primeros y, ello, a pesar de que como recuerda algún estudio reciente de un colaborador de Agenda Pública, «pese a la generalización de la idea de que los costes de desempleo [despido] suponen una rémora para el empleo, no existe un consenso científico al respecto; las divergencias se dan tanto en los planteamientos teórico como en las evaluaciones empíricas de los mismos modelos.» (Gimeno, 2014: 61).
Si ahora se apuesta por la reforma de la reforma, es porque se ha impuesto la tesis de que la reducción de los costes de despido es algo bueno para la creación de empleo y para el crecimiento económico, a pesar de que no existe consenso al respecto y de que afecta, no solamente a la estabilidad en el empleo, sino a la posición negociadora de los trabajadores y, de ahí, a sus condiciones de trabajo. Sin duda que el despido tiene que ver con el “empleo precario” y el “equilibrio de poder entre trabajadores y empresarios”.
Pero también hay que a tener en cuenta un importante elemento fáctico, que es la postura de la Unión Europea frente a una hipotética “vuelta atrás” en esta materia. Esto, lejos de ser un obstáculo insalvable, pone en evidencia que la anterior pugna ideológica en el seno de la socialdemocracia está lejos de ser un problema español, sino que trasciende nuestras fronteras. Cuál es el papel de la socialdemocracia en las sociedades de nuestros días y cuál es su postura y propuestas en cuestiones tan básicas para ella como las relaciones de trabajo es sin lugar a dudas el debate que subyace tras la pregunta ¿derogación o reforma?.