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¿Disputar el centro o la centralidad política?

RiveraIglesias

Máriam Martínez-Bascuñán

Lo peor de entrar en campaña electoral es que se deja de hablar de política. Para que se entienda mejor esta afirmación es necesario establecer una distinción entre ganar el centro político y ganar la centralidad política. La primera es una cuestión de posiciones distintas dentro de una única dimensión como lo es el eje simplificador izquierda/derecha. La segunda haría referencia a una dimensión mucho más profunda que tiene que ver con la disputa por lo que es relevante para discutir políticamente. La primera se analiza en términos demoscópicos, la segunda en términos de discurso político.

El hecho de que los últimos sondeos demoscópicos nos hayan presentado una competición de cuatro formaciones políticas con empate técnico, ha propiciado que esta batalla por el “centro electoral” sea más descarnada. Para apelar a las mayorías, los partidos políticos estudian el perfil de los votantes que pueden ganar o perder con sus propuestas. Abren en definitiva, un escenario político basado en cálculos electoralistas dentro de un escenario mediático fascinado también por los sondeos electorales.

Sin embargo, las encuestas electorales no son solo “fotografías” que reflejan la opinión pública. Las encuestas electorales son también instrumentos de acción política porque influyen en la forma en la que la gente ve el mundo. No “captan” simplemente lo que existe, también lo transforman. En ese sentido se habla del carácter “reflexivo” que ejercen sobre su objeto (la opinión pública), porque al mismo tiempo que muestran un estado de opinión, influyen sobre la comprensión que las personas tienen de la realidad política y social. Este fenómeno que ha sido ampliamente discutido por la teoría social es lo que autores como Giddens han conceptualizado bajo la idea de la “doble hermeneútica”.

Sin negar el inmenso valor de las encuestas y el extraordinario trabajo que hacen sus intérpretes, este escenario es preocupante porque los actores políticos pierden de vista que lo que está en juego no es disputar el centro político desde un punto de vista demoscópico, sino la centralidad de la discusión pública, la política entendida en palabras del viejo Habermas, como “acción comunicativa”. Esto es, la hegemonía de la definición del debate público sobre lo que importa, sobre lo que es político, sobre cuáles son las cuestiones públicas de urgencia que puedan quedar atrapadas por discursos políticos que de verdad cuestionen las dinámicas estructurales injustas que gobiernan nuestra sociedad.

Perder la centralidad del tablero político es perder la hegemonía del qué se habla y el cómo se habla. Es en definitiva, como afirmaba Van Dijk, perder la capacidad de influencia. Esto que parece tan abstracto puede entenderse mejor si echamos un vistazo a nuestra realidad política más reciente. Por ejemplo, actualmente en España existe un problema de corrupción y un problema de terrorismo (entre muchos otros, claro). Las dos realidades conviven, pero el tema que se convierte en predominante es uno. Ambos existen, ambos están en la “agenda política”, pero todos sabemos que lo hacen de forma jerarquizada. ¿Por qué sucede esto?

En un estudio introductorio que Vallespín hace de un espléndido texto póstumo de Javier Pradera publicado recientemente bajo el título “Corrupción y política”, es posible comprobar esta lógica de visibilidad pública de un problema central como lo es ahora la corrupción. Según muestran los barómetros del CIS durante el último periodo de gobierno socialista, con Felipe González a la cabeza, el tema de la corrupción apuntó un importante incremento dentro de los problemas señalados por los españoles. Después de las elecciones del 3 de marzo de 1996 ganadas por José María Aznar y disputadas con la cuestión de la corrupción como uno de los asuntos centrales, ésta desaparece inmediatamente tras esas elecciones como problema visible para los ciudadanos. En 1999 según muestra el gráfico, la corrupción era un problema casi inexistente hasta experimentar un espectacular ascenso producido en 2013, coincidiendo con la salida a la luz pública de algunos de los aspectos más tórridos del caso Urdangarín y el caso Bárcenas.

Fuente: “Tres problemas principales que existen actualmente en España” CIS

¿Quiere decir esto que en 1996 desaparece la corrupción política? Todos sabemos que no. Sin embargo, deja de tener “relevancia estadística alguna”. Los asuntos de corrupción posteriores a la crisis económica son escasos si los comparamos con los que se estaban gestando entonces y de los que había un perfecto conocimiento (el propio libro de Pradera publicado ahora pero escrito entonces así lo demuestra). Y sin embargo, es la crisis la que hace más insoportable este problema, y es este problema el que posteriormente acaba ocupando la centralidad del escenario político en el sentido que estamos intentando mostrar aquí. ¿Cómo explicar por tanto este fenómeno?

El problema de la corrupción que accede progresivamente al discurso público a partir de la crisis se liga indisolublemente al de la desconfianza hacia los políticos (esto también se observa en el gráfico). Desde la Ciencia Política se ha comprobado que cuando una mayoría de ciudadanos no confía en sus políticos, se produce una quiebra en la confianza pública que acaba derivando en una crisis de legitimidad política. En ese contexto, la gente comienza a percibir que el país está gobernado por unos cuantos grupos de interés que sólo actúan en su propio beneficio.

Esta percepción social fue captada por un discurso político muy poderoso que giraba en torno a la palabra casta, y que permitió introducir ese eje político que hablaba de un pueblo enfrentado a una élite oligárquica corrupta. Esa palabra funcionaba como el condensador de un estado social generalizado que ocupaba la centralidad del escenario político de nuestro país, identificado y nombrado gradualmente por Podemos dentro de una narrativa política. Podemos ocupaba “la centralidad del tablero político” en ese sentido, con independencia de su procedencia ideológica. Algunos pensamos que si hubiera aparecido como un partido de izquierdas sin ningún tipo de ambigüedad, probablemente habría ocupado también esa centralidad en el sentido que estamos explicando aquí. Así lo hizo Syriza, que sin renunciar a su identidad de izquierdas, supo colonizar esa centralidad política articulando un discurso político de regeneración democrática que efectivamente conectó con una amplia mayoría social.

Por todo esto, resulta extraño que los partidos se empeñen en reducir la disputa política a una competición por ese “centro demoscópico”, especialmente en el caso de Ciudadanos y Podemos, cuando los últimos estudios demoscópicos del CIS han mostrado que ni siquiera comparten la fórmula de sus apoyos electorales. Lo sucedido en este país ha evidenciado que una cosa son los hechos, y otra el sentido que esos hechos cobran dentro de la disputa política. Vivimos de las palabras y de las metáforas que esas palabras construyen, dice Lakoff. Por eso, no es el centro político lo que está en juego, sino la centralidad de un discurso dentro de la disputa política. Esa disputa, insisto, debe ser la lucha por definir qué es lo relevante para discutir políticamente.

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