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El ejército, ¿otra institución en el punto de mira?

Los abusos revelados en el diario El País por parte de militares españoles en Irak han originado una cadena de reacciones y críticas a las Fuerzas Armadas en los medios de comunicación y redes sociales. Estas se suman a otras quejas recibidas durante los últimos meses en relación a declaraciones de oficiales descontentos con la dinámica institucional entre Cataluña y el resto de España. Evidentemente urge investigar estas gravísimas violaciones de los derechos de prisioneros iraquíes y depurar responsabilidades a todos los niveles. Es necesario, también, revisar los procesos y mecanismos de control internos para identificar las potenciales fallas y prevenir que hechos similares se repitan. No obstante es justo recordar que a pesar de estos graves incidentes (y algunas salidas de tono esporádicas), las Fuerzas Armadas Españolas son perfectamente homologables a las de otras democracias de nuestro entorno. Poco tienen ya que ver nuestras Fuerzas Armadas con los ejércitos franquistas que aún pueblan parte del imaginario colectivo.

Es muy difícil comprender la realidad de las Fuerzas Armadas actuales sin tener en cuenta las profundas reformas a las que la institución militar fue sometida en la década que siguió a la muerte de Franco (1976-1986). Los militares fueron una fuente de inestabilidad y una amenaza para el proceso de democratización en España. Cierto que una gran parte de los militares, fieles a los principios del franquismo, en una primera instancia rechazaron las reformas políticas de la transición (Cardona 2001). Pero también es cierto que la institución armada arrastraba unos problemas estructurales muy graves. Los bajísimos salarios, escasez de medios materiales y preparación y el exceso de oficiales de alto rango contribuyeron a exacerbar el malestar militar (Bañón 1988). Las Fuerzas Armadas que habían sido la columna vertebral del régimen dictatorial de repente se vieron relegadas a un segundo plano y desprovistas de la capacidad controlar el futuro del país.

La paciencia que habían demostrado los militares respecto a estos problemas durante la dictadura se esfumó tras la muerte del Franco. La debilidad institucional manifestada durante la transición creó una ventana de oportunidad utilizada por los grupos más reaccionarios, el bunker, para conspirar e intentar revertir el proceso. El famoso golpe de estado del 23F de 1981 fue solo uno entre al menos seis complots militares que amenazaron la joven democracia española entre 1978 y 1985 (Preston 1990; Díaz Fernández 2005). Los gobiernos de España conscientes de la amenaza y deficiencias de las Fuerzas Armadas lanzaron profundas reformas destinadas a conseguir la subordinación militar.

Estas reformas que buscaban profesionalizar y modernizar las Fuerzas Armadas produjeron una verdadera transición militar que puede dividirse en tres periodos coincidentes con los gobiernos de Adolfo Suárez (1976-1981), de Leopoldo Calvo Sotelo (1981-1982) y con el primer gobierno de Felipe González (1982-1986).

Durante los gobiernos de Suárez, el vicepresidente primero, el general Gutiérrez Mellado lideró la creación del Ministro de Defensa y de la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM) en 1977. Estos órganos fueron introducidos para incrementar la coordinación y control del Ejército de Tierra, Armada y Ejército del Aire. Además el marco legal fue remozado. La Constitución de 1978 otorgó un importante papel a las Fuerzas Armadas en el nuevo diseño institucional del país (Ballbé 1983). La Leyes orgánicas 6/1980 y 9/1980 reformaron respectivamente los criterios básicos de organización militar y el Código de Justicia Militar.

Las reformas de Suárez resultaron insuficientes. Los militares se escudaron en la ambigua interpretación de algunas de las leyes introducidas y en la permisividad del gobierno para mantener un enorme nivel de autonomía respecto al poder político (Puell de la Villa 2005). De hecho la percibida debilidad del gobierno no hizo sino acentuar las actitudes antidemocráticas del bunker.

Tras la dimisión de Suárez y el fallido golpe de estado del 23 de Febrero de 1981, Calvo Sotelo dio un nuevo impulso a la agenda reformista. Éste acrecentó el poder de los civiles en el Ministerio de Defensa, reforzó los servicios de inteligencia (CESID) para prevenir futuros golpes y firmo la entrada de España en la OTAN. Sin embargo los problemas de insubordinación continuaron como prueba el fallido golpe militar “Operación Cervantes” que pretendía impedir la celebración de las elecciones en octubre de 1982 (Busquets y Losada 2003).

Finalmente hay que destacar el papel del gobierno de González y en particular de su ministro de defensa Narcís Serra en la consolidación del modelo democrático de Fuerzas Armadas actual. González y Serra, conscientes de que un cambio ideológico a corto plazo de los muy conservadores militares españoles no era posible, se centraron en buscar su obediencia material. Desarrollaron un marco regulatorio visando transformaciones más profundas a largo plazo (Serra 2008). La Ley Orgánica 1/1984 estableció inequívocamente la supremacía del Presidente del Gobierno en la cadena de mando y la concentración de poderes en el Ministro de Defensa. Introdujeron la figura del Jefe de Estado Mayor de la Defensa (JEMAD), adjunto al ministro con la función de mejorar la coordinación. Se reguló el servicio militar (19/1984) y la objeción de conciencia (48/1984). Se fomentaron las jubilaciones anticipadas y se equipararon las remuneraciones a las del funcionariado civil (Leyes 20/1984 y 40/1984). Se incrementaron las partidas presupuestarias para la modernización de los equipos y se ratificó y reforzó la participación en la OTAN. La centralización, mejora de las condiciones de trabajo y los crecientes intercambios con ejércitos de países democráticos acabaron por conseguir un cambio definitivo en las actitudes y dinámicas militares (Agüero 1995).

Desde entonces las preferencias e inquietudes políticas de los militares españoles han pasado a un segundo plano. Estos se han concentrado en desarrollar y defender (o criticar) sus tareas profesionales. Han interiorizado ser instrumentos del Estado bajo mando del gobierno electo y no han vuelto a obstaculizar reformas políticas.

Tras el final de la Guerra Fría los ejércitos de los países occidentales comenzaron a actuar con mayor frecuencia en misiones internacionales de contención o “paz” (Forster 2005). Por desgracia torturas y abusos como los revelados por El País no han sido hechos aislados. Fuerzas armadas de países plenamente democráticos como Estados Unidos, Francia, Italia y Reino Unido, han sido en los últimos años el foco de escándalos similares. Estos repudiables actos revelan problemas de preparación, control y falta de transparencia que deben ser corregidos. La realidad sobre el terreno de las intervenciones militares internacionales llevadas a cabo, presuntamente, en defensa de valores democráticos distan bastante de la imagen idílica que los gobiernos han transmitido a los ciudadanos.

Gracias a las reformas llevadas a cabo entre 1976 y 1986, en España se consiguió la efectiva subordinación militar y la plena integración de las Fuerzas Armadas en lo que se puede considerar el funcionamiento normal en una democracia occidental. Las Fuerzas Armadas siguen siendo una institución necesaria para cualquier estado. La actual crisis institucional generalizada (partidos políticos, monarquía, poder judicial, gobiernos) puede acabar alcanzando también a Las Fuerzas Armadas. Ejerzamos pues la función de control democrático y critiquemos las deficiencias que le sean achacables. Pero hagámoslo con espíritu constructivo. No nos apresuremos en descalificar el conjunto de la institución por los errores cometidos por una pequeña (y no representativa) parte de sus integrantes. Aún menos por los errores de un pasado ya muy lejano.