El pacto constitucional que, mejor o peor, logró resituar políticamente a España en el entorno de las democracias europeas parece, a estas alturas, francamente agotado. Los problemas que afrontamos no son sólo económicos sino que están íntimamente relacionados con una enorme crisis de legitimidad a muchos niveles. Las reformas que se requieren para retomar el pulso han de ser muy profundas y conviene tener presente que es imprescindible hacerlas porque en caso contrario va a ser la realidad la que reforme, llevándoselo por delante, buena parte de lo avanzado en las últimas décadas. Hemos llegado a un punto, además, en que las tensiones tienen que ver con la propia voluntad de hacer el trayecto juntos. Algo que no es tan extraño si nos paramos a pensar en lo mal que funcionan algunas de las reglas que regulan cómo nos organizamos.
Ejemplo paradigmático en este sentido, tanto en los problemas institucionales y de legitimidad como en su deficiente funcionamiento, es el sistema de financiación autonómica que fuimos poniendo en marcha en España a medida que se avanzó en la descentralización política.
Por una parte, las decisiones iniciales respecto al dinero que iba asociado a cada competencia cedida a las Comunidades Autónomas se tomaban a partir del cálculo del coste del mismo que hacía la Administración del Estado y, lo que es más grave, ninguna de las reformas posteriores del mismo, cada vez más complicadas, ha logrado quebrar las dinámicas, muy desiguales, que esas asignaciones iniciales pusieron en marcha.
Por otra parte, el sistema provoca que haya diferencias en el dinero de que disponen las Comunidades Autónomas para prestar los mismos servicios que han llegado a ser de 85 a 125 en algunos momentos (en la actualidad 90 a 120) sin que, además, este trato diferenciado tenga nada que ver con el esfuerzo fiscal (sabido es que el sistema desincentiva la corresponsabilidad fiscal) o la riqueza o pobreza relativa del territorio (también es conocido que poco tiene que ver el reparto del dinero con la redistribución de riqueza).
Un auténtico desastre que, a la larga, es inevitable que socave el sentimiento de pertenencia y la propia unidad del país. Pocos querrán pertenecer a un Estado que les trate mal de manera continuada sin que se sepa muy bien por qué motivo... al menos a partir del momento en que sean conscientes de que, en efecto, así son las cosas.
Durante muchos años el sistema se ha logrado mantener gracias a una decidida voluntad de silenciar sus efectos (la legendaria opacidad respecto de este tema de la Administración central española es bien conocida). También ha ayudado el largo período de expansión económica (en parte real, aunque con pies de barro, y en parte debido al alegre recurso al endeudamiento) que ha permitido aparentar que aquí no pasaba nada.
Pero tarde o temprano alguien se pone a hacer números. Es lo que ha ocurrido en Cataluña y han descubierto que transfieren más que nadie en Europa y que, además, acaban en peor condición que algunos de los que reciben. Las consecuencias de que poco a poco una gran mayoría de catalanes hayan sido conscientes de que la situación era ésta, de que era estructural y de que no había la más mínima voluntad de corregirla han sido devastadoras.
Pero el problema no se reduce a Cataluña, en un extremo, y a los conciertos, en el otro. En España hay otros ejemplos que ponen de manifiesto que el modelo de financiación y la gestión del mismo realizada por nuestras elites es cuando menos anómala. Así, en el caso de la Comunidad Valenciana, se da una situación inédita en nuestro entorno: que una región con una renta per cápita inferior a la media estatal (más o menos un poco por encima del entorno del 90% en la última década, según los datos del Ministerio de Economía) no sólo no sea receptora sino que sea contribuyente neta, y en cuantías más que apreciables.
Los números de los que hablamos han sido cuidadosamente recogidos y publicados no hace mucho. Un resumen rápido nos dice que ya antes de la reforma de 2002 la valenciana era la Comunidad Autónoma peor financiada. Los posteriores cambios del sistema no han revertido esta extraña situación. Antes bien, al contrario, han agravado el efecto. La media del conjunto 2002-2008 sitúa al País Valenciano en el 90,20% de la financiación media española (sólo Baleares, con un 89,08%, está por detrás), mientras que una Comunidad Autónoma como Cantabria, con una renta per cápita similar a la valenciana, recibía financiación por habitante equivalente a un 120,56%. Una diferencia de un 33% más de financiación autonómica para realizar las mismas tareas entre dos territorios con renta semejante es una anomalía tremenda.
La historia se repite con el nuevo modelo puesto en marcha en 2009. La Comunidad Valenciana, según datos del Ministerio de Hacienda, obtuvo ese año financiación por unos 1.900 euros por habitante. Casi 200 euros menos por habitante que la media y 600 euros menos que la comunidad mejor financiada (de nuevo Cantabria, con 2.500 euros por habitante y año).
Si la financiación autonómica genera un severo perjuicio para los valencianos, el reparto de las inversiones que hace el Estado en la Comunidad Autónomas acaba de agravar la situación. Así, una región con el 10,8% de la población española y un 9,8% del PIB (diferencia que refleja esa relativa pobreza respecto de la media de la que hablábamos antes) ha recibido inversiones estatales equivalentes al 5,69% de la inversión total (período 1997-2000), 6,63% (período 2001-2004), 6,87% (período 2005-2008) y 4,87% (período 2009-2011).
Una dinámica que los presupuestos generales del Estado para 2013 recientemente presentados, por lo demás, ha vuelto a poner de manifiesto. Es decir, que no sólo se transfiere a la Generalitat menos dinero que a otros para prestar los mismos servicios sino que, además, el Estado invierte de forma extraordinariamente rácana en el territorio valenciano, de modo que en lugar de paliar los nefastos efectos del reparto de dinero entre Comunidades Autónomas lo que acaba produciéndose es su agravamiento.
Para rematar la faena, además, esas cantidades no sólo están por debajo de la media sino que también son sensiblemente inferiores a las aportaciones realizadas por los valencianos. No es de extrañar que las balanzas fiscales realizadas respecto de la situación del País Valenciano muestren, por ello (y dentro de la dificultad de establecer una metodología consistente y que, además, pueda superar el escaso entusiasmo de las fuentes oficiales por proporcionar datos), un déficit de en torno al 6% del PIB valenciano cuando se tiene en cuenta la efectiva territorialidad de las inversiones. Una barbaridad.
Estamos hablando de unos 6.000 millones de euros, y conviene recordar que la Generalitat valenciana opera, para situar la cifra en un contexto que permita entender su magnitud, con un presupuesto anual que se sitúa en el entorno de los 15.000 millones. O, si lo queremos expresar en términos de deuda y déficit, dada la situación dramática, por todos conocida, de las finanzas de la Generalitat valenciana, estamos hablando de que el enorme socavón en forma de déficit fiscal del Gobierno valenciano, de un 3,47% en 2010, habría pasado a ser un lozano superávit de un 2,85% del PIB.
Estos números, sencillamente, no son sostenibles. Pero más increíble si cabe es que puedan haberse mantenido durante años sin que hayan sonado alarmas ni hayan sido atendidas las prudentes reclamaciones que han sido realizados desde el País Valenciano. Porque en ese plano la historia ya no es sólo de números y de un modelo de reparto de cargas y esfuerzos que está llamado a desunir por su evidente injusticia sino la descripción de un país donde no funcionan los mecanismos institucionales que debieran evitar estas situaciones. Donde las elites políticas (empezando por las valencianas) han estado atendiendo a otros intereses que nada tienen que ver con los de los ciudadanos a los que teóricamente habrían de representar. Unos intereses que, por cierto, nada tampoco tienen que ver con la defensa de cualquier proyecto común de convivencia dado que es evidente que, con un modelo de financiación como el descrito, lo único que se está incentivando a medio y largo plazo es que cualquier valenciano racional empiece, también, a plantearse todo tipo de opciones.