La Ley de Dependencia, aprobada en 2006, supuso construir en España un nuevo ámbito de las políticas sociales para resolver las necesidades de cuidados de larga duración. También responde a las demandas de las mujeres, que no pueden asumir los cuidados como lo hacía la familia tradicional y que apenas encuentran apoyo por parte de los hombres. La ley marca una clara prioridad en la creación de servicios (de prevención, teleasistencia, ayuda a domicilio, centros de día y de noche y centros residenciales) y en cambio, considera que las prestaciones económicas han de ser algo excepcional, reservadas para quienes no puedan acceder a ningún servicio público. Prevé una aplicación progresiva (del 2007 al 2015), establece el copago de las personas usuarias y garantiza que nadie quede excluido del sistema por falta de recursos.
Comunidades Autónomas y ayuntamientos, que son los que han de aplicar la ley, se ven inmediatamente desbordados. Se producen retrasos y dificultades, pero progresivamente nuevos usuarios se van incorporando al sistema. Las prestaciones otorgadas en España a finales del año 2008 fueron 449.415; en el 2010 aumentan hasta 800.009, y en junio del 2012 se elevan a 959.903. Pero pronto aparecen problemas de financiación, en parte estructurales y en parte derivados de la crisis económica y de las políticas de austeridad. Veamos cómo se ha aplicado la ley en estos años, pues proporciona algunas claves respecto a la situación actual.
1. El principio de que Estado y Comunidades Autónomas deberían hacer aportaciones equivalentes se trunca en perjuicio de las últimas, porque la mitad que aporta el Estado resulta ser inferior a la mitad de lo que realmente cuestan las prestaciones, y porque las Comunidades Autónomas, además, han de incrementar necesariamente su carga presupuestaria a medida que entran nuevos usuarios en el sistema sin que la financiación básica del Estado aumente.
2. Las Comunidades Autónomas no se implican por igual. Si se relaciona las personas beneficiarias de prestaciones con el total de la población, las tasas más elevadas (junio del 2013) son las de Cantabria (2,51), Castilla y León (2,44), La Rioja (2,16) y Andalucía (2,10). Las menos comprometidas en aplicar la ley son la Comunidad de Madrid (1,22), Illes Balears (0,88), Comunidad Valenciana (0,78) y Canarias (0,55), todas ellas gobernadas por el Partido Popular.
3. Se conceden más prestaciones económicas que servicios, pues son menos costosas tanto monetariamente como en gestión y más rápidas de solucionar. Lo que la Ley de Dependencia contemplaba como una excepción se convierte en mayoritario. En Cataluña, por ejemplo, se destinan en el 2009, 45 millones de euros a servicios y 76,8 millones a prestaciones económicas: por cada euro que se destina a servicios, se destina 1,7 a prestaciones (ver cuadro núm. 1). Esto repercute lógicamente, en la escasez de servicios, que la Administración intenta cubrir comprándolos al mercado. Y entre las prestaciones económicas, una abrumadora mayoría (el 90%) se destina al pago de cuidadores en el entorno familiar.
4. Se produce una remercantilización del cuidado. Aunque parezca paradójico, la mayor implicación pública en los cuidados no ha supuesto un retroceso del mercado, sino todo lo contrario, lo ha potenciado, pues una parte de los servicios proporcionados por empresas privadas reciben dinero público. En 1996, por ejemplo, un 79,70% de las plazas residenciales para personas mayores en Cataluña eran privadas, y en 2011 la proporción se eleva hasta un 83,65%: una tercera parte recibe dinero público (ver cuadro núm. 2)
5. La contratación de cuidadoras ha sido y sigue siendo un recurso muy utilizado, pues permite comprar servicios a bajo coste, frecuentemente suministrados por personas inmigradas. Además, evita las tensiones de reestructurar o cuestionar los roles de género en el hogar. El tipo de régimen laboral existente en España para las empleadas del hogar, con escasos derechos laborales y baja remuneración, ha propiciado que este sector haya sido ocupado por migrantes, mayoritariamente mujeres. Las desigualdades de clase, de género y étnicas encuentran aquí una clara expresión.
En 13 de julio de 2012 el gobierno reforma la Ley de Dependencia con medidas de gran calado: el retraso del calendario de aplicación, la revisión de las cuantías y condiciones de los cuidadores no profesionales, el incremento de las aportaciones de los usuarios (el copago) y la potenciación del sector privado. Algunas de las reformas tienen un mero componente técnico, pero otras, en cambio, suponen una fuerte afectación al sistema, que repercute en las personas con dependencia, refamiliariza las actividades de cuidado y resta responsabilidad al sector público en favor de los intereses del mercado. La reforma es una expresión de unos determinados intereses de clase y da por supuesto que las mujeres harán igualmente de cuidadoras sin tener que ser remuneradas.
La contrarreforma supone ya de entrada una disminución de personas beneficiarias del sistema de atención a la dependencia, que en junio de 2013 se reducen a 939.642 (20.251 menos que un año antes). Y el hecho de aplazar hasta 2015 la incorporación nuevos usuarios deja sin ayuda a más de 150.000 dependientes leves, y esto afecta especialmente a los sectores de bajos ingresos, que es donde se concentran especialmente las situaciones de dependencia. Si a ello se suman los recortes presupuestarios resulta difícil augurar la continuidad del sistema.
Quiero detenerme en los denominados cuidadores no profesionales. Datos del 2010 en Cataluña muestran que son mayoritariamente mujeres (un 76%), de edad avanzada (un 30% supera los 65 años; y el 56% tiene entre 46 y 64 años), y abundan los hijos e hijas (un 51%). Estas cuidadoras no profesionales reciben una asignación económica cuyo importe se gradua de acuerdo con el grado de dependencia de la persona beneficiaria. Era una asignación baja y la reforma la reduce más, un 15% (hoy oscila entre los 442,59 euros para la gran dependencia y los 153 euros para la menor). Además, el Estado deja de pagar su cotización a la Seguridad Social y se restringen las prestaciones a quienes ya estuvieran conviviendo con la persona afectada por dependencia un año antes de solicitar la prestación. El resultado de esta medida ha sido la expulsión del sistema de la Seguridad Social de la mayor parte de cuidadoras que se habían acogido a él. En julio del 2012 había en España 179.829 cuidadoras familiares dadas de alta a la Seguridad Social y en junio de 2013 hay sólo 19.054. La disminución es drástica. La reducción de costes para el Estado se hace a costa de que las mujeres ocupen el lugar de las políticas sociales, porque las personas que tenían necesidad de ser atendidas no han dejado de tener esta necesidad.