En las últimas semanas, Thomas Piketty se ha convertido en la salsa que condimenta las más variopintas intervenciones en los medios. Su trabajo representa un auténtico tour de force, que está contribuyendo a situar el problema de la desigualdad en el primer plano del análisis. Observadores y estudiosos que hasta ahora habían sido reacios a examinar la desigualdad comienzan a prestarle una atención inédita. ¡Bienvenidos!
Así, el pasado domingo, Luis Garicano escribía un excelente artículo en El País que ofrecía algunas píldoras de Piketty, apoyándose en su libro El Capital en el Siglo XXI y en un artículo reciente en el Journal of Economic Perspectives de Piketty y algunos de sus colaboradores habituales. En él Garicano constataba que en España el 1% no había incrementado sustancialmente su participación en la riqueza del país.
El artículo de Piketty se basa en datos que están a disposición de todo el mundo en la página del World Top Income Database. Entre dichos datos hay unas series históricas nada desdeñables sobre España (especialmente a partir de 1981). Que sepamos, se ha prestado muy poca atención a estos datos, con alguna notable excepción.
Estos datos nos dicen, en efecto, que el 1% más rico de la población española no ha visto aumentar sustancialmente su participación en los ingresos totales en el período comprendido entre 1981 a 2010 (como consecuencia, principalmente, de un descenso acusado de esta participación desde inicios de la crisis). Pero también nos informan que, durante veinticinco años (1981-2006), el aumento de esa participación ha sido sostenido y consistente, y se ha concentrado en los segmentos más ricos de ese 1%; es decir en el 0,5%, el 0,1%, y muy especialmente en el 0,01% más rico. El gráfico que incluimos aquí permite diferenciar que ocurre en ese período en diferentes franjas de ese 1%. Vemos como en la franja del 1- 0,5%, el incremento es pequeño, mientras que más abajo, en el resto de la decila SUPERIOR de ingresos, la participación en los ingresos incluso disminuye (aunque de manera imperceptible en el gráfico)
Este patrón también ha sido puesto de relieve en Estados Unidos. Un grupo reducido de personas han acumulado ingresos extraordinarios, en parte como resultado de sus sueldos, pero principalmente como consecuencia de astronómicas ganancias de capital (si se excluyen éstas en España, las variaciones también son menos pronunciadas). Este reducidísimo grupo está compuesto por ejecutivos de grandes empresas, pero también financieros y algunos profesionales (abogados, médicos, celebridades, etc.)
Las implicaciones de estos resultados merecen particular atención. Muchos analistas (incluido Garicano) han apuntado las amenazas que se ciernen sobre el sistema político como consecuencia de esa acentuada concentración de recursos. El peligro radicaría en que, en estas condiciones, los ricos están en disposición de “comprar voluntades de políticos”, podrían distorsionar los mecanismos de mercado (beneficiándose de concesiones públicas y regulaciones favorables a sus intereses) y escapar a la presión fiscal (a través de exenciones, eliminación de impuestos sobre el capital, etc). Este argumento cobra peso en EEUU, donde la financiación de los partidos políticos depende en gran medida de las donaciones que realizan grandes benefactores.
En otros contextos tampoco es una amenaza que haya que tomar a la ligera, pero no parece que las concentraciones de riqueza deban ser extremas para que este fenómeno pueda producirse.
Un peligro adicional es la estructura de incentivos que una sociedad donde la riqueza se concentra en pocas manos propone a sus ciudadanos. El principal argumento conservador a favor de la desigualdad económica es que ésta constituye un mecanismo poderoso para promover la emprendeduría y la innovación, y de esta manera el crecimiento económico. Desde este punto de vista, el crecimiento propiciado por la actuación de los emprendedores revierte sobre la sociedad, que se beneficiaría así de la formación que han recibido, su creatividad y los sacrificios personales que implica entregarse al mundo empresarial. Esto justificaría que deban ser incentivados con rentas muy elevadas, y por tanto, legitimaría la brecha que se abre entre dichos emprendedores y el resto de la sociedad.
El problema es que si los mayores beneficios de la desigualdad están reservados sólo a unos pocos (el 0,01%), los incentivos para prosperar se hacen casi inalcanzables para la mayor parte de la sociedad. ¿Para que le serviría a un buen profesional –un pequeño empresario, un buen dentista o un informático-- arriesgar y emprender si la probabilidad de entrar en ese club selecto de triunfadores que realmente obtienen recompensas estratosféricas es extremadamente baja? Los conservadores están proponiendo a su clientela potencial que admitan (e incluso celebren) el crecimiento de las desigualdades con una radiografía deformada de ese crecimiento. En realidad, somos el 99,99%.