La huelga indefinida de docentes en las islas Baleares y Pitiusas -en protesta por la aplicación súbita del decreto de trilingüismo impuesto por el Gobierno de Bauzá (PP)- ofreció este fin de semana unas imágenes poco acostumbradas, sacando a la calle a decenas de miles de ciudadanos apoyando las reclamaciones de los profesores. El síntoma definitivo de la gravedad de la situación es que la protesta ha sido apoyada incluso por correligionarios de Bauzá y, todavía más importante, ha despertado la simpatía entre sectores sociales que, a priori, estarían muy alejados tanto de la herramienta como de la causa.
El alcance de la onda expansiva de una huelga que ha dinamitado incluso las lealtades partidistas ha sido tal que a pesar de que no ha conseguido de momento derogar el decreto o retrasar su aplicación -sus objetivos explícitos- sí invita a replantearse la utilidad de la huelga como método de presión política.
La huelga, con seguimientos menguantes y de la que muchas veces se ha cuestionado su eficacia hasta el punto de considerarla como una herramienta obsoleta, revive con fuerza, precisamente, en un conflicto sectorial, que no es de raíz laboral –del que, en consecuencia, los huelguistas no esperan obtener beneficios individualizados- y cuya resolución parece apuntar contra los intereses sostenidos por sus promotores.
La pregunta pertinente, pues, ya no debería ser por qué se participa tan poco en las huelgas, sino por qué incluso con estas condiciones todavía hay quien decide tomar parte activa en ellas. Aun habiendo cierta perversión en reducir una movilización colectiva como la huelga a un cálculo coste –beneficio radicalmente individual, sin duda–, es mejor intentar encontrar la racionalidad subyacente a este comportamiento que despacharlo considerándolo irracional y perjudicial para quien lo lleva a cabo.
Las movilizaciones de los docentes, de hecho, niegan de plano la aplicación mecánica de la aproximación racional a la lógica de la acción colectiva, liderada por Mancur Olson, según la cual, si asumimos que el decreto de trilingüismo daña la educación pública en Baleares –un bien público-, deberían aparecer gorrones por doquier, individuos que no asumirían los costes individuales de movilizarse en su contra esperando gozar de los beneficios colectivos potenciales. Pero a la vista de la evolución de los índices de seguimiento, de nuevo, no está siendo este el comportamiento mayoritario. ¿Por qué?
El modelo de Olson, a pesar de su innegable utilidad analítica, fue acusado casi desde su publicación de ser estrictamente reduccionista con las motivaciones individuales para tomar partido en una acción colectiva como una huelga. En palabras de Fernando Aguiar y Andrés de Francisco, “¿qué se ha de entender por costes y beneficios de la acción colectiva para el individuo? ¿Acaso una persona no expresa sus principios y convicciones cuando participa en acciones colectivas? ¿Y no lo hace, a menudo, soportando un elevado coste (…)?”
Participar en una acción colectiva puede reflejar, también, la racionalidad expresiva de los individuos. Esto está en la base misma de lo que el Nobel de economía George Akerlof llamó “Economía de la identidad”, que incluye la noción de identidad en el cálculo de utilidad, definiéndola como una red de creencias que el individuo tiene sobre sí mismo y sobre el mundo que quiere proyectar a través de sus acciones.
Akerlof desarrolló la teoría de la costumbre social para intentar ofrecer una explicación plausible de por qué sobreviven determinados comportamientos sociales que, como las huelgas, son claramente onerosos para los individuos que participan en ellos. En síntesis, la costumbre social es aquello que un individuo acepta hacer para seguir formando parte de un grupo. No es, en ningún caso, una imposición: es el mecanismo social complejo que permite que los individuos actúen de manera cooperativa guiados por motivaciones estrictamente egoístas.
Sin duda, a día de hoy, el seguimiento de una huelga parecería estar fuera de cualquier estándar mayoritario, ya que la presión social empujaba justo hacia el extremo contrario. Sin embargo, en Baleares los huelguistas no sólo no están siendo socialmente penalizados sino que parece haberse modificado momentáneamente la costumbre social a su favor.
En las islas se ha conformado una amplísima coalición transversal –quizá sólo coyuntural- que ve en la defensa de los docentes y el sistema de educación pública autóctono la frontera que define un modelo de convivencia determinado y que ahora se percibe en peligro. Una coalición que, sin duda, ha arraigado, entre otros motivos, por la existencia previa de un terreno abonado por la polarización política en las islas desde los noventa -y el aislamiento del Partido Popular-, la recurrente crisis económica y errores, de fondo y forma, del propio Gobierno de Bauzá.
El éxito o no de una huelga ahora es, si es que alguna vez fue otra cosa, una cuestión de percepción, que supera los límites de la relación empleado–empleador e, incluso, el alcance de la acción de los sindicatos mayoritarios al explicitar una correlación de fuerzas en la que cada cual puede alinearse con quien se sienta más identificado.
Desde esta nueva perspectiva sí se puede explicar tanto la caída en la intensidad del uso de las huelgas y su efectividad (con hipótesis que van desde la ruptura de vínculos sociales cooperativos hasta la progresiva desaparición de identidades de clase, sin olvidar avatares históricos concretos) como un previsible repunte futuro, en la dirección del cual apuntarían las movilizaciones en el archipiélago balear.
Una derivada interesante de lo anterior -y la prueba de que este cálculo es conocido y aceptado por las clases dominantes- es la aplicación del modelo también para desactivar las movilizaciones colectivas erosionando su seguimiento, a través de cambios en los términos de la ecuación para encarecer, todavía más, la participación individual.
Más allá de la estrategia obvia de penalizar económicamente la participación (en este caso, los aproximadamente 100 euros al día que le cuesta a cada docente seguir la huelga, compensados en parte con la solidaridad popular en forma de caja de resistencia), Gobierno y empleadores pueden dudar públicamente de la legitimidad de la convocatoria, cuestionar el uso del derecho a la huelga y su extensión o comunicar un porcentaje de seguimiento inferior al real. El elemento común de estas maniobras es que todas ellas persiguen dinamitar la costumbre social sobre la que se apoya la acción colectiva: aislar a los huelguistas, reducir los beneficios en reputación, estigmatizarlos por la vía de ponerlos en contra de una mayoría hasta ahora habitualmente silenciosa.
Tres estrategias que ya han sido explotadas por Bauzá y sus voceros mediáticos (en Baleares y desde Madrid) en apenas tres semanas de conflicto. Sin demasiado éxito, a la vista de los últimos acontecimientos, ya que han contribuido a relanzar la movilización y a hacer partícipe de ella a actores sociales no directamente afectados, más allá de las propias islas. Se diría que la estrategia gubernamental está teniendo justo los efectos contrarios de los deseados.
Y esto –el fracaso de las tácticas de desgaste- es lo realmente novedoso en este caso. Ya que ni su uso ni las movilizaciones que lo motivan tienen nada de nuevo. De hecho, la literatura académica las identifica claramente en un trabajo que ya cumple más de dos décadas.
A estas alturas, el Gobierno de Bauzá puede que esté ante una encrucijada que ofrece sólo dos malas alternativas. O bien retira la iniciativa y, con ello, asume la victoria de los huelguistas, legitimándoles a ellos y a sus herramientas de lucha, o bien mantiene el envite a riesgo de seguir emergiendo una nueva coalición del tejido cívico que lejos de abandonar la movilización por ineficaz, la mantenga y la adopte como patrón social dominante a partir de ahora.
Como decía Manuel de Pedrolo, de quien he tomado prestado el título para este artículo, hay que protestar incluso cuando no sirve de nada. Porque también en estas ocasiones es socialmente beneficioso hacerlo.