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La intención de la libertad como delito

Como comunidad política, tener una Constitución significa optar por la limitación y control de quienes ejercen poder, por la protección de los derechos y las libertades, y por procedimientos e instituciones que garanticen un sistema democrático. Si esa opción no tiene efecto, no existe Constitución real.

En España, la crisis económica ha desvelado para muchos la crisis política (que ya existía), y las políticas de austeridad han enervado a una sociedad que a estas alturas es consciente de que la han estafado. Hoy la mayoría de ciudadanos sabe que el verdadero poder político reside fuera de las instituciones del Estado, y que éstas, aun manteniendo el nombre de representativas, sirven más, mejor y en primer lugar a los intereses de privados que al interés general. En este contexto, no debe extrañar que la sociedad reaccione y proteste airadamente, y que, en consecuencia, se incrementen las manifestaciones públicas, más o menos airadas, de queja y reivindicación de responsabilidades.

Los poderes públicos –el Gobierno– han reaccionado duramente ante la protesta, argumentando que deben defender el orden público y los derechos y libertades de los demás ciudadanos. El argumento es lógico. Sin embargo, al mismo tiempo que comprendemos la preocupación del Gobierno, y nos preguntamos con cierta retórica si sus argumentos no ocultan en realidad la defensa de aquellos mismos intereses particulares que nos han conducido a la crisis (la política y la económica), también debemos invocar el orden público que en sí mismo supone el respeto y protección de los derechos y las libertades públicas de quienes protestan. Fundamentalmente porque está siendo a través de su ejercicio, aun áspero e incómodo, que los poderes se ven fiscalizados, tal y como la Constitución exige.

Pero el poder se defiende, y los instrumentos que usa para sofocar y reprimir la efervescencia social y la expresión de la protesta ya son de todos conocidos: el control de la información, la dureza policial, la buro-represión y la criminalización de la protesta por la vía de la reforma del Código Penal… Todos ellos son mecanismos que superan la cobertura constitucional que la limitación de cualquier derecho permite, y todos merecen atención. Sin embargo, quisiera detenerme en la reforma del Código Penal (en uno de sus aspectos concretos), por los clarísimos mensajes que revela, en lo que contiene y en lo que no contiene.

Empezando por esto último, el mensaje por lo que no contiene es doble. En primer lugar, al Gobierno no parecen importarle demasiado las conductas que han procurado, favorecido o facilitado el desastre económico y social que vivimos, pues son más bien escasas y de matiz las propuestas de reforma que pueden tener alguna relación con este punto. En segundo lugar, el Gobierno entiende que el uso desproporcionado de la fuerza, la violencia, los maltratos, las faltas de la preceptiva identificación… por parte de la policía en las manifestaciones (evidenciados muchas veces en grabaciones públicas, denunciados reiteradamente por ciudadanos y organizaciones y, hace unas semanas, por el comisario para los Derechos Humanos del Consejo de Europa), no merecen mayor atención de la justicia criminal.

Es precisamente esta ausencia la que subraya, por comparación, la presencia en la reforma penal de las modificaciones relativas al atentado contra la autoridad (art. 550 y siguientes) y a los desórdenes públicos (arts. 557 y siguientes), es decir, de los tipos que castigan la protesta social. Entre éstos, como modelo del objetivo real de la reforma, resalta la penalización de la distribución o difusión por cualquier medio de mensajes o consignas que inciten a la comisión de un delito de alteración del orden público, o que sirvan para reforzar la decisión de llevarlos a cabo (art. 559 CP).

Como ha señalado RIS, por mucho que la intención declarada sea sancionar los “actos de incitación a desórdenes especialmente graves cuya delimitación no plantea dificultades” (Exposición de Motivos), una lectura nada apasionada del precepto nos lleva a pensar todo lo contrario, que esos “mensajes o consignas que inciten” o que “sirvan para reforzar una decisión” abren un mundo cuya delimitación sí plantea muchas dificultades. Y es que resulta obvio que la indeterminación y la subjetividad del tipo da un margen de interpretación y discrecionalidad tan amplio (a los agentes de la autoridad) que los principios de legalidad y seguridad jurídica (precisión y previsibilidad) declarados por el art. 9.3 CE quedan seriamente comprometidos.

El nuevo artículo 559 castiga la intención, o, lo que es más grave, castiga como delito la emisión (¿el “compartir”, el RT?) de un mensaje (de una opinión, de una idea, de una creencia religiosa) que, aun sin pretenderlo, pudiera estimular o afianzar la intención de otros de alterar el orden público. Se trata de un tipo penal que sirve para perseguir la crítica política y la opinión y, en el mejor de los casos, crea incertidumbre; con ella, autocensura y, en consecuencia, deterioro de la libertad de expresión. Así que no es extraño que el CGPJ haya rechazado la criminalización de los denominados “actos de reforzamiento de la decisión previamente adoptada por terceros”, pues aceptarlo hubiera sido admitir que las opiniones delinquen, algo inasumible en Estados que se consideren democráticos.

No obstante lo apuntado, el mensaje que ofrece este nuevo artículo 559 es claro, y encaja perfectamente con el resto de modificaciones relativas a los delitos de desórdenes públicos. Con ellas el Gobierno se defiende de la sociedad evitando el control y la exigencia de responsabilidad, transformando la defensa del orden público democrático en defensa del orden político establecido, ampliando su capacidad de disuasión y represión con instrumentos discrecionales, y fortaleciendo las posibilidades de actuación arbitraria de los agentes de la autoridad. Con ellas, en definitiva, el Gobierno se deshace un poco más de ese pacto político que llamamos Constitución.