La pobreza va mal, la pobreza infantil peor ¡Mirémoslo por el lado positivo!
En uno de sus últimos trabajos, Sonríe o Muere. La trampa del pensamiento positivo, la socióloga y ensayista norteamericana Barbara Ehrenreich hace un eficaz alegato contra el pensamiento positivo y a favor del realismo. A su juicio, el pensamiento autocomplaciente de políticos y ejecutivos llevó al sistema financiero norteamericano a relajar controles y condujo finalmente al colapso. En nuestro país, hemos visto cosas parecidas, como el “España va bien” de Aznar, que malogró la posibilidad de desinflar la burbuja económica, las reticencias de Zapatero a pronunciar la palabra “crisis” y tomar medidas para prevenir sus efectos, o la obsesión con ver “brotes verdes” donde solo había rastrojos.
Hace unos días, la ministra Ana Mato se agarró a una cifra provisional para afirmar que la pobreza infantil está descendiendo. Según Mato la tasa de riesgo de pobreza infantil ha caído un 1,2% en el año 2013, al pasar del 28,9 al 27,7%. Haciendo gala de unas dosis desmesuradas de pensamiento positivo, Mato ha considerado que es el “primer indicador” que devuelve a España a “antes de la crisis”. Por su parte, el portavoz de la Generalitat, Francesc Homs, se despachaba el mismo día declarando que la pobreza en Cataluña era un fenómeno “estructural”, que no cabía atribuir a la crisis ni a las acciones de su gobierno, apoyándose en la aparente estabilidad de un solo indicador.
Este tipo de declaraciones resultan sangrantes en un momento como el que estamos viviendo. Las lecturas de Mato y Homs no solo son oportunistas. Revelan un desconocimiento de lo que significa la tasa de riesgo de pobreza y cómo interpretar variaciones de esta medida.
La tasa de riesgo de pobreza es un indicador de pobreza relativo. Tiene muchas virtudes, pero también alguna limitación. La tasa de riesgo de pobreza permite identificar al segmento de la población cuyos ingresos disponibles equivalentes se sitúan, en un año determinado, por debajo de un nivel de la renta mediana de la población (la renta mediana es la que divide a la población en dos mitades exactas, el 50% queda por encima de esa renta y el 50% por debajo). Normalmente se establece ese nivel en el umbral del 60% de la renta mediana, pero también se utiliza el 40% (pobreza alta), o el 25% (pobreza extrema). El valor de la tasa de riesgo de pobreza depende de los ingresos de los hogares del conjunto de la sociedad. Si, por ejemplo, los ingresos de las clases medias descienden, probablemente el umbral de pobreza también lo haga (porque hogares cuyos ingresos se situaban por encima de la mediana pasen a situarse por debajo, empujando la nueva mediana y el umbral de pobreza hacia abajo). Si descienden fundamentalmente los ingresos de las clases más desfavorecidas, como ha sucedido en esta crisis, la mediana de ingresos permanece inalterada y la tasa de riesgo de pobreza en el umbral del 60% apenas se mueve, aunque los pobres se empobrecen y su vulnerabilidad acarrea graves problemas sociales.
En España, la tasa de riesgo de pobreza (en el umbral del 60%) ha aumentado durante los años de crisis, pero no lo ha hecho mucho. En 2008 era del 20,8%, en 2012 del 22,2%. Una lectura superficial invitaría a no alarmarse. Pero estas cifras ocultan la verdadera magnitud del drama. Un examen más a fondo del fenómeno hace imperativo la utilización de más indicadores. Como advierte la OCDE, la crisis en España se ceba con los grupos más desfavorecidos, que son cada vez más pobres. Si en lugar de estimar la tasa de pobreza utilizando el umbral del 60%, rebajamos el umbral al 40%, para capturar las formas de pobreza más intensa, el aumento de la pobreza resulta mucho más preocupante al pasar del 7,4% al 10,5%. Si rebajamos el umbral al 25% (pobreza extrema), el salto es del 4,2% al 6,7%.
Mato se congratula de que la tasa de riesgo de pobreza infantil empiece a descender pero estamos muy lejos de una vuelta de este indicador a la situación de “antes de la crisis”. A comienzos de la crisis (en 2008), el umbral de pobreza de un hogar de dos adultos y dos menores se situaba en 15.911 euros (equivalentes a 17.438 euros ajustados por IPC a valores de 2013). En 2013, el umbral de pobreza de un hogar de dos adultos con dos niños se sitúa en 14.784 euros. Desde 2008, los umbrales han descendido todos los años. Es decir, si atendemos exclusivamente al indicador de pobreza relativa que maneja la ministra, una parte sustancial de los niños que considerábamos pobres en 2008 en función de los ingresos de sus hogares, hoy, como resultado del empobrecimiento general, ya no los consideramos así, y eso permite a la ministra su licencia: puro artefacto estadístico.
Los datos provisionales del INE no permiten saber más sobre pobreza infantil en 2013. Solo podemos analizar con detalle lo sucedido hasta 2012. Y las noticias son escalofriantes. La tasa de pobreza “anclada” en 2008 (esto es, dejando el umbral anclado en 2008, sin permitir que cambie) de los menores de 18 años ha pasado del 28,2% al 36,3% (datos de Eurostat), el mayor incremento en Europa tras Grecia y Letonia. La tasa de pobreza alta, del 10,8% al 15,3%, el mayor incremento en Europa, después de Grecia. Es decir, se ha extendido la pobreza a capas más amplias de la población infantil, y las situaciones de adversidad se han intensificado.
Nos encontramos ante una situación de emergencia, que no sólo debe sacudir nuestras conciencias, sino plantearnos seriamente si nos la podemos permitir. La pobreza infantil compromete la igualdad de oportunidades en la vida, un objetivo que todos los partidos políticos declaran compartir, incluso el PP. Vivir en un hogar con bajos niveles de renta, en una vivienda en malas condiciones, o estar expuesto a una alimentación inadecuada durante la infancia, influyen negativamente en la salud de las personas muchos años después de que estas situaciones se originasen, especialmente cuando estas experiencias son prolongadas. También influyen negativamente en el desarrollo de aptitudes cognitivas, resultados educativos o la proclividad a comportamientos asociales. Las altas tasas de abandono escolar prematuro entre niños de entornos desfavorecidos suponen una capitalización social sub-óptima de su talento “natural”. En condiciones más propicias habrían obtenido mejor rendimiento educativo.
Una fuerza de trabajo con escasa preparación y aspiraciones educativas limitadas perjudica la productividad de un país, su capacidad de competir en la economía del conocimiento, y por tanto, compromete los horizontes de crecimiento a largo plazo. Las dificultades de inserción laboral de los jóvenes con escaso capital humano conllevan costes importantes al erario público. Estos costes se acumulan a lo largo de la vida debido a que esos jóvenes tienen mayores riesgos de sufrir paro en el curso de sus carreras laborales, mayor probabilidad de experimentar problemas sociales ligados a esa situación laboral adversa (precariedad residencial, salud mental, adicciones, etc.), y mayor proclividad a recurrir a servicios y ayudas públicas. A todo esto hay que añadir los ingresos y cotizaciones que deja de recabar el erario público como resultado del escaso valor de las contribuciones fiscales que realizan personas con trayectorias educativas y laborales más cortas.
Un volumen considerable de literatura académica ha acreditado que varias formas de infortunio social (paro, mala salud, divorcio, incluso encarcelamiento) están relacionadas con situaciones de adversidad experimentadas durante la infancia.
La agregación de estas experiencias de adversidad socio-económica en la infancia produce efectos indeseables a nivel macroeconómico.
Mato y Homs harían un favor a muchos niños, pero fundamentalmente al país, si en lugar de escurrir el bulto invocando el lado positivo de las cosas, se pusieran al frente de una coalición amplia de agentes sociales y políticos que, desde diferentes perspectivas y con diversas prioridades, abanderaran una lucha decidida contra la exclusión social en la infancia. Así lo hicieron los gobiernos escandinavos en los años 70, y Tony Blair y Gordon Brown en Gran Bretaña más recientemente, convirtiendo al Estado en un instrumento eficaz de equidad y promoción del crecimiento económico a largo plazo. En contraste con estos proyectos de país, los gobiernos español y catalán se inclinan por adoptar medidas paliativas de alcance limitado, y se felicitan cuando la pobreza aparentemente no aumenta. Pensamiento positivo y autocomplaciente que nos condena a arrastrar un pesado lastre social y económico.