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¿Podemos decidir la predistribución?

Soportamos seis años de la peor crisis de la historia contemporánea (2008-2014) que se alarga y agrava por las duras políticas de austeridad aplicadas. Nos dejan el peor escenario posible: más desigualdades, un paro desbocado y mayor empobrecimiento. Una cosa es salir de la recesión, otra es absorber los miles de parados recuperando la demanda interna y una tercera es resolver tanta desigualdad social incubada como la peor herencia sistémica. El aumento de las desigualdades sociales es el gran reto de la política moderna en la próxima década, no sólo por imperativo ético de justicia social sino también por el riesgo de convertirse en el principal obstáculo para el crecimiento y la recuperación económica.

Ante un ritmo de recuperación muy lento que tensará la conflictividad distributiva de los costes de la crisis, hay que afianzar y garantizar la red social básica pero a la vez hay que activar nuevas estrategias más ambiciosas. Contra el paro, el empobrecimiento y la devaluación social injusta, hay que responder con una combinación de políticas redistributivas (para actuar sobre los efectos) y políticas pre-distributivas (para actuar sobre las causas estructurales y prevenir la reproducción de las desigualdades). Este segundo enfoque es el paradigma de la “predistribución” que ha sido propuesto por Jakob Hacker.

Ahora hace dos años, Fernández-Albertos publicaba dos artículos en Agenda Pública (parte I y parte II) argumentando los posibles pros y contras de la predistribución. Sin embargo, el debate sobre este paradigma no existe entre la izquierda española ni forma parte de ninguna agenda. A diferencia de los países anglosajones donde los sectores progresistas han abierto un amplio debate sobre la predistribución, en España este tema apenas es sólo un artefacto académico para minorías. Aquí, la izquierda clásica sigue atrapada en la retórica de un paradigma desarrollista y expansivo, sea socialdemócrata o de cuño obrerista, más propio de la sociedad industrial que de la sociedad del riesgo que nos toca vivir. De tal forma, que se ha confiado la reducción de las desigualdades a las políticas redistributivas y, en especial, a la expansión educativa prometiendo para los hijos igualdad de oportunidades y justicia meritocrática. A cambio, se ha renunciado a intervenir contra las ineficiencias y privilegios del mercado, enquistados y personificados en las llamadas élites extractivas o “la casta”, en su acepción española más popular.

El paradigma de la “predistribución” propone una revisión profunda de la función constitutiva y reguladora de los Estados. Defensa amplias reformas del mercado económico y del mercado de trabajo que fomenten en sí mismas una distribución más equitativa de resultados para fortalecer la misma democracia. De hecho la predistribución tiene como objetivo hacer que los mercados trabajen por el bienestar común produciendo una menor desigualdad de partida. Si la distribución a priori del poder económico y de mercado se hace de manera más justa y equitativa, la necesidad de redistribución ex-post se reduce, generando desde el principio más empleo, prosperidad, equidad y eficiencia. En lugar de ir a remolque de los intereses del mercado y de las desigualdades que produce sin contemplaciones, el Estado ha de anteponer el bien común y la inclusión social con medidas predistributivas.

De hecho, es una idea antigua defendida por el movimiento obrero y el propio Marx, como señala Fernández-Albertos, pero la predistribución ha sido sepultada como un tabú prohibido ante el tótem sagrado del libre mercado. Parece que la nueva izquierda también la ha sepultado adoptando, en su lugar, la Renta Básica como nuevo maná redistributivo capaz de lograr una nivelación social de mínimos pero no de atacar las desigualdades en su origen. La renuncia de la predistribución, sea por la neoderecha o por la nueva izquierda, es un grave error que permite a los mercados seguir reproduciendo más desigualdad, tolerada y gestionada desde un Estado de mínimos y desde una cultura de individualismo posesivo.

La propuesta predistributiva no entorpece el funcionamiento de los mercados, más bien los enmarca en un campo de juego más competitivo, libre y si queremos, también más cooperativo. El libre mercado que se nos presenta como una realidad eficiente y sin alternativa es, en sí, una fantasía retórica que encubre disfunciones aberrantes. Ahora hace siete años estallaba la crisis de las hipotecas basura en Estados Unidos que desencadenó la colosal crisis que estamos viviendo. El sector financiero e inmobiliario se hinchó a ganar billones como faraones drogados de codicia. Se alimentó una burbuja descomunal que, al estallar a escala global, ha arruinado países enteros, con niveles de deuda, desempleo y pobreza masivos nunca vistos en el capitalismo moderno. Si resucitaran Adam Smith y los primeros liberales, volverían a su tumba.

En España los contribuyentes “hemos” rescatado la banca con unos 100.000 millones de euros. Es increíble que todavía bailen las cifras según el organismo que las calcula. Los expertos estiman que, de momento, se pueden recuperar sólo 4.000. El gobierno decidió socializar las pérdidas del sector financiero como algo irremediable. Sin consultar a los ciudadanos si estaban de acuerdo o no. Sin hacer auditorias de responsabilidad para depurar los delincuentes y renegar de la deuda que nos han colocado como si fuera nuestra. Tienen razón las voces críticas que denuncian lo que nos ha pasado como una gran estafa por parte de un conglomerado extractivo de élites que salen impunes y sin rectificar su abuso.

Stiglitz ha destacado cómo el funcionamiento real de los mercados no es libre sino que está centrado en la extracción masiva de rentas que provoca una excesiva concentración de la riqueza, muy bien radiografiada y medida por Piketty. Estos dos autores coinciden con otros (Goldthorpe, Esping-Andersen o Krugman) para reclamar un margen de actuación considerable para la política pública y la intervención del Estado ante los mercados. Una intervención aún más justificada en los países mediterráneos que reproducen una herencia de corporatismo regulado pero poco visible y discutido, más allá de simplificarlo con el apelativo de “la casta”.

Las disfunciones extractivas del modelo español deben ser superadas pero antes conviene evaluarlas y dimensionarlas. Un ejercicio difícil para las izquierdas, poco acostumbradas al realismo crítico y la resolución de paradojas y dilemas distributivos. Si el Estado ha jugado una función residual en los países anglosajones, en España ha jugado una doble función extractiva y asistencialista. Con una mano permite los precios más altos de la energía en Europa (en detrimento del tejido productivo nacional) y con la otra, apenas responde a la nueva pobreza energética con un sistema de bienestar poco redistributivo que sólo reduce un 26% la tasa de pobreza.

La respuesta ante las desigualdades que han generado los mercados desbocados y desregulados no puede reducirse a las políticas redistributivas y paliativas ex post que hacen unos Estados del Bienestar pensados para la sociedad industrial que ya no existe. Hay que incidir antes en las causas estructurales y de mercado que generan las desigualdades desde un papel más activo y preventivo por parte del Estado. Más y mejor Estado predistributivo y redistributivo. Ésa es la clave que podemos decidir.