Cuando una cosa existe y lo hace con el argumento de la historia, si no se lleva a cabo algo para cambiarla, la simple sucesión del tiempo lo único que consigue es mantenerla y perpetuarla. Y cuando la cosa que existe forma parte de la normalidad que la sociedad ha asumido como parte de las posibilidades que se pueden presentar bajo determinadas circunstancias, el cambio pretendido exige el sobresfuerzo de transformar la normalidad que lo ampara.
La violencia de género no se va acabar mientras exista una parte de la sociedad que asuma que las relaciones deben establecerse sobre las referencias jerarquizadas que la cultura se ha encargado de fijar sobre la figura y los roles masculinos. Puede parecer extraño el planteamiento, pero lo que la sociedad cuestiona hoy sobre la violencia de género no es tanto su realidad como su resultado. La frase que me repetían muchas mujeres maltratadas cuando las atendía como médico forense, “Mi marido me pega lo normal...”, iba seguida de otra que explicaba su presencia en el Juzgado: “Pero hoy se ha pasado”. Es la misma situación que año tras año aparece en los estudios sociológicos que elaboramos desde el Ministerio de Igualdad: un 1,4% de la población española, de entrada, considera que la violencia de género “es aceptable en algunas ocasiones”. Como se observa, no hay un rechazo rotundo a la violencia de género; una parte importante de la sociedad tiene justificaciones para aceptarla y cuestionar sólo determinados resultados. No es de extrañar, como hemos conocido estos días, que el Gobierno plantee contabilizar sólo los casos que requieran una hospitalización superior a 24 horas.
En unas circunstancias como las descritas, las mujeres que sufren la violencia a manos de sus parejas necesitan algo más que la simple referencia a la denuncia. Salir de la violencia de género es un proceso que va desde la toma de conciencia de que lo que está viviendo es violencia –y que ella no es culpable de las agresiones que sufre– hasta todo un replanteamiento sobre su vida y sobre las alternativas a una relación que la cultura hace que se viva como normal.
Cuando el legislador decidió hacer una ley integral para abordar la violencia de género no sólo miraba el resultado, sino a todas las circunstancias que rodean a esta violencia; por eso no se limitó a la respuesta tradicional con la modificación de las penas, sino que apostó por desarrollar toda una serie de recursos que permitieran actuar sobre la sociedad, sobre las mujeres que sufren la violencia y sobre la respuesta que desde las diferentes instituciones y administraciones se ponen en marcha en las distintas fases del proceso.
El desarrollo de la Ley Integral ha implicado un incremento progresivo de las partidas de los Presupuestos Generales del Estado para dar respuesta a la mayor demanda de actuaciones de una sociedad más concienciada y más crítica con esta violencia. Un incremento de los presupuestos que ahora ha sido sustituido por unos recortes que lo único que hacen es prolongar la violencia de género.
La violencia de género ya existe, no es algo nuevo que ha traído la crisis y, como decía al principio, no hacer por erradicarla es hacer para que continúe.
Los recortes están afectando a la concienciación, y ello implica una mayor pasividad y distancia de la sociedad, de los entornos cercanos a las víctimas –situación que lleva a un mayor aislamiento– y de los entornos próximos a los agresores; algo que se traduce en más libertad para continuar con la violencia. También se ha reducido la especialización y la formación de los profesionales que tienen que actuar ante los casos, bien sea de forma directa tras conocer que se ha producido la violencia (Juzgados, Policía, Medicina y Psicología Forense…) o bien de forma indirecta, cuando la mujer acude a determinados servicios en demanda de atención, pero sin decir que ha sufrido violencia de género. Ocurre fundamentalmente en sanidad y en servicios sociales, donde la formación es básica para poder detectar y dirigir adecuadamente los casos.
Otro de los pilares básicos afectados por los recortes son los servicios de atención a las mujeres, oficinas donde obtenían información y asesoramiento sobre el proceso para salir de la violencia de género, y donde en muchos casos también recibían la atención para poder superar las consecuencias emocionales y materiales ocasionadas por el agresor. La falta de atención, unida a la disminución de la concienciación, afecta a la protección de las mujeres al situarlas en una posición de mayor vulnerabilidad.
Las consecuencias de estos recortes ya se ven, y se caracterizan por una disminución de las denuncias, un aumento de la retirada de las denuncias que se han interpuesto, una reducción en las cifras de separaciones; también en las llamadas al 016, teléfono de atención e información a víctimas de violencia de género. Del mismo modo han bajado las medidas de protección, los partes de lesiones, la información sobre todo lo que ocurre y no ocurre… Pero la violencia de género continúa.
No se debe confundir la bajada en el número de denuncias con una disminución de la violencia. La violencia contra las mujeres no se debe a la crisis, nace de la desigualdad y su presencia es histórica; estaba antes de los problemas de la economía y ahora continúa bajo las mismas referencias de una cultura que permiten que se construyan relaciones de pareja sobre la desigualdad. Los recortes está dificultando que las mujeres puedan salir de las relaciones violentas o, lo que es lo mismo, están facilitando que la violencia continúe sobre ellas, que el daño emocional y físico sea mayor y que el agresor deshumanice y cosifique a la mujer aun en mayor grado. Y al margen del significado que todo ello tiene en el presente, lo que también hace es disparar el riesgo cuando estas mujeres decidan salir de esa violencia dominadora.
Los homicidios futuros en violencia de género se están planificando en el momento actual; si no hacemos algo por evitarlos, irremediablemente se producirán.