A raíz de su inclusión en el programa de Podemos para las últimas elecciones europeas, la propuesta de la Renta Básica (RB en lo sucesivo), también llamada a veces “RB de Ciudadanía” o “RB Universal”, ha cobrado una inusitada actualidad y ha merecido la atención de tertulianos y analistas de variado pelaje.
Paradójicamente, algunos de quienes desde hace años nos hemos dedicado a desgranar cuidadosamente las implicaciones de la propuesta desde las ciencias sociales nos sentimos incómodos ante dicha situación, al contemplar cómo nueve de cada diez menciones de la RB en el debate público, ya sea para defenderla o, como es más frecuente, para atacarla, son confusas, frívolas, desinformadas o sencillamente falaces.
En realidad, la RB es una propuesta de reforma del Estado de bienestar seriamente estudiada y debatida, sobre la que existe un ingente volumen de literatura académica a nivel internacional desde hace décadas (véase, por ejemplo, la antología recientemente publicada por Wiley-Blackwell o la excelente revista académica Basic Income Studies).
Premios Nobel de Economía como James Meade, Jan Tinbergen, James Tobin, Gunnar Myrdal, Friedrich Hayek, Milton Friedman o Herbert A. Simon han considerado cuidadosamente, si no apoyado abiertamente, la RB o alguna propuesta muy similar. Otros notables economistas como John K. Galbraith, Robert Theobald o Anthony B. Atkinson, así como pensadores políticos como Bertrand Russell, Erich Fromm, Philippe van Parijs, Claus Offe, Thomas Pogge o Philip Pettit han impulsado la idea o simpatizado con ella. Numerosos gobiernos y parlamentos de la Unión Europea, incluido el propio Parlamento Europeo, han encargado y estudiado informes sobre la propuesta en las últimas décadas. Todo ello debería llevarnos a una conclusión preliminar: la RB puede ser discutible y de difícil aplicación, pero no es una locura descabellada ni una ocurrencia excéntrica.
Un error habitual es confundir la RB (una prestación monetaria universal, individual e incondicional, percibida como un derecho de ciudadanía) con una Renta Mínima Garantizada (que recibirían únicamente, tras los correspondientes controles y demostraciones, aquéllas unidades familiares –no individuos- cuyos ingresos caigan por debajo de un determinado umbral de renta). Puede demostrarse que, bajo ciertas condiciones de integración con el sistema fiscal, el resultado distributivo de ambas propuestas resultaría equivalente. Ello desactiva muchos falsos debates, pero pone el acento en los dos aspectos realmente innovadores de una RB: la total individualización de la prestación y su incondicionalidad, esto es, el hecho de que su percepción no esté sujeta a control previo alguno. La filosofía subyacente es asegurar la progresividad por la vía fiscal, no a través de las prestaciones; dicho en plata: los controles se aplicarían sobre quienes tienen renta, no sobre quienes carecen de ella.
Sin embargo, ¿es la RB una reforma realista aquí y ahora? ¿Cómo deberían plantear la cuestión los simpatizantes de la misma para maximizar sus posibilidades en un país como el nuestro? Dejando ahora al margen las cuestiones éticas (sobre las que he escrito aquí y aquí), o las relativas a los incentivos laborales (que he analizado aquí, aquí y aquí), me centraré en los problemas de viabilidad económica y política (más al respecto aquí y aquí). Obviamente la pregunta por la viabilidad económica de una RB, en abstracto, resulta vaga: la respuesta es “depende de la cuantía”. Una RB de muy bajo nivel sería trivialmente financiable sólo con cierta integración y reordenación de las garantías de mínimos fiscales y sociales ya existentes. Una RB fijada en el umbral de la pobreza es sin duda otro cantar. Introducirla hoy día en España tendría un coste neto muy considerable, aunque probablemente menor del que muchos comentaristas han barajado, dado que habría que descontar el importe de todas las prestaciones mínimas que caigan por debajo de esa cuantía (incluidos los gastos fiscales como el mínimo vital del IRPF y otras muchas exenciones y deducciones).
Es complicado hacer estimaciones fiables de ese coste con los datos disponibles; incluso si tomamos, como anuncia algún estudio, la muestra (de más de dos millones) de contribuyentes del IRPF del Instituto de Estudios Fiscales, resulta imposible integrar rigurosamente en el cálculo a la (enorme) población que no paga IRPF, así como a la población dependiente de los contribuyentes. Las fuentes de datos alternativas provienen de encuestas y por tanto tampoco son muy fiables (la gente es reacia a declarar cuántos ingresos tiene). Pero aun así, me atrevería a pronosticar que dicha reforma exigiría o bien un tipo único de casi el 50% sobre todas las rentas sin distinción de fuente, o bien tipos marginales del 45-50% en tramos medios y del 80-90% en tramos altos de renta.
Estos tipos han existido en otros países y en otras épocas, es cierto. Como lo es que estamos hablando de tipos marginales y no efectivos, así que distributivamente hablando, y una vez integrado el impuesto con la RB, probablemente “sólo” un tercio de los contribuyentes saldrían perdiendo. Pero ese es un número muy alto de perjudicados, la mayoría de los cuales no son ricos oligarcas, sino normales familias de clase media: el tercio de declarantes con más base imponible se inicia en torno a los 24.000€ (pocos ricos de verdad declaran mucho en el IRPF). Un planteamiento así daría al traste inmediatamente con la propuesta en el primer asalto y la haría políticamente inviable incluso en un contexto de bonanza económica.
¿Debemos concluir por tanto que la RB no es un objetivo realista? No lo creo. Los objetivos son más o menos realistas dependiendo de cuán transitable sea la senda para alcanzarlos. A mi juicio, y bajo la condición de recuperar una cierta bonanza económica, sería posible aproximarse a un escenario muy cercano a una RB en un tiempo razonable y de forma política y económicamente viable. Veamos cómo.
El objetivo a alcanzar es la seguridad económica y de rentas para toda la población sin someter a los pobres a humillantes controles y coerciones; la RB no es más que un instrumento de política social para conseguir eso, uno entre otros posibles, si bien a juicio de algunos puede ser el mejor. Así que en primer lugar recomendaría una estrategia discursiva deflacionaria, requisito para bajar las espadas y no quemar las posibilidades de avance hacia el objetivo. Supóngase que en vez de agitar la bandera de la RB, cambiamos el frame y hablamos de una reforma de la política social que ponga el foco en la garantía de rentas, la erradicación de la pobreza sin controles ni estigma, la integración y simplificación de los mínimos vitales, el fomento de la autonomía personal y la evitación de la filosofía del workfare que culpa a los pobres y desempleados por serlo. Así estaríamos defendiendo los mismos fines que una RB pretende realizar pero bajo un frame que suscita menos confusiones o ataques fáciles y conecta más con el “sentido común” de la ciudadanía. Dejaríamos también de centrar el debate en si defendemos una RB más o menos “pura” (cuestión ociosa y puramente ideológica en un contexto en el que las posibilidades de implantar una RB “pura” son prácticamente nulas).
En segundo lugar, identifiquemos pasos concretos que nos acerquen sustancialmente al objetivo, y que sean lo suficientemente valiosos en sí mismos como para ser ampliamente compartidos por muchos de quienes no aceptarían una RB como objetivo final. En este sentido, hay cuatro candidatos claros, que además tienen la ventaja de existir ya, cada uno de ellos, en diversos países desarrollados:
1) Una pensión básica universal de cuantía asistencial que cubra individualmente a toda la población mayor de 67 años (o de la edad de jubilación que se determine legalmente). Dado que la gran mayoría de este grupo de población se halla ya cubierta por pensiones u otro tipo de prestaciones asistenciales, y que las desgravaciones por personas a cargo de esta edad en el IRPF se amortizarían, el coste neto de esta medida sería asumible, y las resistencias políticas menores que ante una RB.
2) Una prestación universal por menores a cargo. Muchos países desarrollados cuentan con un programa universal de prestaciones monetarias familiares (o child benefits), siendo esta una de las grandes carencias del Estado de bienestar en España. En este caso, cubriríamos a toda la población menor de 18 años, amortizando todas las prestaciones condicionales ya existentes por este concepto, así como las correspondientes desgravaciones y reducciones por hijos a cargo en el IRPF, incluídas las cuantías aumentadas del mínimo vital. De hecho, la medida se podría articular como una deducción fiscal con un tramo negativo para las familias con menor nivel de renta, lo que seguramente la haría poco objetable políticamente.
3) Una renta mínima garantizada a nivel de hogar para la población en edad de trabajar pero con rentas inferiores al umbral de la pobreza. Este tipo de programa, que ha existido o existe aún en otros países (el famoso y ya extinguido Income Support británico es el mejor ejemplo), debería englobar a todos los actuales programas de rentas de inserción, prestaciones asistenciales por desempleo y similares, extendiendo su cobertura. La principal novedad residiría en no vincular la percepción de la prestación a un plan de inserción; eso no supone que las medidas de formación o inserción laboral desparezcan, sino que formarían parte de un programa distinto. Aquí, sin embargo, subsistiría un control de recursos.
4) Un crédito fiscal reembolsable para trabajadores con salarios hasta un determinado umbral, que funcione a la vez como incentivo laboral en bajos tramos salariales y como apoyo a los working poor. Se financiaría con la integración de mínimos vitales y demás deducciones/reducciones en el IRPF, y con la homologación de la tarifa entre rentas del trabajo y del capital. Integrándolo con las retenciones fiscales, los trabajadores de bajos ingresos podrían cobrar este crédito directamente a través de su nómina. Además, en una fase ulterior sería fácilmente integrable con la renta mínima garantizada y el resto de medidas para dar lugar un impuesto negativo sobre la renta, eliminando así el control de recursos “para pobres” externo al propio sistema fiscal.
De este modo, se iría pavimentando “por módulos” un camino transitable hacia una RB, con la ventaja de que cada una de las piezas por separado puede sumar apoyos muy diversos que una RB como medida global no recabaría. Si una RB “pura” nunca se alcanzase, nada se habría perdido, sino todo lo contrario: se habrían logrado avances sustanciales en la intensidad y cobertura de nuestro sistema de protección social. Se habrían establecido unas “tuberías” por las que sería posible aumentar el caudal y entre las que se podrían articular útiles conexiones.
Sin duda, tampoco serían despreciables los costes económicos de este paquete de medidas, incluso aplicadas, como parece aconsejable, de forma graduada en el tiempo. Pero aún así se encontrarían a años luz en términos de dificultad financiera y política de los que una RB “pura” e introducida “de un solo golpe” supondría. Si se admite que un escenario de “cuasi-RB” como el aquí diseñado es relativamente viable, la carga de la prueba caería sobre quien se oponga al mismo: ¿qué política viable alternativa es capaz de asegurar un suelo de renta a toda la población de forma equitativa y no humillante para los pobres?; y, en particular, ¿es el pleno empleo una propuesta más realista? Lo dudo mucho, pero dejémoslo ahí.