Rompamos el silencio

El 28 de diciembre de 2004 entró en vigor la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. El texto, fruto del consenso entre las diferentes fuerzas políticas, planta cara al terrorismo doméstico desde una perspectiva integral, buscando en la sociedad al mayor cómplice para acabar con esta lacra social. Reflejo de ello es una de las primeras manifestaciones de la norma al decir: “la violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado”.

Se intenta poner fin al silencio como máximo aliado de estos delitos, acabando con el estado de terror que sufren las mujeres víctimas de los malos tratos, a través de la implementación de principios y valores en el sistema educativo, de procesos preventivos, educativos, sociales, asistenciales y de atención a las víctimas, y todo ellos, bajo el paraguas de la coordinación y cooperación de todos los agentes sociales implicados en la erradicación de este tipo de violencia.

El último eslabón de esta cadena es el Juzgado de Violencia sobre la Mujer, que constituye una de las grandes novedades de la ley. Su aparición no ha ido acompañada de otras reformas procesales y sustantivas que hubieran dado una respuesta más eficaz al tratamiento penal de esta lacra social. Los nuevos órganos judiciales están especializados en el orden penal, si bien su catálogo de competencias abarca cuestiones relacionadas con el Derecho de Familia (divorcios, separaciones, guardas y custodia, alimentos, y, todos aquellos –dice la ley– con trascendencia familiar).

Esta concentración de materias tiene como fundamento acercar la Justicia a las perjudicadas por estos delitos, intentando generar una relación de confianza que haga más llevadero el “camino por el procedimiento judicial”. Este acercamiento se persigue también trasmutando el fuero tradicional para establecer la competencia territorial. El lugar de la comisión del delito, asumido de forma general por la legislación procesal española, se deja de lado, para considerar el domicilio de la perjudicada como criterio de individualización de la competencia del órgano judicial. En el plano teórico, los principios en los que se inspira la ley son inatacables. En la práctica estos fundamentos no se han consolidado, en parte, por el propio contenido de la norma.

A los Juzgados de Violencia sobre la Mujer solo les está “permitida” la investigación de determinadas infracciones penales, dejando fuera de su conocimiento hechos graves que no se consideran incluidos dentro del concepto de violencia sobre la mujer, y, que sin embargo, implican un ataque directo a la dignidad e integridad física y psíquica de la mujer, valores y derechos fundamentales de trascendencia y reconocimiento constitucional. Son, entre otros, el delito de quebrantamiento de condena y/o de medida cautelar, la denominada “violencia económica”, expresamente excluida de la Ley Integral. El resultado es privar de un tratamiento unitario, desde el punto de vista judicial, a la violencia de género. En contra de lo que pudiera parecer, este era uno de los grandes y primeros objetivos de la ley.

La frustración progresa en la medida en que ahondamos en los mecanismos procesales de investigación del delito. Nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal data de 1881, inspirada en principios decimonónicos, no evita sino que potencia la intervención de las perjudicadas en el proceso penal, obligando a la mujer a estar y a mantenerse, desde el momento en el que se plantea la denuncia, pasando por la fase de investigación del delito, y, terminando en el momento del juicio.

Tres momentos claves en los que hay “un enfrentamiento directo” a sus propias vivencias, instantes en los que las situaciones de temor que decidió sacar a la luz la envuelven, y, en ocasiones, la limitan siendo a veces la razón que determina que se aparten del proceso. La responsabilidad de una condena de aquel al que estuvo ligada en matrimonio o por una relación análoga se deja en manos de la mujer que ha sufrido el acto del maltrato. La ley no solamente no ha evitado la doble victimización de la mujer víctima del delito, sino que, en contra de lo que pudiera parecer, no establece un tratamiento penal diferenciado para castigar los delitos relacionados con la violencia de género, lo que de manera simplificada explicaría las razones que llevaron al Tribunal Constitucional a declarar la constitucionalidad de la norma.

Estas consideraciones no se han de traducir en la necesidad de un tratamiento penal diferente al que ahora recoge el Código Penal. El Derecho Penal es la última ratio. Su intervención es y debe seguir siendo mínima. Los esfuerzos han de ir encaminados a evitar la actuación de este sector del ordenamiento jurídico, procediendo a la implantación de aquellos principios que la misma ley recogía.

La prevención y la educación han de ser los protagonistas en esta guerra sin tregua, erigiéndose en armas principales en esta lucha, en las que todos los agentes sociales han de actuar aliados, coordinándose y cooperando entre sí, aunando recursos y esfuerzos, con la única finalidad e interés de acabar con la violencia de género.

Urge una reforma procesal que evite los efectos perversos del proceso y se adecúe a una sociedad del siglo XXI, eliminando la responsabilidad que ahora tiene la mujer sobre el éxito o fracaso de un proceso penal, equiparándolos de manera inadecuada al dictado de una sentencia condenatoria, sin que hayamos podido evitar el maltrato. Sin que hayamos podido evitar el sufrimiento. En definitiva, sin que hayamos podido romper el silencio.