Hace unas semanas, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal publicó un informe sobre la “determinación del índice de revalorización de las pensiones” en 2015. En él se ofrecen datos interesantes que ponen de manifiesto la entidad de los cambios introducidos el pasado año en nuestro sistema público de pensiones y que lo convierten en una excepción en la UE. Uno de los aspectos destacados de la Ley 23/2013 fue la modificación del mecanismo de revalorización anual de las pensiones. La vinculación a la evolución de los precios, es decir, la garantía del mantenimiento del poder adquisitivo, fue sustituida por una fórmula que condiciona ese incremento anual de las pensiones a la situación financiera de la Seguridad Social: si las cuentas lo permiten se produce la revalorización –con un tope del 0,5% por encima del IPC en el mejor de los casos–, mientras que en otro caso únicamente se garantiza un incremento del 0,25%, una (casi) congelación que normalmente –2014 ha sido una anomalía excepcional–implicará pérdida de poder adquisitivo.
Quizá sea la complejidad técnica del nuevo índice de revalorización lo que explica la escasa polémica que su introducción y puesta en marcha ha suscitado. Lo cierto es que con este sistema España no respeta la línea roja que para el resto de países europeos supone el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones. De esta forma parece evidente la drástica devaluación que ha sufrido el derecho constitucional a la actualización de las pensiones (art. 50): se reconocerá si la situación económica es favorable y se denegará en coyunturas de crisis. Esta es la nueva y devaluada configuración de los “derechos” sociales, denunciada por la profesora Casas Baamonde, ex presidenta del Tribunal Constitucional.
Pero ahora lo que interesa es que por vez primera el índice de revalorización ha sido aplicado. De un modo poco transparente, el Ministerio de Empleo y Seguridad Social se ha limitado a anunciar que el resultado de la nueva fórmula es negativo y que, por tanto, las pensiones se han de incrementar ese mínimo del 0,25%: así lo establece la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2015. Una opacidad compensada por la jugosa información publicada por la Autoridad Fiscal, que permite hacernos una idea cierta de la suerte que correrán nuestros pensionistas en los próximos años, cuando menos hasta el principio de la próxima década.
El nuevo índice de revalorización está integrado por dos componentes: uno expresa el ritmo de crecimiento anual de los ingresos y gastos de la Seguridad Social en un periodo de once años, mientras que el otro refleja el equilibrio o desequilibrio entre esos ingresos y gastos en el mismo tiempo de referencia –2010-2020, en este caso–. Pues bien, lo que la Autoridad Fiscal dice implícitamente es que la evolución prevista de ambos componentes amenaza el poder adquisitivo de las pensiones en los sucesivos ejercicios de aquí a 2020. Veamos por qué.
I. Dejando por un momento a un lado el segundo de los componentes de la fórmula –el que refleja el (des)equilibrio entre ingresos y gastos–, la revalorización anual será el resultado de restar al incremento de los ingresos del sistema (las cotizaciones, básicamente) dos elementos: el incremento del número de pensiones y el incremento de la pensión media. Para la aplicación de la fórmula, el Ministerio de Empleo ha tenido que manejar estimaciones sobre la evolución de cada una de estas tres variables en el periodo 2016-2020.
Por lo que se refiere a los ingresos, contempla un crecimiento del 4,1% de media anual a lo largo de ese quinquenio. A juicio de la Autoridad Fiscal, se trata de una previsión “exigente” –¿eufemismo para evitar calificarla de demasiado optimista?–, pues sin recursos adicionales, vía impuestos o subida de cotizaciones, no pasaría del 3%. Pero incluso dando por bueno ese 4,1% de crecimiento anual medio de los ingresos, las perspectivas de revalorización para los pensionistas son muy poco halagüeñas.
Junto a la recuperación del empleo, uno de los presupuestos necesarios para alcanzar esa cota de crecimiento de los ingresos es que la inflación se sitúe en el entorno del 2%, objetivo del Banco Central Europeo. En concreto, la Autoridad Fiscal estima una variación media del 1,8% anual para ese tramo entre 2016 y 2020. Lógicamente esto implica que, para garantizar el mantenimiento del poder adquisitivo, el promedio de revalorización de las pensiones en los cinco próximos años debería alcanzar ese valor. Sin embargo, tal nivel de casi dos puntos parece difícilmente alcanzable si atendemos a las previsiones ofrecidas por la misma Autoridad Fiscal sobre las otras dos variables del índice de revalorización: el incremento estimado del número de pensiones (1,3%) y el de la pensión media (1,5%).
Imaginemos que estas dos últimas cifras, y la relativa al crecimiento de los ingresos, reflejan la evolución media de las variables de la fórmula de aquí a 2020. (Es razonable hacerlo así en la medida en que los malos años del principio de esta década podrían compensarse con los –ojalá– más boyantes del inicio de la próxima). Pues bien, sin tener todavía en cuenta el segundo componente, un crecimiento medio de los ingresos del 4,1% implicaría que el índice de revalorización no superaría el 1,3% (la diferencia entre ese 4,1 y la suma de 1,3 y 1,5). Es decir que la pérdida de poder adquisitivo cada año hasta 2020 sería del 0,5% (1,8 de inflación menos 1,3 de revalorización), un 3% en el conjunto de los cinco próximos años. Si los ingresos crecieran menos, la pérdida sería aún mayor.
II. Si además incorporamos el segundo componente de la fórmula legal de revalorización, el resultado es aún más inquietante. La información de la Autoridad Fiscal apunta a que el desequilibrio actualmente existente entre ingresos y gastos va paulatinamente reduciéndose, pero persiste hasta el final de la década.
Ello supone que, a estos efectos, su valor sería siempre negativo; de manera que la cifra resultante deberá restarse a su vez al valor del primer componente, el mencionado 1,3. Y teniendo en cuenta el lastre que en el equilibrio de las cuentas han de suponer ejercicios como los de 2012, 2013 ó 2014 –con déficit anuales de más del 1% del PIB–, lo más probable es que ese impacto negativo dé lugar a la subida mínima del 0,25%. Es decir que en el quinquenio 2016-2020 los pensionistas perderían poder adquisitivo a razón de un 1,55% (inflación del 1,8 menos subida del 0,25) por ejercicio: un alarmante empobrecimiento de casi 8 puntos en tan sólo cinco años, que pone en serio peligro la suficiencia de las pensiones y refuerza las dudas de inconstitucionalidad del novedoso mecanismo de revalorización (¿o más bien devaluación?).
III. Como apunte final, hay que destacar que la información facilitada por la Autoridad Fiscal pone en evidencia al Gobierno. En un intento por demostrar las “virtudes” del nuevo índice de revalorización, la Memoria que acompañaba a la hoy Ley 23/2013 contenía una simulación del impacto que su aplicación habría tenido en el pasado. Se ofrecían unos datos que mostraban que sólo en 2011 y 2012 los pensionistas habrían perdido poder adquisitivo, porque en el resto de los casos desde el año 1997 las pensiones habrían subido siempre más que la inflación; en 2008, por ejemplo, se habrían revalorizado un 2,65%, por encima del 2,4% de IPC. Sin embargo, la Autoridad Fiscal hace ahora una simulación con los datos reales de la revalorización de las pensiones que habrían resultado de la aplicación de la nueva fórmula precisamente ese año 2008. La sorpresa es mayúscula: las pensiones sólo habrían subido un 1,74%, es decir, que los pensionistas habrían sufrido una significativa pérdida de poder adquisitivo (del 0,7%) de haberse aplicado el nuevo índice de revalorización anual.
Engaños para aprobar la Ley y un futuro de recortes continuados: los pensionistas, y la ciudadanía en general, necesitan urgentemente una explicación.