Las palabras del Ministro Wert sobre la escuela catalana, las pronunciadas ayer y las vertidas hace una semana, han puesto esta cuestión de actualidad. Sin embargo, el debate sobre la capacidad que tiene la escuela de inculcar una identidad nacional no es nuevo, ni es una cuestión por la que se hayan preocupado únicamente los políticos.
Trabajos clásicos sobre nacionalismo coinciden en señalar que la escuela ha sido, históricamente, el principal agente de socialización nacional (Weber 1976, Gellner 1983, Anderson 1983, Hobsbawm 1992). Investigaciones más recientes han defendido que la escuela no sólo ha promovido una conciencia nacional colectiva sino que, además, ha contribuido a modelar la identidad nacional de los individuos. Martínez-Herrera (2002) ha aplicado este argumento a aquellos contextos en los que se ha producido un proceso de descentralización política. En aquellos territorios en los que pre-existía una identidad alternativa a la identidad nacional del Estado, la transferencia de competencias ha permitido que los gobiernos autonómicos dispongan de los dos principales agentes de nacionalización (escuela y medios de comunicación) para fomentar una identidad “regional” en detrimento de la identidad “nacional”. En todos estos trabajos parece existir, por tanto, un amplio consenso sobre la capacidad nacionalizadora de la escuela.
Efectivamente, el currículo de la escuela y, en particular, el currículo de asignaturas como historia, geografía, literatura o lengua, que se imparten durante la enseñanza obligatoria, tienen una significativa carga nacional. El adoctrinamiento y la exposición serían los medios a través de los cuales la escuela inculca en los alumnos estos sentimientos de identificación.
Sin embargo, la idea generalizada de que la escuela nacionaliza debe ser matizada. Como Keith Darden (Yale University) defiende en un brillante libro, de próxima publicación, la primera generación “alfabetizada” fue también la única generación “nacionalizada” por la escuela. En la época en la que la educación se generalizó, la escuela competía con unos padres analfabetos que no cuestionaba las enseñanzas que sus hijos recibían. La escuela tuvo, en aquel momento, un papel decisivo. Sin embargo, a partir de entonces, los padres se convirtieron en el principal agente de transmisión de la identidad nacional –especialmente en condiciones adversas, como demuestra el trabajo de Pérez-Agote (1984) sobre la reproducción de la identidad vasca durante el franquismo.
En este debate, un trabajo reciente de Aspachs-Bracons, Clots-Figueras, Masella y Costa-Font (2008) ha comparado los efectos de los modelos educativos que se implantaron en el mismo tiempo en Cataluña y el País Vasco. De acuerdo con estos autores, la educación obligatoria en catalán ha hecho que los individuos que se vieron afectados por la reforma (y han permanecido más años en la escuela) tengan una mayor probabilidad de identificarse como más catalanes. En el País Vasco, no obstante, este efecto no se habría producido porque el modelo educativo vasco permite que los padres elijan la escuela a la que quieren que asisten sus hijos (lo que anula el efecto de la escuela).
Sin embargo, la supuesta influencia de la escuela sobre la identificación nacional en Cataluña es mucho más reducida cuando se introduce en la ecuación dos elementos: el barrio donde viven los individuos y la identificación nacional de los padres. La población catalana es una población con orígenes heterogéneos debido a la masiva inmigración que se produjo entre mediados de los cincuenta y mediados de los setenta. Como ocurre con todos los procesos migratorios, la mayoría de los inmigrantes que llegaron a Cataluña se concentraron en determinados barrios o áreas de Cataluña. Por tanto, cuando sus hijos empezaron a ir al colegio se encontraron que sus compañeros tenían el mismo perfil.
Por otro lado, muchos padres catalanes, hijos de la primera generación escolarizada en catalán durante los primeros años del siglo XX (Balcells 2009), querían garantizarse la enseñanza en catalán de sus hijos. En los primeros años de la reforma, esto no estaba del todo garantizado ya que la implantación del modelo educativo de inmersión lingüística se realizó de forma incremental y dependió, en buena parte, del perfil sociodemográfico de profesores y alumnos. Como consecuencia, muchos padres catalanes optaran por llevar a sus hijos a escuelas “catalanistas”.
La combinación de estos dos mecanismos (segregación residencial y auto-selección) ha hecho que el supuesto papel nacionalizador de la escuela catalana sea mucho más reducido de lo que el Ministro Wert cree y nos quiere hacer creer. Y esto es así porque estos dos mecanismos hacen que los niños acaben teniendo contacto en la escuela con otros niños que se asemejan a ellos y que tienen, por tanto, unos padres con unos sentimientos de identificación nacional similares. Los niños traen a la escuela los sentimientos identificativos que “maman” en sus casas. Mis propios análisis con datos del Panel de Desigualdades de la Fundació Jaume Bofill, que proporcionan información sobre la identificación con Cataluña y España de padres e hijos de las mismas familias, confirma este argumento. Sólo en aquellos barrios en los que los hijos de inmigrantes se encuentran en minoría (lo que favorece el contacto), los años de escuela parecen influir positivamente la probabilidad de identificarse como más catalán que español.
Al final, como defiende Darden, pesa más la identificación de los padres que la escuela a la hora de modelar la identificación nacional de los individuos. Y esto tiene una consecuencia muy clara, para disgusto de algunos: la escuela difícilmente podrá españolizar a los catalanes.