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Cuando la corrupción es eficiente

Cuentas en Suiza. Cargos a dedo. Sobres. ERES. Tarjetas ‘black’… La lista parece interminable. La corrupción política en España se encuentra hoy en el epicentro de la actualidad. Los barómetros del CIS no dejan lugar a dudas: el fraude y la corrupción se han convertido en uno de los principales problemas para los ciudadanos desde el inicio de la Gran Recesión en 2008. Es natural. Al fin y al cabo, la corrupción es la principal causa del deficiente funcionamiento de nuestras instituciones… ¿acaso no es así? Aun a riesgo de caer en cierta provocación, argumentamos lo contrario. La corrupción puede resultar incluso eficiente.

En primer lugar, debemos diferenciar entre dos tipos de corrupción. Por un lado, existe la ‘corrupción como extracción’ de recursos públicos a través de la privatización de beneficios (robo, desfalcos, cajas ‘b’, retribuciones ilegales, etc.). Se trata, en esencia, de redistribuir de manera directa el dinero de todos hacia los bolsillos de aquellos que controlan el sistema.

Otro tipo distinto es la ‘corrupción como atajo’. Ésta se distingue por la utilización de una posición privilegiada como método para facilitar intereses personales. Por ejemplo, saltarse regulaciones y burocracia, respuestas administrativas ad hoc, empleo público no competitivo o contratos a dedo. Se trata también de una redistribución de recursos, pero estos no se transfieren de manera directa. Es una manera más sutil de enriquecerse a costa del ciudadano.

Nuestro argumento aquí es que la corrupción como atajo (no es el caso de la corrupción como extracción directa) puede ser eficiente si aligera las distorsiones creadas por instituciones disfuncionales. Esta hipótesis es conocida como 'grease the wheels' (engrasar las ruedas) y, entre otros, ha sido desarrollada por Méon y Weill (2010). Estos dos autores afirman que la corrupción como atajo es eficiente en algunos casos: cuando alivia las distorsiones causadas por la administración; cuando una burocracia ineficiente constituye un impedimento a la actividad económica que algún atajo en forma de ‘corrupción’ puede sortear; y cuando sirve para reducir los costes de los tiempos de espera.

En resumen, la hipótesis de 'grease the wheels' establece que la corrupción como atajo es un second-best, actuando como una fórmula para salvar problemas y, por tanto, aumentando la eficiencia del sistema. Este argumento de corrupción como segundo-óptimo explica también por qué, mientras las cosas 'iban bien', la corrupción no se ha penalizado en las urnas.

Girando el punto de mira hacia los ciudadanos, se suele afirmar que saltarse las normas es un mal endémico de la sociedad española (la tradición picaresca). Hay incluso quien señala que es otra de las causas de la situación en que vivimos: facturas sin IVA, falsos desempleados, trabajo en negro, etc. Podríamos trasladar a este caso la misma hipótesis de 'grease the wheels': parece razonable pensar que estamos otra vez ante un second-best, un recurso desesperado de los ciudadanos para resolver problemas de precariedad, complejidades administrativas e incluso situaciones de pobreza. Ahora bien, debemos ser conscientes de que la solución no viene por la criminalización de estas actividades ni por poner sobre los hombros de los ciudadanos el peso de la culpa; sino que, otra vez, este comportamiento irregular es el fruto de un sistema que no acaba de funcionar.

La conclusión es pues evidente. Si la corrupción (al menos la corrupción como atajo) es consecuencia y no causa de unas administraciones disfuncionales -y de hecho puede contribuir, ex post, a su mejor funcionamiento-, la solución pasa por una reforma institucional sistémica, puesto que la vía judicial, aunque necesaria, nunca atajará el problema de raíz.