Siempre media una cierta distancia entre los titulares periodísticos y la realidad; el peligro es que esa distancia sea tal que provoque una distorsión de esa misma realidad. Algo de eso sucedía hace unas semanas, cuando, al hilo de la última encuesta del CIS, vino a subrayarse que los votantes declarados de Podemos están “informados y conectados”, aludiéndose así con ello implícitamente a su calidad superior frente a otros menos sofisticados. Pero, ¿es el caso? Y sobre todo, desde un punto de vista más general, ¿qué significa exactamente estar informado y conectado?
Sin duda, la premisa teórica relaciona la calidad de la información que manejan los votantes con la calidad de la democracia correspondiente parece sostenerse sin mayores dificultades. Así como un público desinformado es más fácilmente manipulable, otro que posea elevados índices de información política tenderá a ponderar más serenamente sus preferencias electorales y contribuirá de manera más razonable -al argumentar de forma más razonada- al debate público. Esto último es importante, porque, si bien hasta hace bien poco el ciudadano de a pie no era más que un receptor pasivo de información, ahora, a través de las redes sociales, ese mismo ciudadano puede emitir su opinión sobre los asuntos públicos. Y la calidad del intercambio correspondiente incide también sobre la calidad de la democracia en la que se inscribe.
Que los ciudadanos estén informados y conectados, en lugar de lo contrario, en una medida suficiente, guarda así relación con el funcionamiento de la democracia representativa. ¡No digamos si la democracia fuese directa! En términos generales, ese será más probablemente un swing voter, o sea, un votante que no se adscribe a un partido concreto, sino que vota a unos u otros en función de su desempeño en el gobierno y las políticas que propone. Este votante estaría más inclinado a formarse una opinión mediante el contacto con la información.
Ahora bien, este dibujo ideal se complica cuando descendemos a los divinos, acaso malditos, detalles. ¿Qué grado y tipo de información basta para ser considerado un votante informado? ¿Cuántas conexiones digitales, usadas de qué manera y con qué frecuencia?¿Está informado un votante que ojea el periódico local en la cafetería de su barrio? ¿O quien solamente lee, pero a fondo, ese diario local? ¿Y quien consume con avidez el periódico, la cadena de radio y la televisión de un único grupo de comunicación, pero rechaza el contacto con cualquier otro? ¿Es lo mismo leer titulares que noticias completas?
El giro digital en que estamos inmersos viene a complicar todavía más el asunto. Sobre todo, dificulta la medición de los hábitos informativos de los ciudadanos, en especial de aquellos, por lo general jóvenes, que se adentran en una maraña de vínculos cruzados provinentes de distintas fuentes, sobre cuya lectura y asimilación resulta difícil sacar conclusiones precisas. No olvidemos que el uso expresivo de las redes sociales, a menudo bajo el disfraz de la argumentación racional, predomina sobre el informativo. Y mucho se ha hablado de las redes sociales como “cámaras de resonancia” donde uno sólo escucha el eco de su propia voz, es decir, donde no se accede a opiniones plurales, sino que se traba contacto con las afines.
Si algo muestran desde siempre los datos estadísticos comparados, es que las opiniones públicas de las democracias occidentales se sostienen sobre una gran cantidad de ciudadanos desinformados, oscilando entre el 10% y el 20% el número de los verdaderamente informados. Parafraseando a Cesare Pavese, informarse cansa: tiene un coste de oportunidad que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Más bien, el votante medio busca la información mínima sobre la que apuntalar su creencia política previa; somos, en expresión de Aaron Popkin, “avaros cognitivos”. Más aún, el conflicto entre la creencia y la información suele decantarse a favor de la primera. Tal como explica Giovanni Sartori, quienes nutren la “opinión pública en negativo” se defienden de la información que amenaza a sus creencias, procediendo a recodificarla o rechazarla. Así, se condena la corrupción en el bando político enemigo, mientras se disculpa en el propio; o se buscan razones para justificar que Obama haya expulsado a más inmigrantes ilegales que George Bush.
A este respecto, ¿es el votante de Podemos un votante de calidad? Los datos de la encuesta del CIS plantean un interesante problema al respecto: son los propios votantes los que evalúan su grado de información política. Hablamos, en fin, de “autopercepción de grado de información”. Pero que un votante se perciba a sí mismo como bien informado no nos dice nada sobre su verdadero grado de información; tampoco sobre la calidad de esa información. Algunos lo estarán, su autopercepción será correcta; pero muchos otros serán, como solemos, benevolentes consigo mismos, mayormente por falta de referencias para la comparación.
No en vano, los ciudadanos suelen creer que están suficientemente informados, igual que casi todos creemos salir a la calle bien vestidos cada mañana. Por otro lado, si cabe suponer que el votante medio de Podemos se adhiere a un ideario político más o menos radical, hablamos de ciudadanos que, por estar ya de antemano más politizados, propenden a la búsqueda de información, pero difícilmente de una información plural. Probablemente, de hecho, el votante radical cree que sus medios informan mejor por ser más honestos que los mayoritarios, y, por tanto, que sus hechos con más concluyentes que los de su oponente. Finalmente, por añadidura, estar más informado que la media en un país como España, a la cola europea en la información política de los ciudadanos, tampoco significa gran cosa.
Si, en 2002, 97 de cada mil españoles leían algún periódico, esa cifra había descendido a 64 de cada mil en 2012, caída que nos sitúa en el penúltimo lugar de Europa. Países como Finlandia (330 por cada mil), Austria (235) o Suecia (228) nos superan amplísimamente; de hecho, España ocupa el último lugar de entre los países europeos en el índice de penetración de la prensa en la sociedad. Este dato puede correlacionarse fácilmente con los relativos a lectura de libros o nivel de competencias, para dibujar una sociedad relativamente atrasada, cognitivamente hablando, en el marco continental. No en vano, España no superó hasta 1992 la tasa de lectura de prensa que la Unesco considera propia de los países desarrollados.
Digamos entonces que la autopercepción no nos sirve para medir el grado de información de un sujeto. Sería necesario cruzar esta evaluación reflexiva con otros datos, relativos a los hábitos concretos de consumo de información: qué se lee, por cuánto tiempo, con qué frecuencia. A su vez, aunque la presencia en redes sociales pudiera ser indicio de una mayor conexión con los flujos de información, ésta no puede darse por supuesta, por la misma razón por la que resulta bien poco noticioso que un grupo de votantes situado mayoritariamente entre los 18 y los 54 años (como es el caso de los de Podemos) esté conectado digitalmente, ya que, ¿quién no lo está hoy en día? ¡Si el 73% de los españoles tiene un smartphone!
En este contexto, aunque el paulatino relevo generacional esté provocando un gradual desplazamiento de los medios tradicionales a los digitales, parece aventurado pensar que ese tránsito pueda comportar una transmutación del ciudadano medio, que pasaría de apenas leer siquiera el periódico a informarse con avidez a través de las redes sociales. Más bien empieza a confirmarse la reproducción digital de los patrones tradicionales de información política, si no su empeoramiento. Un estudio reciente señalaba que que sólo el 4% de los usuarios de internet norteamericanos son activos consumidores de noticias, definidos estos como aquellos que leen al menos diez artículos y dos piezas de opinión en un período de tres meses. Y entre nosotros, sólo el 8% de los ciudadanos paga por obtener noticias online. Y así como comprar un periódico es, o era, un signo inequívoco de tensión pública y de interés por la realidad política, entrar varias veces a la web de ese mismo medio es un signo equívoco, porque no sabemos qué hace exactamente el lector ahí (aunque, si atendemos a la lista de noticias más leídas de cada web, podemos hacernos una desoladora idea). Asunto distinto es el valor estético que se atribuye a la conectividad del ciudadano, que parece ser más moderno por el solo hecho de frecuentar las redes sociales, cuando es bien sabido que éstas pueden emplearse para tratar asuntos estrictamente privados o extrapolíticos.
En suma, hay que ser precavidos ante hipótesis como la propagada a raíz de la última encuesta del CIS, donde se presentaba al votante de Podemos como especialmente “informado y conectado”. Para alcanzar una conclusión así, parece necesario hilar mucho más fino, cruzando datos adicionales que nos permitan saber cuán plural es la información a la que tiene acceso ese ciudadano, con qué profundidad la consume, qué grado de reflexión acompaña su consumo. Y lo mismo cabe decir de su conectividad, así como de la relación entre conectividad e información. Por desgracia, la brecha que describe Sartori entre el votante ideal (informado y reflexivo) y el votante real (poco o mal informado, emocional, ideologizado) de las democracias representativas realmente existentes parece difícil de salvar. Pero en ningún caso lo lograremos si preferimos los titulares a la realidad.