Hace unas semanas, José Fernández-Albertos explicaba en una charla que los partidos políticos actuales tienen grandes dificultades para adoptar decisiones impopulares porque su base de apoyo es más pequeña que en el pasado. No es que hace unas décadas a los partidos les resultara fácil o agradable implantar políticas de austeridad o de otra naturaleza antipática, pero al menos podían contar con que una parte importante de sus bases seguiría votándoles, aunque fuera a regañadientes, por lealtad. Hoy esa lealtad es menor y eso dificulta la toma de decisiones políticas por parte de los partidos. Pablo Simón ha elaborado esta idea más detenidamente en “Gobernar en el vacío”.
Sin duda, es difícil identificar todas y cada una de las instituciones que han contribuido a conformar la democracia moderna. Los partidos quizá sean las más visibles, y como decía Fernández-Albertos, hoy tienen menos margen de maniobra que en el pasado y en mucho sentidos están en decadencia. Sin embargo, creo que en la misma situación que los partidos se encuentran otras muchas de las instituciones gracias a las que nació la política tal como la hemos entendido durante décadas o siglos: las fábricas, los periódicos, los sindicatos, las iglesias e incluso las novelas, los cafés o la televisión.
Durante mucho tiempo, al menos desde finales del siglo XVIII en algunos casos, estas instituciones eran los lugares en los que la gente socializaba, de una manera particular en el ámbito de la ideología: los trabajadores hablaban en las fábricas de sus condiciones de trabajo, se agrupaban allí en sindicatos con los que negociaban sus horarios y sueldos, se informaban en los periódicos de las noticas políticas nacionales e internacionales, se organizaban en las iglesias para llevar a cabo acciones caritativas o de ayuda a gente que pasaba por un mal momento y discutía en los cafés de todo esto y más. Según el libro de Lynn Hunt La invención de los derechos humanos, las novelas permitieron, a finales del siglo XVIII, que mucha gente cobrara consciencia de las penalidades y las ideas de personajes que no pertenecían a sus comunidades más cercanas, con lo que se desarrolló una cierta noción de empatía con los desconocidos que fue clave para desarrollar la idea de derechos humanos y, tras ella, la de democracia. La televisión, que durante mucho tiempo ofreció a sus espectadores pocas cadenas, establecía temas de conversación que abarcaban a todo el país y en cierto sentido lo unificaban culturalmente.
Hoy todas estas instituciones están en crisis o, abiertamente, en decadencia. Occidente está cada vez más desindustrializado y su economía depende más del sector servicios, donde la socialización ideológica es esencialmente distinta y la afiliación a sindicatos, menor. Los periódicos cada vez tienen menos compradores y disponen de una menor capacidad para establecer de una manera rotunda la agenda política. Las iglesias se vacían. Los cafés, los bares y los pubs han dejado de ser el lugar por excelencia de intercambio de noticias y opiniones políticas. Las novelas han abandonado el centro de la cultura que ocuparon durante dos siglos. Y la televisión, al menos en Estados Unidos, como explica muy bien Tim Wu en “Netflix contra la cultura de masas”, se ha ido fragmentado paulatinamente en cada vez más canales y formas de consumo, de tal modo que ya no ejerce como pegamento nacional con la fuerza con que lo hacía.
Esto no tiene por qué ser malo. Diría que es un proceso desordenado pero con cierta coherencia hacia una mayor capacidad de elección -en qué leemos, en qué creemos, en qué hacemos con nuestro tiempo de ocio- y un mayor desapego hacia los grandes generadores de ideología -mayor, ni mucho menos total- que lleva años en marcha. A algunos les puede parecer puro neoliberalismo, a otros un aumento de la autonomía individual frente a los grandes poderes. Pero sea como sea, lo más llamativo es que, en buena medida, seguimos pensando en política y haciendo política como en los tiempos en los que estas instituciones eran más fuertes. Naturalmente, se han producido cambios ideológicos importantes, pero de todos modos aún no sabemos cómo hacer una socialdemocracia con pocos obreros, un conservadurismo sin una mayoría de seguidores de la doctrina moral de la iglesia, un periodismo con lectores poco comprometidos y con menor identificación sentimental con su medio de cabecera o una cultura en la que los géneros antes masivos son ahora minoritarios.
Hay un argumento que puede hacer que esta preocupación se quede en nada. Es un argumento habitual últimamente ante todas las incertidumbres: internet. La socialización ideológica que todas estas instituciones establecía, dice, ahora se produce en internet. No necesitamos partidos, porque nos podemos articular políticamente en Facebook. Los sindicatos se han vendido a tal punto al sistema que la lucha real está hoy en otra parte, del copyleft a la neutralidad de la red. Somos una sociedad postreligiosa, por lo que si queremos hacer obras de caridad o donaciones, ahí está el crowdfunding, que aparentemente no nos exige creer cosas raras ni ir a reuniones, y además dispone de un cómodo PayPal. El periódico es irrelevante porque ahora podemos informarnos picoteando en distintos medios y así escoger lo mejor que cada uno de ellos puede ofrecernos. Por lo que respecta a las novelas, los cafés y la televisión... ¿quién demonios sigue necesitando esas cosas?
Es posible que todas estas nuevas instituciones internetcéntricas puedan sustituir a las anteriores. No pueden saberlo aún ni los ciberentusiastas ni los ciberescépticos. Pero lo cierto es que produce cierto vértigo constatar que las columnas que han soportado culturalmente durante siglos el edificio democrático hoy están entre un poco carcomidas y cayéndose a pedazos. ¿Encontraremos recambios? Puede ser, pero ahora mismo nuestra política es un poco como el Coyote, que sigue corriendo sin querer bajar la mirada para comprobar si la tierra sigue sólida bajo sus pies o ya no hay debajo de ellos más que inercia.