La protesta social en Iberoamérica: ¿democracias limitadas o ciudadanías activas?

  • Lina María Cabezas reflexiona sobre el origen de las protestas latinoamericanas. Dichas protestas se veían hasta ahora como un sustituto de la participación política convencional, limitada por Estados débiles e instituciones poco representativas

América Latina posee un importante historial de protesta política y movilización social. Durante los regímenes dictatoriales de los años 70 y 80 emergieron diversos movimientos en contra del autoritarismo imperante y reivindicaron demandas concretas. Con la vuelta a la democracia se llevó a cabo una explosión de reivindicaciones sociales: indígenas, mujeres, campesinos, movimientos más o menos organizados, que pusieron de manifiesto la necesidad de incluir nuevos temas –referidos a viejos problemas– en la agenda política.

En la década de los años noventa y comienzos del nuevo milenio, gran parte de las protestas se centraron en el rechazo de las políticas neoliberales que se comenzaron a aplicar en la región como consecuencia del Consenso de Washington, y que ya, a esas alturas, mostraban sus consecuencias (desempleo, caída de los precios agrícolas y el consecuente deterioro del campo, etc.).

Especialmente intensas fueron las protestas en Bolivia y en Ecuador. Durante este periodo, los actores sociales más relevantes fueron los sindicatos, los desocupados, los asalariados y los empleados públicos, que se vieron directamente afectados por las medidas de ajuste presupuestario y la ola de privatizaciones. Estas últimas generaron un fuerte rechazo popular (lo que en ocasiones hizo hacer retroceder a los Gobiernos).

Justamente esto es lo que analizan Peter Kingstone, Joseph Young y Rebecca Aubrey en su último trabajo titulado “Resistance to Privatization: Why Protest Movements Succeed and Fail in Latin America”. En esta investigación, los autores demuestran que el éxito de los movimientos contra las privatizaciones se debió no a las variables económicas, sino a la existencia de condiciones, tales como, por ejemplo, la garantía de libertades civiles, la restricción de derechos políticos y la articulación política de varios sectores a la hora de llevar a cabo las protestas.

No obstante, aunque muestran estadísticamente que son estas condiciones, y no el contexto económico, las que condicionaron el éxito de las protestas latinoamericanas, los autores concluyen que el factor clave en todo este asunto es la representación política: en Estados débiles, con instituciones poco representativas, los ciudadanos disconformes buscan vías no convencionales para canalizar sus demandas ante la imposibilidad de hacerlo por vías más institucionalizadas. En este sentido, la protesta se convierte así en un sustituto de la participación política convencional.

Estos hallazgos no son nuevos. Desde la perspectiva de la estructura de oportunidades políticas, la movilización de recursos externos y la existencia de condiciones políticas favorables (como, por ejemplo, el acceso parcial a la participación, los alineamientos políticos de los actores y los electorales inestables, la división de las élites, los aliados, etc.) condicionan (y pueden llegar a determinar) el éxito de las resistencias. En este sentido, son más importantes las condiciones externas y la relación entre actores que el agravio mismo que causan las protestas (Tarrow, 1998).

Sin embargo, si se piensa en los movimientos sociales actuales o las diversas manifestaciones de la acción colectiva en América Latina, este marco de análisis parece limitado debido a los cambios que se han llevado a cabo en torno a la protesta social en los últimos años (lo que no implica que las viejas lógicas de funcionamiento de la acción colectiva no sigan existiendo).

En primer lugar, en la región, la democracia, aunque no consolidada, muestra niveles aceptables de garantía de libertades civiles y derechos políticos (ver Tabla 1); hoy en día existen más espacios de participación que hace 20 años (ejemplo de ello es la inclusión de mecanismos de participación ciudadana en la mayoría de los textos constitucionales, la flexibilización de los requisitos para la creación de partidos o la eliminación del monopolio de la representación que tenían los partidos). Es más, las últimas grandes movilizaciones se han llevado a cabo en países con economías fuertes y democracias institucionalizadas como, por ejemplo, Brasil y Chile.

En segundo lugar, tanto los actores, como las demandas y los repertorios de acción colectiva han cambiado. Por una parte, como acertadamente señala el profesor de la Universidad de Salamanca Salvador Martí i Puig, la protesta ya no es sólo patrimonio de un colectivo específico, sino que se ha transversalizado. Además, los grupos que se movilizan poseen identidades menos definidas (las adscripciones de clase o políticas son más débiles que hace apenas unos lustros).

Por otra parte, las demandas son más difusas y más dispersas que en periodos anteriores. En la actualidad, los movimientos de protesta que emergen en un momento específico (y no sólo en Latinoamérica) pueden englobar diferentes reclamos a la vez, que van desde mejoras en la prestación de los servicios públicos hasta el castigo a una clase política percibida como corrupta, ineficaz e ineficiente.

Asimismo, a las tradicionales huelgas o manifestaciones callejeras, se han sumado nuevos repertorios: cacerolazos, piquetes y performances que definen la forma en que los ciudadanos expresan su malestar. Todo ello facilitado por el uso de las nuevas tecnologías y de las redes sociales (Twitter, Facebook, Flickr, etc.), que permiten que la información llegue instantáneamente a los medios tradicionales de comunicación de todo el mundo (prensa, radio y televisión), incluso cuando no hay periodistas cubriendo la protesta (emergencia del “periodismo ciudadano”).

En el contexto actual, un aspecto que cobra importancia es la forma en que se enmarcan las protestas sociales y el poder de resonancia que alcanzan. Los marcos entendidos como esquemas interpretativos que simplifican y condensan el “mundo de fuera” permiten dar un sentido al agravio y lo vinculan marcos culturales existentes (Snow y Benford, 2000).

De esta manera, la protesta encuentra eco más allá de la jurisdicción en la que tendría que circunscribirse. Si se toma como ejemplo las protestas en Brasil en junio de 2013 (como consecuencia del aumento de la tarifa del transporte público y que desencadenaron otras muchas manifestaciones de rechazo a problemas diversos como la seguridad, la corrupción o la desigualdad), puede observarse que lo que permitió la articulación de las reclamaciones ciudadanas fue un discurso más amplio que abogaba por una mejora del funcionamiento de la democracia, en un país aún caracterizado por una fuerte desigualdad social y un limitado acceso a los servicios públicos (de calidad) prestados por el Estado.

¿Cómo responden los Gobiernos ante los desafíos lanzados por sus ciudadanos a través de la protesta social? Algunos dan marcha atrás a las medidas objeto de rechazo (como, por ejemplo, Uruguay en 1991, El Salvador en 1999, Bolivia en 2000, o Perú en 2002). Otros van más allá y plantean medidas extraordinarias que intentan mejorar aquellos aspectos que son identificados por la ciudadanía como problemas (Brasil actualmente).

Y otros, simplemente, optan por restringir derechos y libertades en su afán por paliar una presunta situación de riesgo para ellos (España en la actualidad es un ejemplo de manual). Esta última opción, como bien precisan Kingstone, Young y Aubrey, limita la canalización de las demandas por vías institucionales y ofrece un elemento más para enmarcar la protesta social a través de otras vías (hace unos días se publicó aquí una entrada a propósito de este punto).

En este sentido, si el Gobierno de España, con su nuevo Anteproyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, pretende limitar las protestas en la calle, mucho me temo que, mientras persista el descontento, no conseguirá más que activar otras vías, alimentar otros canales de resistencia, de protesta… o de revuelta.

Todo esto lleva a plantear preguntas en torno al significado de la acción colectiva y de las nuevas dinámicas de los movimientos sociales, no sólo en América Latina, sino también en otras partes del mundo como España hoy en día. ¿Son estas protestas un signo de madurez cívica de las sociedades o son, por el contrario, una consecuencia de la falta de acceso a espacios de participación más institucionalizados? ¿Son alternativas sustitutivas o son estrategias complementarias de la participación política convencional? (para el caso español ver este interesante artículo del investigador Sebastián Lavezzolo).