Una regresión institucional inexplicable
La puesta en marcha en las últimas semanas de la Comisión Nacional de Mercados y Competencia, CNMC, ha confirmado los peores augurios que la mayoría de personas interesadas en el diseño institucional previmos: un clarísimo paso atrás hacia la politización de una institución que necesita ser independiente de los políticos y de las empresas reguladas. La obstinación del Gobierno en desoír a expertos e ignorar las buenas prácticas de nuestros vecinos europeos ha tenido su recompensa: la CNMC ha nacido con la legitimidad por los suelos. La Autoridad Fiscal Independiente, AFI, va por el mismo camino.
Hace ya unas cuantas décadas que se identificaron a las instituciones como factor fundamental del desarrollo y buen funcionamiento de las sociedades. Para los economistas, como North y Rodrik, unas instituciones adecuadas reducen los costes de transacción (más confianza, menos corrupción, más eficiencia, más certidumbre) en las sociedades, incrementando el bienestar. Para politólogos como March y Olsen y sociólogos como Di Maggio y Powell, unas instituciones apropiadas legitiman el funcionamiento de la sociedad.
Sin duda, las instituciones son cuanto menos condiciones necesarias para un bienestar general, aunque seguramente no son suficiente. Las personas que las componen y pilotan son igualmente importantes. Solo así se explicaría que una misma regla para nombrar consejeros de un regulador, en el Reino Unido lleve a designar candidatos de consenso, moderados y expertos, mientras esa misma regla en España conlleve a un reparto de cuotas entre partidos políticos distribuyendo los cargos a sus candidatos partidistas.
Pues bien, los últimos cambios en diseño institucional van contra todo avance en Europa. Rescatados por el Mecanismo Europeo de Estabilidad y con los ojos del mundo puestos en este nuestro país, con la creación de la AFI y la CNMC mandamos —de manera inexplicable— una clara señal de que somos un país muy poco serio. De hecho, la Comisión Europea ya llamó la atención por la falta de independencia de la CNMC: en particular, la subordinación al ministerio en materia de presupuesto y personal (básico para garantizar cualquier independencia) y la eliminación de muchas competencias que se devuelven al ministerio, bien controlado por el principal político. La AFI, de manera parecida, queda completamente subordinada al Ministro de Hacienda.
Pero ¿por qué hay una serie de instituciones que en las democracias actuales necesitan ser independientes? De la misma manera que en occidente creemos en la separación del legislativo, judicial y ejecutivo –y, en este último, entre política y administracion–, es ya bien sabido que se necesitan instituciones independientes reguladoras y de análisis económico.
Esto es así porque en regulación de mercado los políticos tienen incentivos a corto plazo incompatibles con objetivos a largo plazo (competencia, sostenibilidad y atracción de inversiones). Por ejemplo, el principal político está incentivado por motivos electorales a no subir los precios regulados y, por otro, es muy susceptible a ser capturado por las poderosas empresas reguladas. De hecho, la combinación de ambas presiones llevó en su día a la creación de la imaginativa fórmula que ha permitido nuestro espectacular déficit de tarifa eléctrica. En el ámbito de la proyección y análisis económico pasa algo parecido: el político está incentivado a utilizar escenarios de futuro excesivamente positivos, que luego tienden a no cumplirse generando importantes desajustes fiscales.
Hay dos preguntas que se derivan automáticamente de lo anterior: ¿qué lugar tiene, entonces, la política?, ¿y por qué la separación política/administración existente no es suficiente?
Las instituciones independientes no niegan la política, pero sí la acotan a las parcelas donde debe aplicarse. La política, por ejemplo, está en decidir si nuestro modelo económico se basa en un mercado competitivo y qué ámbitos de nuestra vida socioeconómica se gobernarán vía mercado. Pero la regulación del mercado en cuestión, incluyendo la supervisión para garantizar su competencia, no debe caer en el ámbito de la política –debe ser responsabilidad de un órgano independiente del principal político, para no caer en las tentaciones cortoplacistas–. De la misma manera, en el ámbito del gasto público la política está en decidir cómo recaudar, distribuir y asignar los recursos públicos, pero los pronósticos económicos y fiscales no deben ser desarrollados bajo una lógica política. Todo no es política, al igual que todo tampoco se puede reducir a la técnica.
En cuanto a la segunda pregunta, la separación política/administración, tal y como actúa en nuestro ejecutivo, no es en absoluto suficiente. El funcionario está para ejecutar la política de manera neutral: es imparcial, pero no deja de ser un agente de su principal político. En cambio, el regulador independiente debe ser autónomo y no un agente dirigido por el principal político. Además, concretamente en nuestro país, la separación entre política y administración está viciada, lo que pone en cuestión la imparcialidad y neutralidad de ésta: prácticamente todos nuestros ministros son funcionarios miembros de los cuerpos del Estado.
Los sistemas democráticos occidentales requieren de distintas instituciones que funcionan con diversas lógicas, y donde todas ellas en su conjunto generan un equilibrio estable y competente. La legitimación de un sistema democrático no se basa solo en las elecciones, también en la independencia y en la competencia técnica—tal como nos indica el politólogo francés Rosanvallon—. Una excelente manera de dinamitar la democracia es que nuestros representantes políticos, elegidos para formar Gobierno, se tomen esa delegación como una carta blanca para capturar y ocupar todos los órganos que componen nuestro sistema de gobernanza.