Voz e influencia política

Ricardo Hausmann se preguntaba hace unos días ¿por qué son democráticos los países ricos? La respuesta es que no es suficiente con una mano invisible que haga funcionar la economía. Es necesaria, además, una segunda mano invisible que genere la calidad necesaria dentro del sistema político para que las economías modernas funcionen. Esta segunda mano invisible requiere información suficiente, como nos recuerda Hausmann, para tomar decisiones mejores.

En esta misma línea, Andrés Ortega afirma en Recomponer la democracia que es necesario encontrar los incentivos necesarios para convencer a las élites políticas y económicas de acometer las reformas necesarias para superar una crisis, la política, que es condición para la recuperación económica.

Sin embargo, ¿se trata sólo de persuadir a quienes deciden formal e informalmente? ¿Y quién debe hacerlo? ¿Expertos, comunicadores, ciudadanos y actores interesados? Si existe realmente esa segunda mano invisible de la democracia, ¿responde a la voluntad del ciudadano? En el trasfondo de estos interrogantes, aparece el debate del papel de la ‘voz’ de aquellos que participan en el proceso democrático (instituciones, actores y simples ciudadanos). ‘Voz’ en el sentido de Hirschman, “un intento de cambiar un estado de cosas insatisfactorio”. La ‘voz’ de los que no están de acuerdo o piensan que las cosas se pueden hacer mejor.

Crece la intuición de que estamos ante un momento crucial en el que se define cómo se articulará la ‘voz’ de nuestras democracias en el futuro. Y, con ello, quién podrá expresarla.

Partiendo de la consideración del espacio público como un proceso a través del cual los problemas de la sociedad son discutidos, procesados y, finalmente, llevados a influir sobre la formación de la autoridad de la ley y de las políticas públicas, Mariam Martínez-Bascuñán asume que este espacio está en plena transformación debido a la generalización de las nuevas tecnologías. El resultado podría ser una emergente ‘democracia comunicativa’.

Un futuro no exento de riesgos. Si en la nota de la semana pasada señalábamos el riesgo creciente de que sean los “nuevos pocos” los que capturen el proceso político y que para ello inviertan recursos económicos en el establecimiento de la agenda política, hoy insistimos en una paradoja. Frente al riesgo de la aparición de una nueva elite transnacional, las redes sociales plantean un escenario contradictorio: eliminan las barreras a la libre circulación de la información y de ideas, pero también, paradójicamente, las imponen.

En este sentido, Cass R. Suntsein argumenta que en la web normalmente vemos aquello que nos gusta y nos gusta aquello que vemos, eludiendo la exposición a aquellas perspectivas que no compartimos. Este fenómeno que es el que ha permitido la emergencia de medios y blogs “de nicho”, en los que sólo podemos leer opiniones con las que estamos de acuerdo, no contribuye en absoluto al debate democrático. Como Lluís Bassets afirmaba en una conversación, lo que se produce es una fragmentación y una competencia de versiones de la realidad que viven las unas de espaldas a las otras.

Aunque ya no podemos hablar de tiranía de la mayoría, las nuevas minorías que se construyen en la red presentan los mismos peligros potenciales sobre los que alertaba Tocqueville: la imposición de una sutil censura, el debilitamiento de la independencia de juicio y la merma en la capacidad crítica de la sociedad.

Además, esta manera compartimentada de leer la realidad afecta a la propia esencia de la democracia ya que no sólo hay disenso sobre la interpretación de la realidad, como debe ser en una sociedad plural, sino que hay disenso sobre la propia realidad. El reto es, como apunta Bassets, si seremos capaces de organizar una comunidad política, una verdadera politeya, si ni tan sólo hay consenso alrededor de la realidad. ¿Cómo conseguir que la gente que vive en modelos paralelos mantenga principios comunes que hagan viable la supervivenvia del marco democrático? En último extremo, ¿cómo garantizar que la fragmentación de la opinión y del conocimiento no conduzca a la fragmentación de la voz de los ciudadanos, y con ello, del debilitamiento de los que se encuentran a priori más alejados del poder?

En nuestra opinión, reconstruyendo espacios de argumentación pública. ¿Cómo? Lejos del modelo clásico de filósofos-reyes, que parecen saber mejor que nadie lo que conviene al resto de la sociedad, hemos de avanzar hacia una convergencia de voces entre políticos, expertos y ciudadanos, en torno a un principio de calidad democrática: expertos y comunicadores que aportan datos (más o menos) objetivos (y sobre todo discutibles y falseables, alejados de las certezas dogmáticas), gobernantes que utilizan esos datos para tomar decisiones con criterio inclusivo y racional, y ciudadano que absorbe esa información, la discute, la contrasta (e incluso la retroalimenta) y la acaba utilizando para castigar o premiar a los gobernantes.

El futuro de la democracia de calidad, donde las instituciones respondan ante la ciudadanía, y el progreso económico y social se juegan en este debate sobre quién merece ser escuchado para que las decisiones que se tomen sean mejores. Y también de cómo saber escuchar.