- Según Francesc Trillas los verdaderos costes de la secesión de Cataluña son los costes de impulsar las soluciones equivocadas al “trilema de Rodrik”: o bien agarrarse a un estado-nación que participe en mercados internacionales desregulados, comprometiendo la democracia o mantener un estado-nación con democracia, pero sin acceso a los mercados integrados.
Los costes y beneficios de la secesión de una región relativamente rica como Cataluña no pueden desvincularse de la cuestión del federalismo europeo. Por federalismo europeo me refiero aquí a la adopción de mecanismos de decisión comunes y democráticos (y no tecnocráticos) aplicados a una selección de políticas, en la línea de la propuesta de una cámara presupuestaria para los países de la zona euro de Thomas Piketty. Eso implicaría eliminar de facto las fronteras a los efectos de estas cuestiones.
Un artículo escrito por el economista Rodríguez Mora y sus co-autores ilustra el “efecto frontera” en el comercio internacional: si Cataluña se separase y se crease una nueva frontera, los intercambios con el resto de España descenderían a un nivel similar al de Portugal con España. En este artículo se calcula que el coste de esta disminución del comercio podría alcanzar el 9 % del PIB, que es más que el déficit fiscal que Cataluña supuestamente dejaría de sufrir respecto al resto de España. También encuentran que el efecto frontera es en general considerable entre pares de países europeos, incluso en el contexto del mercado único y la unión monetaria.
Los críticos con este planteamiento han argumentado que una reducción de tal magnitud en el comercio entre Cataluña y el resto de España necesitaría mucho tiempo, e incluso en el largo plazo es difícil imaginar que los españoles perderían de tal modo la capacidad de interactuar con los catalanes (que hablan español y que no tienen ninguna razón personal para no comerciar con los españoles), y que cualquier disminución se vería compensada por el aumento del comercio con otros países, presumiblemente europeos.
Pero el comercio no es algo que simplemente sucede, sin ningún tipo de condiciones institucionales previas. Si la reducción progresiva de los intercambios con el resto de España se tiene que ver compensada por un aumento del comercio con el resto de la UE, ello significa (a menos que uno piense que el comercio carece de mecanismos que lo sustentan) que las relaciones con el resto de la UE tendrán que reforzarse mediante instituciones como las que facilitan la densidad del comercio que Cataluña ha mantenido con el resto de España a lo largo de siglos. En España, estas instituciones han incluido una lengua, aranceles comunes, una moneda, un ejército, migraciones, una liga de fútbol, canales de TV, grandes empresas comunes, canciones, chistes, amistades y proyectos culturales comunes. Con Europa, no tienen por qué ser exactamente los mismos mecanismos, pero serán necesarias algunas instituciones comunes más allá de las ya existentes (y más allá de la Liga de Campeones), y parece razonable esperar que la UE proporcione la plataforma de despegue para ellas. Es plausible pensar que Cataluña puede aprovecharse gratuitamente de algunas instituciones y disfrutar de sus beneficios sin ser miembro de la UE, aunque algunos de los beneficios son difíciles de disfrutar sin ser un Estado miembro (los programas de subvenciones, la política de defensa de la competencia, el crédito bancario). Parece más probable que, para gozar de los beneficios comerciales de un mercado más integrado, a Cataluña se les pida que contribuya a sus costes, suponiendo que todos los demás Estados miembro acepten al nuevo país después de la secesión.
Pero entonces, si se desarrollan estas instituciones y con ellas el mercado europeo más integrado, es de suponer que también incluirán al resto de España (vamos a llamarle, por simplicidad, simplemente España). Para ser estable y aceptable para la mayoría de los trabajadores y de las regiones cuyos ingresos serán más inciertos, y promover un patrón equilibrado de demanda en toda Europa, se necesitará que el nuevo mercado vaya acompañado de un aumento de las transferencias interpersonales e interregionales, a partir de un punto en el que, de acuerdo con Branko Milanovic del Banco Mundial en su libro “The Haves and the Have-nots”, la diferencia entre el país más rico y el país más pobre de la UE es de 4 a 1. En comparación con esto, es de 2 a 1 entre los estados de los EE.UU. y también de 2 a 1 entre las comunidades autónomas en la España actual (ver tabla adjunta, construida a partir de datos proporcionados por Milanovic y el Instituto Nacional de Estadística español, donde la renta per cápita se expresa en números índice).
Dado que Cataluña está por encima de la media de la renta per cápita de la UE, sería un contribuyente neto en Europa, igual que es un contribuyente neto al presupuesto español actualmente. Si lo que tenga que pagar a los europeos compensaría dejar de pagar directamente a España es algo incierto, es evidente que la total “eliminación del déficit fiscal” no parece compatible con la pertenencia a una Europa más integrada. Entonces, ¿por qué separarnos de España si tenemos que encontrarnos de nuevo con España en una Europa más unida y seguir sufriendo un déficit fiscal? Algunos dicen que es debido a la oportunidad para construir mejores instituciones. Pero las buenas instituciones requieren tiempo para construirse, entre otras razones porque existen costes de transacción significativos en un período de transición: si no podemos llegar a ser como los portugueses en un día, no vamos a llegar a ser como los daneses en una sola noche.
En realidad, tendremos que esforzarnos mucho para conseguirlo, porque según el único estudio que conozco sobre la calidad institucional de las regiones europeas, Cataluña es la región de España con menos calidad institucional. Incluso si hacemos ese enorme esfuerzo y al final llegamos a ser como los daneses porque en España nos arriesgamos a ser como la Venezuela de Maduro (si interpreto bien determinada retórica independentista), con el debido respeto, algo más puede pasar: si estamos con el resto de España en una Europa más integrada, que goza de libertad de movimientos, es de suponer que muchos españoles se hartarán de sus instituciones y querrán emigrar a Cataluña, que seguirá estando, al menos geográficamente, muy cerca. Probablemente todavía tendremos además muchas cosas en común culturalmente (incluso más que los portugueses), pero la renta per cápita como resultado de una mucho mayor calidad institucional sería mucho más alta: los diferentes niveles de renta con una cultura similar y la proximidad geográfica facilitan las migraciones, especialmente si hay libertad de movimientos. Podemos terminar con una composición de la población que nos haga aún más similares a España que al principio, lo que contradice uno de los supuestos beneficios de la independencia, a saber, que pueden satisfacerse preferencias muy diferentes por los bienes públicos.
Pero tal vez voy demasiado rápido, y estoy imponiendo mi solución idiosincrática preferida al “trilema de Rodrik”: olvidémonos de los estados-nación, y promovamos la democracia y la integración económica internacional. Otros pueden preferir mantener los estados-nación (o crear uno nuevo), y abandonar el proyecto de una mayor integración de la UE, pero entonces no debería esperarse comerciar mucho más con otros países europeos, y en su lugar debería construirse una estrategia económica basada en algo distinto: ¿unos recursos naturales ocultos? ¿un paraíso fiscal? ¿una relación privilegiada con una superpotencia emergente? ¿una regresión proteccionista?
Dado que la secesión en una UE más integrada no parece tener mucho sentido (como cada vez más algunos secesionistas reconocen, al menos en privado), los verdaderos costes de la secesión de Cataluña son los costes de impulsar las (en mi opinión) soluciones equivocadas al “trilema de Rodrik”: o bien agarrarse a un estado-nación que participe en mercados internacionales desregulados, comprometiendo la democracia (con el fin de atraer inversiones sin cooperación internacional, los impuestos y los estándares regulatorios estarían obligados a ser bajos: entonces el coste es una mayor desigualdad), o mantener un estado-nación con democracia, pero sin acceso a los mercados integrados, lo cual puede ser la opción preferida por una izquierda rupturista o una derecha populista y proteccionista (y entonces el coste es una mayor ineficiencia).
Eligiendo la que en mi opinión es la mejor opción para el “trilema de Rodrik” en Europa implica apoyar, por razones de eficiencia y equidad, una rápida transición hacia una Europa federal en una España federal. Más decisiones públicas tendrán que ser comunes y elegidas democráticamente en Europa para apoyar una política fiscal común, una unión bancaria y la deuda pública mutualizada. Otras políticas pueden permanecer en el nivel de los Estados miembro o en un nivel inferior, y en aquellos Estados miembro en los que hay identidades nacionales fuertes y diversas, éstas tendrán que ser acomodadas usando los instrumentos típicos de las democracias federales exitosas. El federalismo puede combinar la innovación y la diversidad institucional con las políticas comunes, incluida una imposición sobre el capital internacional que recaude fondos para transferencias personales y regionales, así como proyectos de infraestructuras bien gobernados.
Un federalismo europeo moderno y democrático, y no tecnocrático, debe crear mecanismos para compartir la soberanía y al mismo tiempo facilitar la innovación y la flexibilidad institucionales en el contexto de los desafíos del siglo XXI. Una Europa más integrada y cohesionada constiturá entonces una enorme contribución a la cooperación internacional, con el fin de promover la paz y corregir los fallos y desigualdades del mercado global.