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Cualquier solución pasa por Europa

  • En su libro Recomponer la Democracia Andrés Ortega apunta a un tema fundamental: cualquier solución para España pasa necesariamente por Europa.

Muchas de las decisiones de política económica en las que España se juega el modelo de sociedad que quiere construir se aprueban en el Consejo de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, una institución que, como claramente indica su nombre, es de naturaleza intergubernamental. Su legitimidad democrática es, en el mejor de los casos, indirecta (puesto que los jefes de estado y de gobierno han sido democráticamente elegidos en sus respectivos países) y, en el peor, inexistente (nosotros, ciudadanos españoles, no podemos elegir a los jefes de estado y de gobierno del resto de países a pesar de que éstos deciden sobre temas que incumben directamente a España). Puesto que el Consejo no tiene que responder ante el Parlamento Europeo, de ello se deduce que no existe un control democrático directo sobre quienes toman las decisiones en Bruselas. Como bien dice Ortega, “los ciudadanos se dan cuenta de que cada vez son más las decisiones que se toman fuera del marco del Estado”.

En España estamos actualmente inmersos en un debate sin fin en torno a cuánto y cómo debemos cambiar nuestro sistema institucional y nuestra constitución. Sorprende, sin embargo, la ingenuidad con la que nos olvidamos de Europa mientras nos dedicamos a ello. Cambiar nuestras instituciones no va a cambiar el problema de pérdida de autonomía del gobierno español en tanto que miembro de la Unión Europea. Cambiar la ley de partidos y la ley electoral no va a cambiar el hecho de que esos mismos partidos, si llegan al gobierno, van a tener que sentarse a la mesa del Consejo. Es ahí donde se dilucidan las cuestiones fundamentales de política económica española y es ahí donde España, por el momento, carece de poder de influencia para defender los intereses de los ciudadanos españoles. ¿Cuál es el plan de nuestros partidos al respecto? ¿De qué va a servir a los partidos una radicalización a la izquierda o a la derecha, una refundación, o lo que sea que decidan hacer para ganarse la confianza de los ciudadanos, si luego les van a dar un baño de realidad en Bruselas? Seamos serios y no vendamos la piel del oso antes de cazarlo y pensemos en cuál debería ser nuestra estrategia en Europa.

Mientras Francia se lame las heridas y se somete a la austeridad alemana, delante de nuestros ojos ha surgido por debajo (¿o por encima?) del eje franco-alemán, sin que nadie lo pretendiera, otro eje que podría romper la UE en dos y sobre el que ya hablamos en una nota anterior. Nos referimos al eje entre acreedores y deudores, entre democracias que se imponen y “democracias impotentes”, por acuñar el término utilizado por Ignacio Sánchez-Cuenca en su reciente libro. La política alemana de salvar el euro pero castigar a los países con deuda (una política que, por otro lado, es contradictoria) fue la gran comadrona de este nuevo eje. La existencia de este eje nos pone frente a tres retos fundamentales, interrelacionados entre sí, a los que hay que dar respuesta y que, por tanto, deberían figurar como prioridades en la agenda pública española.

En primer lugar, hay que repensar la política de alianzas de España en la Unión Europea. ¿Acaso no tendría sentido establecer una alianza que sirva de contrapeso a Alemania y sus aliados? Estos países van bien preparados y coordinados a las reuniones del Consejo. España debería buscar aliados entre los países deudores con los que plantarse en el Consejo y defender un cambio en los tratados que abra la puerta a una nueva política monetaria, en vez de mirar al resto de países deudores por encima del hombro, comparándose con ellos e implorando para que la desgracia del otro no sea contagiosa, como hizo durante la crisis de deuda del 2011.

En segundo lugar, hay que reaccionar a la radicalización del espacio político en España y en Europa y al reto que supone para el sistema político el surgimiento de populismos de extrema derecha y de extrema izquierda. Estos populismos no se combaten ignorándolos o despreciándolos por anti-democráticos, anti-liberales o anti-europeos. No una manera eficaz de hacerles frente. Estos populismos, en parte, tienen su razón de ser en la impotencia de las democracias nacionales para proteger a sus ciudadanos frente a la globalización de los mercados y sus efectos en términos de crisis económicas recurrentes y de creciente desigualdad entre países y dentro de cada país. Para evitar salidas populistas a la crisis hay que afrontar la crítica populista a la impotencia de las democracias nacionales y defender en Europa, que es la única arena desde donde se puede poner remedio a esta impotencia, un cambio de modelo.

En tercer lugar, se impone promover la coordinación transnacional entre los partidos políticos que hace más de medio siglo hicieron posible el pacto social liberal que dio lugar a los estados de bienestar y que pusieron en marcha el proyecto europeo. Hoy un nuevo modelo europeo, basado no sólo en la eficiencia y la competitividad económica sino también en el crecimiento y la igualdad social, no podrá nunca imponerse sobre los países acreedores por parte de los países deudores. Necesitamos de la concurrencia de todas las fuerzas europeas y también alemanas, holandesas y finlandesas. Pero contrariamente los auto-denominados progresistas piensan aún en términos casi exclusivamente nacionales -incluso nacionalistas-, por lo que el reto de los países deudores es sacudirse de encima su miopía nacional y convencer a sus homónimos en los países acreedores de que la batalla hay que darla en el eje ideológico y no en el eje nacionalista y de que de los resultados de esta batalla depende el futuro de Europa. Se mire como se mire el futuro pasa por pensar más en Europa.