El resultado de las elecciones europeas en el Reino Unido condicionará a buen seguro el referéndum por la independencia de Escocia a celebrar el próximo 18 de septiembre. En los apenas cuatro meses de intervalo entre ambas consultas ciudadanas, el sentir escocés, ahora ligeramente favorable a mantener el status quo contrario a la secesión (en torno al 54% según las ultimas encuestas), podría inclinarse hacia un voto favorable a la independencia. Por paradójico que pudiera parecer, ello sería posible como efecto del europeísmo escocés, el cual es abrazado por los nacionalistas escoceses del SNP (Partido Nacional Escocés), frente al creciente soberanismo antieuropeísta inglés. La victoria en las elecciones europeas del partido UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido) ha sido inapelable, erigiéndose en el primer partido británico por delante de laboristas, conservadores y liberales demócratas. De éxito puede calificarse también para UKIP la obtención de un europarlamentario en Escocia de los seis escaños que le correspondía elegir al país caledonio. Sin embargo, y a diferencia de Inglaterra donde casi uno de cada tres electores votó por UKIP, en Escocia sólo uno de cada diez votantes hizo lo propio a favor del partido antieuropeísta. Ciertamente UKIP se ha beneficiado en Escocia de un sistema proporcional que no lo ha penalizado como el tradicional procedimiento uninominal mayoritario del británico ‘first-past-the-post’, mediante el cual el ganador, aunque sea incluso por la mínima diferencia de un voto, se adjudica la victoria descartándose el resto de los votos asignados a los candidatos perdedores.
En los últimos tiempos, UKIP se ha convertido en el partido antiinmigración y euroescéptico por excelencia en Gran Bretaña, con un programa electoral prácticamente monotemático: el abandono de la Unión Europea por el Reino Unido. Su apoyo enlaza, en no poca medida, con un nacionalismo inglés asertivo cuya figura icónica dentro del conservadurismo británico contemporáneo fue Margaret Thatcher. Justo es recordar, sin embargo, que los conservadores wets (‘blandengues’) fueron tradicionalmente adalides de la causa europeísta y en tiempos del premier Edward Heath apoyaron decididamente el ingreso del Reino Unido en la entonces Comunidad Económica Europa en el referéndum de 1975. Tras la cruzada política neoconservadora de la Dama de Hierro, líderes populares del Tory Party, tales como Kenneth Clarke o Michael Portillo --hijo este último de un republicano español exiliado tras la Guerra Civil-- fueron sacrificados políticamente con la activa complacencia del sector antieuropeísta de su partido. Ese sector coadyuvó al alza del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), establecido en 1993, y cuya cruzada contra la UE parece ahora imparable.
En la actualidad, y de los 59 diputados elegidos en las circunscripciones electorales escocesas al Parlamento británico de Westmintser, sólo uno es miembro del Partido Conservador. El dato contrasta notablemente con la mayoría del voto popular y de escaños que los Tories obtuvieron en Escocia en las elecciones de 1955 (50,1% y 36 diputados). Desde aquella fecha y azuzado por el neoconservadurismo antieuropeísta de Thatcher, el proceso de desafección de los escoceses hacia el Partido Conservador se ha generalizado con un incremento de la percepción popular de discriminación hacia lo que se considera un centripetismo acaparador de Londres y el rico sudeste inglés. El ‘fleco celta’ de la periferia escocesa recela de un referéndum sobre la pertenencia a la UE previsto para 2017, el cual podría convalidar las posiciones antieuropeas del nacionalismo inglés. Este último trasluce, a su vez, una cierta melancolía por el no tan lejano pasado imperial británico. Recuérdese que hasta 1949, el imperio británico abarcaba la cuarta parte de la población mundial, circunstancia que aún induce en el imaginario colectivo británico --y sobre todo inglés-- la creencia de considerar al Reino Unido como una superpotencia mundial apoyada en su poder disuasorio nuclear. Ya Winston Churchill en su famoso discurso pronunciado en Zúrich en 1946 auspiciaba una Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth), la cual, liderada por el Reino Unido, concurriría como superpower mundial junto a una Europa federada, a los poderosos Estados Unidos (mighty America) y a la Rusia soviética.
Confirmado el reforzamiento electoral del soberanismo antieuropeo inglés, un pequeño porcentaje de tradicionales votantes laboristas escoceses (entre el 5% y 10%), mayormente trabajadores cualificados de clase media y residentes en la conurbación de Glasgow, podría cambiar el sentido de su voto al prevalecer en ellos una aversión a un nacionalismo inglés proclive a abandonar la Unión Europa después de 2017. Un escenario aislacionista tal supondría una vuelta a la recentralización en las instituciones londinenses (Westminster-Whitehall) y una difuminación política y económica de Escocia, a pesar de ser una de las veinte naciones más ricas del mundo según un reciente estudio del Financial Times.
Ante tal estado de cosas, un sentimiento de integración en una unión (supranacional) europea podría combinarse con un voto a favor de la separación de otra unión (estatal) como la británica. Ambos comportamientos aparentemente dicotómicos se combinan entre sí con importantes repercusiones para el futuro de la UE. La campaña oficial por el referéndum de independencia a partir del 30 de mayo hace presagiar una intensificación de las posiciones a favor y en contra. A la vista de los resultados de las elecciones europeas, es plausible aventurar una reñida pugna cuyo veredicto final bien podría dirimirse por un puñado de votos de diferencia, como ya sucedió en la consulta independentista de Quebec en 1995.
No se le escapan al lector las derivaciones para el futuro político europeo de los eventos electorales y plebiscitarios en Gran Bretaña que podrían provocar un “efecto dominó” en los casos, por ejemplo, de Cataluña, Flandes o la recreada Padania. En cualquier escenario de futuro europeo persistirá el reto por consolidar una unión política basada en sus dos principios guía fundamentales: subsidiaridad territorial y rendición de cuentas democrática. Si el primero establece que las decisiones se tomen transnacionalmente sólo si los niveles estatal, regional y local no están en mejores condiciones para realizarlo, el segundo es preceptivo para conformar la legitimidad institucional en el Viejo Continente. Ciertamente surgirán dificultades en el acomodo entre regiones, naciones sin estados y estados miembros, pero el reajuste territorial (rescaling) de la gobernanza multinivel en la UE se mantendrá como una reforma ineludible en la agenda política europea.