Syriza, el partido euro crítico de izquierdas, podría ganar hoy las elecciones griegas. Con una economía devastada, la cohesión social rota y el sistema de partidos patas arriba, las propuestas de su líder, Alexis Tsipras, que se centran en terminar con la austeridad, renegociar la deuda y combatir la corrupción, la oligarquía y el clientelismo, resultan seductoras.
Ante esta situación, está aumentando el nerviosismo en las capitales europeas. Tras dos años de calma en los mercados de deuda, hay miedo a que el euro vuelva a tambalearse si la opción Grexit se vuelve a poner sobre la mesa. Y es que, aunque desde Berlín o Bruselas se insiste en que la unión monetaria es irreversible y que se han dado enormes pasos en los últimos años para mejorar sus estructuras de gobernanza y gestión de crisis, el historiador económico Barry Eichengreen se ha encargado de recordarnos que una salida del euro de Grecia sería como un Lehman Brothers al cuadrado. No olvidemos que el euro es un experimento monetario postmoderno sin precedentes: una moneda huérfana, sin un estado o un ejército que la sustente, y que, por tanto, es imposible anticipar qué pasaría si uno de sus miembros la abandonase.
A pesar de estos temores, la salida del euro por parte de Grecia es improbable. Y la inestabilidad en los mercados, que seguramente se producirá si gana Syriza, no debería tener nada que ver con la de hace unos años. Siempre puede haber accidentes, pero su probabilidad, en el actual contexto es baja.
Ni los griegos quieren salir del euro ni los alemanes quieren que nadie salga del euro. Syriza, que aspira a ocupar el centro del espectro político griego, lo que le ha llevado a moderar su mensaje, ha insistido en que su objetivo es renegociar los términos del rescate, pero no abandonar la moneda única, y mucho menos el proyecto de Unión Europea en su conjunto (recordemos que el 70% de los griegos declara no querer volver al dracma). Quiere construir “otra” Europa, y es consciente de que, para ello, necesita alianzas con otros partidos euro-críticos que pudieran alcanzar el poder en otros países de la zona euro.
Por su parte, desde Berlín se insiste (con razón), en que la clave para la supervivencia del euro pasa tanto porque nadie abandone el barco, como porque los países deudores lleven a cabo las reformas estructurales que les permitan crecer en un mundo cada vez más competitivo y globalizado. De hecho, la gran frustración del gobierno alemán es que, más allá de las políticas de austeridad (que no han tenido los resultados esperados), los gobiernos griegos no hayan sido capaces de reformar suficientemente la economía (aumentando la competencia, diversificando la estructura productiva y combatiendo la corrupción y el clientelismo) como para hacer que el crecimiento sea más robusto. Una buena muestra de este fracaso es que, a pesar de los enormes recortes salariales que ha experimentado Grecia en los últimos años, las exportaciones no han aumentado (algo que, por ejemplo, sí ha sucedido en España), lo que indica que los problemas institucionales son tal vez más graves de lo anticipado y que, por tanto, reducir los costes de producción no es suficiente para generar aumentos de competitividad.
Partiendo de esta configuración de intereses, hay lugar para alcanzar un acuerdo. En 2012, el Eurogrupo prometió a Grecia que suavizaría las condiciones del rescate cuando el país alcanzara el superávit primario (ingresos públicos mayores a los gastos sin contar con el pago de intereses de la deuda). Como Grecia ya lo ha logrado, se podría utilizar este argumento para darle algo de oxígeno en materia fiscal. Además, ante la evidencia de que la deuda Griega es demasiado elevada como para permitirle crecer, sería posible buscar fórmulas para ampliar los plazos de pago y reducir (aún más) los intereses. La clave estaría en que no se produzca una quita, de modo que se pudiera vender el acuerdo en Grecia como un cierto éxito para Syriza, mientras que en los países acreedores se pueda seguir afirmando que Grecia ha honrado sus compromisos gracias a una mayor solidaridad europea.
Por otra parte, en la medida en la que Syriza aceptara llevar a cabo un programa realmente reformista a cambio de renegociar los términos del rescate, Alemania podría ver a Syriza como una auténtica oportunidad para resolver algunos de los problemas endémicos de la economía griega. Habría, por tanto, lugar para un nuevo pacto, que reconociera los errores de la estrategia de la Troika en Grecia y planteara nuevas alternativas, al tiempo que reforzara la necesidad de adoptar reformas de calado en Grecia.
En definitiva, como sostiene Benjamin Cohen, Europa vive suspendida entre las fuerzas centrípetas que la obligan a mantenerse unida y las centrífugas de la política interna de cada uno de sus estados miembros, que en ocasiones la empujan a separarse. La tensión entre estas dos fuerzas es compleja y difícil de gestionar, pero no necesariamente inestable. Tendría que pasar algo muy grave para que este nuevo episodio de la tragedia griega rompiera definitivamente la baraja.