A veces, sucede lo inimaginable: desaparecen partidos importantes o se convierten en irrelevantes. Todo empieza el día en que se da una combinación fatal: ganar el poder sin estar preparado. A veces son partidos que se acostumbran a estar en mayorías de gobierno sin tener mayorías sociales. Esto es lo que suele sucederle a partidos cuyo tamaño esconde una organización vulnerable (donde hay más hueso de aparato que músculo social) y que gobiernan al mismo tiempo que la sociedad experimenta cambios subterráneos profundos para los que este partido no está preparado. Paradójicamente, en esta situación, el partido tiende a centrarse en ocupar y gestionar el poder del presente sin apenas tiempo o incentivos para atender los retos del medio plazo. Ocupados en el arte de gobernar se olvidan del arte de representar. Olvidan con ello la esencia de la política democrática: sólo se gobierna con solidez cuando se representa con fuerza.
Esto nos conduce a uno de los enigmas más desconcertantes de la política: ¿pueden los partidos renovarse cuando están en el poder? ¿Pueden tratar de responder a los retos de los cambios sociales y culturales que se están produciendo en el electorado al mismo tiempo que gobiernan desde las instituciones? Desde hace más de un siglo, muchos partidos del mundo democrático han tratado de resolver este enigma. A veces con cierto éxito. Pero son muchos más los que han fracasado, presos de la paradoja del liderazgo cautivo: difícilmente los líderes se atreverán a reformar, en un partido, la misma estrategia que les ha llevado a lo más alto del poder, aunque a medio plazo esta amenace con quitarles lo que un día les dio. En realidad, el cambio en los partidos suele originarse en los electores, cuando una parte de estos deciden retirarles su confianza. Por eso, generalmente, los partidos mayoritarios suelen alternar períodos exitosos de gobierno con momentos duros de oposición, de crisis y de cambio. Un ciclo ineluctable: victoria-crisis-recambio-recuperación-victoria-crisis-recambio…
Sin embargo, hay dramáticas excepciones en los que este ciclo de éxito/fracaso se interrumpe. Esto sucede cuando los partidos, entretenidos en la gobernación, han sido incapaces de percibir la llegada de transformaciones profundas en el electorado. Incapaces de reaccionar, pueden estar tentados, al volver a la oposición, por adoptar una estrategia muy conservadora: esperar que el temporal amaine. Pero a veces no amaina. No hay temporal, porque lo que viene es un tsunami.
Existen casos ejemplares de grandes partidos que ocuparon la centralidad política hasta que el curso de la historia se los llevó por delante abruptamente, como sucedió con el hundimiento del Partido Liberal británico en los años 20 o el desplome del Partido Radical de Pierre Mendès France, arrastrando en su caída la IV República francesa.
Cuando se dan estas situaciones, altamente improbables pero no imposibles, todo empieza a fallar. El partido, desbordado por la fuerza del cambio electoral, incapaz de reaccionar, comienza un peligroso proceso de empequeñecimiento, en el que se disminuye su espacio electoral. He aquí la clave de la tragedia: se encoge el electorado, su base social, y con ello puede que también su base de afiliados. Pero no su estructura de mandos centrales y territoriales. El partido se hace pequeño por abajo. El cuadro se podría denominar “hipertrofia organizativa”. Y las consecuencias de este creciente desequilibrio entre base social y elites dirigentes pueden hacer aflorar entre los últimos las reacciones de supervivencia más genuinamente primitivas: ante el hundimiento de su entorno, los líderes de estos partidos acaban concluyendo que “yo gano si nosotros perdemos”. Un cálculo tan difícil de imaginar por parte de electores y afiliados como fácil de comprender por quien descubre que se puede mantener el control de un partido a pesar de la derrota electoral y de la pérdida de instituciones. Hasta que un día no quede más organización por controlar, como le sucedió a la UCD de la transición.
¿Hasta qué punto es irreversible esta lógica perversa? Las investigaciones sobre partidos saben explicar bien estos procesos de decadencia, pero tienen muchas dificultades para ofrecer antídotos. Lo paradójico de estos fenómenos de desintegración de partidos es que pueden darse incluso cuando sus propios adversarios políticos también experimentan dificultades. Desde nuestra modesta opinión, creemos que la única posibilidad que tienen los partidos con riesgo de implosión de impedirlo y revertir la amenaza de colapso pasa por reanudar el ciclo de recambio interno descrito anteriormente. Una derrota electoral no se lleva por delante a un partido necesariamente, siempre que este sepa leer las causas que la han precipitado y responda apropiadamente.
¿Cómo? Todos los partidos en proceso de crisis suelen apelar a la necesidad de renovar ideas y proyectos para volver a conectar con su base social y recuperar electorado. En algunos casos, incluso el líder puede radicalizarse temporalmente como estrategia para recuperar credibilidad y apoyo social. Sin embargo, suele pasarse por alto la condición sine qua non que implica todo proceso de renovación de ideas: la renovación de los propios dirigentes. Difícilmente un equipo dirigente, identificado con unas ideas políticas y un proyecto de gobierno, puede defender con éxito y credibilidad unas ideas y un proyecto distintos. ¿Podría Gordon Brown haberse separado del New Labour blairita como lo está haciendo Ed Miliband?
Lo cual abre un nuevo interrogante: ¿podría Ed Miliband haberse impuesto como líder del partido sin haber contado con el empuje y la implicación directa de los afiliados y sindicatos del Partido Laborista? Quizá sí, pero con muchas menos probabilidades de victoria.
Diversos estudios apuntan el recurso creciente de los partidos a renovar la forma de selección de sus jefes como instrumento de reacción ante situaciones de enorme adversidad política: graves derrotas electorales, pérdida progresiva de base social, abandono de sus militantes. Cuando la sociedad está cambiando profundamente, los partidos deben adaptarse con la misma determinación.
Pero hemos dicho que, en situaciones excepcionales, los líderes pueden resistirse a estos cambios hasta el punto de poner en riesgo la existencia de la formación antes que ceder el poder en el partido. Ante esta situación, el establecimiento del método de elección directa de los máximos líderes (o “primarias”) se está convirtiendo en un instrumento cada vez más extendido para contrarrestar la lógica perversa de elites que se resisten en extremo a su substitución. No se trata simplemente de utilizar primarias para elegir candidatos, sino también a los propios jefes de la organización, puesto que en los partidos occidentales el mando se encuentra en el control del partido. Se trata de aplicar la lógica aplastante de la democracia de los afiliados para conseguir derribar la no menos aplastante, pero más dañina, lógica del liderazgo cautivo en la cúspide de los partidos.
Sólo así parece posible reconducir la historia de los partidos hacia un nuevo escenario, igual de competitivo pero más cooperativo, en el que los máximos dirigentes puedan pensar: “gano si ganamos, aunque yo pierda”.