- José Moisés Martín argumenta que la reforma del art. 135 de la Constitución, llevada a cabo por el Gobierno de Rodríguez Zapatero con el apoyo del Partido Popular en 2011, es de dudosa consistencia económica y ha limitado la posibilidad de llevar a cabo políticas económicas alternativas
En septiembre de 2011, en medio de la tormenta financiera que azotaba los mercados de deuda de la eurozona, los dos principales partidos políticos, el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular, aprobaron una reforma del artículo 135 de la Constitución, destinada a garantizar por la vía constitucional el equilibrio presupuestario de las Administraciones Públicas, y la prioridad absoluta del pago de la deuda pública sobre cualquier otra rúbrica presupuestaria.
La incorporación de ambas provisiones en el texto constitucional tenía –y tiene– como objetivo el establecimiento de unas reglas básicas para la política fiscal, las cuales, situadas en el texto de mayor rango, se suponía que debían contribuir a mejorar la confianza de los mercados en la capacidad de la economía española para hacer frente a sus obligaciones internacionales en materia de déficit y deuda pública.
En concreto, el artículo se refiere a:
a) La obligatoriedad de cumplir con las obligaciones de déficit público estructural establecidas en el marco de la Unión Europea.
b) El establecimiento del principio de equilibrio presupuestario para las Administraciones Locales.
c) La necesidad de autorización legal para emitir deuda pública, y el carácter absolutamente prioritario de su servicio.
d) El establecimiento de excepciones en caso de recesión, catástrofe u otra condición que dañe gravemente la economía española.
El artículo se refiere a la necesidad de aprobar una ley orgánica que desarrolle los principios contenidos en dicho artículo, lo cual se realizó en 2012 a través de la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, en la cual se concretaron los límites y los mecanismos previstos en el artículo 135 de la Constitución, a través de los siguientes parámetros:
a) Como norma general, el presupuesto de las Administraciones Públicas debe estar en equilibrio presupuestario, y el déficit público estructural no será superior al 0,4% del PIB.
b) La deuda pública no será superior al 60% del PIB.
El texto de la ley concreta y desarrolla, de esta manera, los principios contenidos en el artículo reformado de la Constitución. Cabe destacarse que, si bien la reforma constitucional fue aprobada con los votos del Partido Popular, PSOE y UPN, la ley Orgánica 2/2012 lo fue con los votos del PP, CiU y UPyD, votando el PSOE en contra del modelo de concreción que propuso el partido del Gobierno.
La reforma establece, por lo tanto, un modelo de política fiscal basado en reglas inamovibles, cuyos principales objetivos eran dos:
1. Por un lado, homologar el marco legislativo español a los requerimientos del Pacto Fiscal (Tratado de Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria), que pocos meses después firmaron y ratificaron los países miembros de la eurozona, que establece en su artículo 3.2 que las provisiones para la estabilidad presupuestaria deben tener fuerza legal en los países firmantes, preferiblemente en las constituciones.
2. Por otro, ofrecer un marco legal que dotase de credibilidad a la política fiscal a largo plazo, en un momento –verano del 2011– en el que la prima de riesgo española se había disparado por encima de los 300 puntos básicos.
Esta mezcla de intereses a largo plazo y coyunturales favoreció una aprobación rápida de la reforma constitucional, sin realizar consultas a la ciudadanía y de una manera que impidió el debate social y parlamentario sobre la bondad de la medida.
La urgencia de la reforma, iniciada en agosto de 2011 y culminada un mes después, no puede sino considerarse como precipitada, ya que fue más allá de lo finalmente establecido en el tratado –el Pacto Fiscal habla de “preferencia” pero no de “obligación” de la constitucionalización de la estabilidad fiscal– y, sin embargo, de poco o nada sirvió a la hora de dotar de credibilidad a la política fiscal.
Un año más tarde, la prima de riesgo alcanzó su marca récord con 649 puntos básicos, dejando a España al borde de un rescate completo por parte de la troika, riesgo que sólo se mitigó con la intervención del Banco Central Europeo y la puesta en marcha de su programa OMT (Outright Monetary Transactions, u operaciones monetarias directas).
En conclusión: la reforma asumió más costes de los necesarios, y no obtuvo los resultados que se buscaban a corto plazo.
El horizonte a largo plazo de la regla de estabilidad presupuestaria contenida en la Constitución y en la Ley Orgánica 2/2012 es más que dudoso. La definición establecida de déficit estructural, tanto en la legislación española como en el Pacto Fiscal, adolece de serios problemas de solidez teórica, ya que el propio concepto de déficit estructural, basado en el cálculo del saldo fiscal (ingresos, menos gastos públicos) una vez tenidos en cuenta los efectos del ciclo económico (relación entre el PIB real y el PIB potencial), es una magnitud difusa de imposible observación directa, y que se basa en la elaboración de modelos tendenciales muy poco consistentes, como ha señalado Fernando Esteve en su blog Oikonomía.
Esta imprecisión lleva a que el propio concepto cambie con el tiempo y genere cierta inseguridad en su interpretación. No sería la primera vez que ocurre: durante la crisis han sido ya varias las ocasiones en las que las instituciones internacionales han modificado sus modelos económicos debido a sus errores de previsión, con serios efectos en las recomendaciones de política económica en materia de deuda o déficit público.
Por otro lado, es conocido que el establecimiento de reglas fiscales que no se cumplen –y en el caso de la deuda pública española, es bastante probable que no se cumpla pasado el año 2020–, no hace sino generar más confusión y reducir la credibilidad del gestor público.
Más allá de los efectos estrictamente económicos, que el autor de este post considera dudosos, la reforma constitucional tiene, sobre todo, un fuerte componente político. Al constitucionalizar la estabilidad presupuestaria y dotarla de una ley de desarrollo tan rígida como la actual, se está cerrando la puerta –si no definitivamente, sí a largo plazo– al establecimiento de políticas económicas alternativas, que a partir de este momento serían tildadas de inconstitucionales.
Sería, por ejemplo, teóricamente inconstitucional en España la política económica lanzada en el marco del G20 de 2009, que promovió el desarrollo de impulsos fiscales y que evitó que la gran recesión se convirtiera en una depresión económica similar a la de 1930. Se trata, en última instancia, de una provisión destinada a limitar en gran medida la capacidad del Estado para dinamizar la economía a través de una política de estímulo fiscal o de inversiones públicas.
Lo más inexplicable de dicho movimiento político es que se ha desarrollado bajo un paradigma económico, el de la austeridad expansiva, que durante los últimos meses ha perdido toda su relevancia teórica y empírica. En efecto, estudios tanto del FMI como de la propia Comisión Europea han reconocido que la austeridad a ultranza es altamente perjudicial para la marcha de la economía. Sin embargo, el rigor del texto del Pacto Fiscal y de la reforma constitucional española deja poco margen de interpretación: la austeridad se aplicará, con independencia de toda evidencia empírica, sobre la base de lo establecido en el Tratado y en la reforma Constitucional, que ya han sido aprobados y cuya ulterior modificación es prácticamente imposible, habida cuenta de las mayorías necesarias para ello (unanimidad, en el caso del Pacto Fiscal).
Es inconcebible que partidos de centroizquierda hayan aprobado reglas tan rígidas para la gestión de la política económica de la eurozona y que, además, necesitan del consenso de los partidos de centro derecha para ser eventualmente modificadas. Con el Pacto Fiscal, las fuerzas políticas de centroizquierda de la Unión Europea se han encadenado a un modelo de política económica y han tirado la llave al río.
Otro efecto, no menos importante, de la reforma constitucional, es el establecimiento de controles exhaustivos por parte de la Administración General del Estado sobre el resto de las Administraciones Públicas, en un ejercicio de recentralización fiscal y financiera, que deja poco margen a las comunidades autónomas y nacionalidades para desarrollar un aspecto clave de cualquier posibilidad de autonomía o autogobierno: la política fiscal.
La supervisión y coordinación de las políticas de gasto público por parte del Gobierno central ya ha generado los primeros encontronazos en el Tribunal Constitucional, y no serán los últimos. Es cierto que, como parte de la UE, los Gobiernos autonómicos deben cumplir también con las previsiones establecidas en los tratados, pero cabe preguntarse si la centralización de la supervisión fiscal y financiera de las cuentas públicas autonómicas es la mejor manera de hacerlo.
En conclusión: una reforma excesiva, precipitada, de dudosa consistencia económica, y con un fuerte significado político que limita en buena medida las posibilidades de construir una política económica diferente en un Estado descentralizado como España. Una reforma que no puede sino considerarse un grave error.