El pasado mes de marzo, el Instituto de Estudios Autonómicos emitió un informe, jurídicamente razonado, en el que sostenía la existencia de “al menos cinco vías legales” para consultar a los ciudadanos de Cataluña sobre su futuro político colectivo:
1. La convocatoria de un referéndum por el Gobierno del Estado.
2. La transferencia o delegación de dicha facultad a la Generalitat.
3. La autorización por el Gobierno central a la Generalitat para convocar una consulta referendaria al amparo de la Ley catalana 4/2010 (impugnada por el Estado y pendiente de sentencia del Tribunal Constitucional, pero plenamente vigente).
4. El impulso de una reforma constitucional que lo prevea expresamente (algo altamente improbable, pero difícilmente inconstitucional).
5. La convocatoria por la Generalitat de una consulta de carácter no referendario al amparo de la ley que se tramita en estos momentos en el Parlamento catalán con dicha finalidad.
Cuatro de las cinco vías mencionadas se concretan en la celebración de una consulta popular por “vía de referéndum”. Hablar de consulta popular y de referéndum es hablar de “democracia” y, más concretamente, de democracia “directa”, lo que exige revisar las previsiones de la Constitución española al respecto.
Entre sus múltiples referencias a la democracia y a su ejercicio directo por la ciudadanía, destacan, sin lugar a dudas, las tres siguientes.
En primer lugar, la Constitución consagra el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos “directamente” o por medio de representantes como “derecho fundamental” (art. 23.1).
En segundo lugar, proclama que las decisiones políticas de especial trascendencia “podrán someterse” al referéndum consultivo de todos los ciudadanos (art. 92, que recoge asimismo una breve previsión sobre el procedimiento y los órganos competentes para su convocatoria, así como un mandato al legislador orgánico para que regule las diversas modalidades de referéndum “previstas” por la propia Constitución).
En tercer y último lugar, la Constitución atribuye a la competencia exclusiva del Estado “la autorización” para la convocatoria de consultas populares por la vía de referéndum (art. 149.1.32), lo que permite deducir que tales consultas podrán ser convocadas o, al menos, impulsadas desde instancias territoriales de gobierno distintas al propio Estado.
En otras palabras, el texto constitucional no sólo no prohíbe la utilización del referéndum, sino que lo consagra expresamente. La expresión “todos los ciudadanos” que luce en el art. 92 CE puede introducir alguna duda sobre la posibilidad de acotar un referéndum a una parte del territorio del Estado, pero otras previsiones constitucionales (arts. 149.1.32, 151, DT 2.ª y 4.ª), estatutarias (referéndums para la ratificación de reformas estatutarias o sobre la integración de enclaves territoriales en una u otra comunidad autónoma) y legales (regulación de las consultas populares por la legislación de régimen local) parecen despejar definitivamente las dudas surgidas.
La quinta vía para consultar a los ciudadanos de Cataluña sería la consistente en convocar una consulta popular, de carácter no referendario, al amparo de la ley que se encuentra en trámite en el Parlamento de Catalunya, con el objeto, precisamente, de regular tal tipo de consultas populares. Dicha ley, amparada en la competencia exclusiva de la Generalitat de Cataluña sobre las consultas populares (art. 122 EAC), pretende configurar dichas consultas de forma que puedan diferenciarse suficientemente del referéndum, tal como éste ha sido definido por la jurisprudencia constitucional.
Y es precisamente aquí, en el nivel de la jurisprudencia constitucional, donde se han generado los problemas principales. Dicho de otro modo, los posibles impedimentos legales no se encuentran en el texto de la Constitución, sino en el plano de la interpretación de dicho texto por parte del Tribunal Constitucional, así como en la sucesiva interpretación de la doctrina del Alto Tribunal por parte de la doctrina científica mayoritaria a nivel estatal (cuyas conclusiones difieren, por cierto, de las alcanzadas por un número asimismo mayoritario de iuspublicistas catalanes).
¿Qué ocurre con la jurisprudencia del TC? En apretada síntesis, la STC 103/2008, sobre el Plan Ibarretxe, vino a sostener que es inconstitucional toda consulta sobre una pregunta que afecte al orden constitucional vigente y a su fundamento –la unidad de la Nación y la soberanía del pueblo español–, ya que dicha pregunta tendría que formularla el Estado a todo el pueblo español y al finalizar el correspondiente proceso de reforma constitucional.
Aplicada mecánicamente, dicha doctrina haría del todo punto inviables las cuatro primeras vías propuestas como legales por el Instituto de Estudios Autonómicos, posteriormente asumidas por el Consejo Asesor para la Transición Nacional. Por su parte, la STC 31/2010, sobre el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, consideró perfectamente constitucional la competencia exclusiva de la Generalitat en materia de consultas populares, “en el bien entendido” de que en dicha expresión “no se comprende el referéndum” y subrayando, además, sin que nadie se lo hubiera pedido, que la competencia del Estado no se limita a la “autorización” de las consultas populares por vía de referéndum (que es la facultad que la Constitución reserva expresamente al Estado), sino que alcanza “a la institución del referéndum en su integridad”, por lo que “debe extenderse a la entera disciplina de esa institución, esto es, a su establecimiento y regulación”.
Y aquí arranca, sin llegar a resultados definitivos, la interpretación de la interpretación. ¿Es comparable el caso enjuiciado por la STC 103/2008 sobre la ley vasca con los procedimientos propuestos para celebrar una consulta sobre el futuro político de Cataluña? La doctrina del TC, muy criticada por la academia en este punto, ¿es inmutable e invariable?, ¿tiene el mismo valor y la misma fuerza que la Constitución? Lo cierto es que la Constitución no es la suma del texto constitucional más las sentencias del TC, ni estas últimas son parámetro directo de constitucionalidad, ni su contenido es invariable (como no parece haberlo sido, por ejemplo, la doctrina sobre la recusación de los magistrados constitucionales).
Hay quien puede pensar lo contrario, ciertamente, como puede haber quien piense que se tendría que haber perseguido penalmente o exigido la responsabilidad de quienes, en la última resolución mencionada, no atendieron con diligencia los deberes de su cargo, atribuyéndose ni más ni menos que la “definición auténtica –e indiscutible– de las categorías y principios constitucionales”, así como el cometido privativo de formalizar “uno entre los varios sentidos que pueda admitir una categoría constitucional”.
Podríamos llegar a convenir que ambas posiciones no sólo son extremas sino asimismo erróneas. Y ello sin entrar a discutir quién designa –y cómo– a los miembros del TC ni en el (des)prestigio acumulado por éste ni a preguntarnos si ha conseguido ser el “centro de equilibrio del sistema de poderes separados, territorial y funcionalmente, que la Constitución articula” (como así lo pretendía la Exposición de motivos de la LOTC).
En cualquier caso, y como proclamó tempranamente el propio TC, “la Constitución es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo. La labor de interpretación de la Constitución no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes, imponiendo autoritariamente una de ellas” (STC 11/1981).
¿Qué sucede, por su parte, con la legislación vigente de carácter infraconstitucional? La Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum, no prevé –ni prohíbe– expresamente su convocatoria por las comunidades autónomas ni su celebración exclusiva en el territorio de una de ellas.
Se podría llegar a esgrimir la necesidad de modificar dicha ley para convocar una consulta como la descrita, pero ello no supondría un obstáculo insuperable si existiese la suficiente voluntad política para hacerlo posible. Por lo demás, son diversos los autores que afirman que dicha modificación no es en absoluto necesaria para dar cabida al referéndum autonómico.
Por su parte, el Estatuto catalán, aprobado por Ley Orgánica 6/2006, asume la competencia exclusiva sobre la regulación y la convocatoria de consultas por parte de la Generalitat o por las entidades locales “en el ámbito de sus competencias”. Ello impediría, a juicio de algunos, la convocatoria de consultas de carácter político no directamente amparadas o conectadas con alguno de los títulos competenciales estatutarios de carácter específico o sectorial (educación, medio ambiente, obras públicas o sanidad, por ejemplo).
Para otros, en cambio, cabe una interpretación más amplia que permita entender, incluido dentro del concepto de “competencia”, tanto los títulos competenciales propiamente dichos como el resto de atribuciones y capacidades reconocidas a estos entes políticos (como la relativa a instar la reforma constitucional). Tanto una interpretación como su contraria han sido argumentadas jurídicamente.
En definitiva, hay juristas que sostienen que una consulta como la tratada en este comentario sería completamente inconstitucional. Y los hay que piensan justamente lo contrario. Entre estos últimos, diversos académicos de prestigio integrados en el Consejo Asesor para la Transición Nacional y en el denominado Colectivo Praga, así como otros conocidos constitucionalistas (Rubio Llorente, Pérez Royo, Francesc de Carreras).
Es fácil de entender que esta contradicción, esta falta de respuestas claras y unívocas, cause desazón y desconcierto entro los legos en la materia. Pero el Derecho y su interpretación son así. Aunque muchos de sus cultivadores tiendan a olvidarlo, son más bien pocas las afirmaciones absolutas y rotundas que pueden formularse honestamente. La interpretación jurídica –y en particular, la interpretación del Derecho que regula el reparto territorial del poder– no es, por descontado, una ciencia exacta.
También es posible que el enfoque principalmente adoptado para el análisis y el tratamiento del problema que nos ocupa no sea el más adecuado ni el más útil para resolverlo. ¿No deberíamos reconocer que nos enfrentamos a una cuestión esencialmente política que solo políticamente debe resolverse?
Tal solución no puede desbordar ni restringir los límites del Derecho propio de una sociedad democrática avanzada. Por tanto, tampoco puede dejar de distinguir entre la legitimidad constitucional de celebrar una consulta y la mayor o menor compatibilidad de sus hipotéticos resultados con el texto de la Constitución. Y a nuestro juicio, tampoco puede dejar de plantearse si sigue siendo de recibo, a estas alturas, que una mayoría pueda decir a una minoría “te guste o no, siempre serás mía”.