El Partido Popular empieza a quedarse solo en su negativa a abrir el debate sobre la reforma constitucional. El debate reciente gira en torno a si es el momento apropiado, a si podrían alcanzarse los acuerdos necesarios o, sobre todo, a cuáles son los contenidos a renovar, incluyendo si deben hacerse reformas muy parciales o pensar un esqueleto constitucional muy diferente.
Por el contrario, casi nadie ha explicitado como imagina ese proceso. Quizás hay unos que imaginan a los Miguel Herrero, Solé Tura y compañía del 2014, negociando y pactando en secreto en algún Parador. Seguramente otros vislumbran un amplio debate social reproducido en miles de círculos por todo el país. Pero la discusión sobre cómo debería desarrollarse ese proceso apenas se ha puesto encima de la mesa. Y, seguramente, las dos fórmulas que acabamos de caricaturizar (la que tendrían en su cabeza los defensores del régimen del 78 y el defendido por los partidarios de crear algo nuevo) sean igual de poco factibles en el contexto actual.
En todo caso, la experiencia reciente de otros países nos aporta algunas ideas y modelos de cómo puede abordarse un proceso de reformas institucionales (más o menos profundas) que nos permiten enriquecer los imaginarios colectivos sobre cómo podría desarrollarse un debate de este tipo.
Por ejemplo, la experiencia islandesa ha formado parte de las referencias de la izquierda que imagina un proceso constituyente, con una asamblea encargada de elaborar un nuevo texto constitucional, elegida directamente por la ciudadanía y sin presencia directa de los partidos. En su haber, la capacidad de ilusionar, de elaborar un nuevo texto constitucional innovador y que fue aprobado en referéndum con una clara mayoría. En su debe, la dificultad de importar el modelo al caso español (la población de Islandia es comparable a la de dos distritos de Madrid, sin fueros, nacionalidades históricas, ni cuatro niveles de gobierno a contemplar, por citar sólo algunos ejemplos). Además, si en un escenario poco partitocrático como el islandés, los partidos políticos fueron capaces de terminar paralizando un proceso que había conseguido un nivel de legitimidad ciudadana considerable, parece muy difícil imaginar que la historia pudiera ser muy diferente en el caso español.
Otra fórmula diferente sería la deliberativa, protagonizada por algún tipo de asamblea ciudadana elegida por sorteo, como las utilizadas para proponer reformas electorales en Holanda o en Ontario. En estos casos, el protagonismo recayó exclusivamente en personas elegidas al azar que, tras un largo proceso de información y deliberación, terminaron proponiendo un nuevo modelo. Aunque se trate de procesos que han sido muy alabados por la calidad del debate y por el interés de las propuestas, lo cierto es que ninguna de sus propuestas ha terminado siendo adoptada, a veces por menosprecio por parte de los partidos gobernantes y en otros porque la fórmula propuesta no logró apoyos suficientes en los referéndums que debían aprobar y legitimar el trabajo de esas instancias deliberativas. Pensando en el caso español, seguramente sea una fórmula interesante para abordar algún tema concreto (desde el encaje europeo a la financiación autonómica), aunque difícilmente sirva para construir un nuevo cuerpo constitucional completo dada la excesiva complejidad de la tarea.
También podría buscarse inspiración en las islas británicas, donde se han utilizado un conjunto de fórmulas innovadoras en las últimas décadas. Por ejemplo, el modelo escocés de principios de los años 90, basado en representantes de organizaciones de la sociedad civil, que trabajaron conjuntamente con representantes de los partidos políticos. Aunque probablemente se trate de un modelo poco adecuado para un país con una sociedad civil organizada relativamente débil como el nuestro, donde la presencia de estos grupos añadiría complejidad al proceso sin aportarle mucha mayor legitimación ciudadana. O, la convención constitucional irlandesa de los últimos años, que está trabajando con una fórmula mixta, donde la mayoría de sus miembros son ciudadanos elegidos al azar como en los ejemplos antes citados, pero combinados con un tercio de representantes nombrados por los partidos políticos. De nuevo, Irlanda y España pueden ser muy diferentes y el proceso irlandés aún no ha concluido para poder hacer una evaluación definitiva del mismo, pero el balance provisional es prometedor y sugiere que un proceso con protagonismo mixto (con los mecanismos adecuados para evitar el predominio excesivo de los políticos profesionales en el mismo) puede combinar y aportar frescura y visiones apartidistas y, a la vez, lograr un resultado que los partidos no vayan a menospreciar por haber estado ausentes del mismo.
Podría ser que ninguno de estos modelos sirviera para el caso español, donde la plurinacionalidad y el fortísimo componente de desafección ciudadana existente en estos momentos (hacia los partidos y los políticos en general en todo el país, hacia la propia idea de un estado español en Cataluña y el País Vasco) dificultan enormemente cualquier proceso de construcción de nuevos acuerdos. Pero lo que es seguro es que ninguna de estas dificultades es un buen argumento para negar la creciente demanda social de cambios institucionales profundos. La experiencia comparada, aunque no incluya ningún modelo perfecto fácilmente imitable, nos puede aportar muchos ejemplos de los que podemos aprender y que pueden servir cómo inspiración para crear una vía propia de debate y construcción de una nueva institucionalidad democrática, adaptada a los retos y demandas de la sociedad actual.
Porque el contenido de esa reforma constitucional importa, pero que el proceso a través del cual se realice la misma sea percibido como lo suficiente incluyente y permeable a la voz de la ciudadanía para ser considerado legítimo, también. Y, sin duda, la sociedad española y sus expectativas al respecto, son muy diferentes a las de 1978.