Hace unas semanas el líder de la Confederación de Sindicatos irlandeses, David Begg, desataba la polémica al afirmar que la troika había hecho más daño a su país que 800 años de ocupación británica. Irlanda, país donde con más diligencia se aplicaron las recetas de austeridad europeas y el rescate a los bancos, sigue sin ver la salida. Los recortes en salarios y prestaciones sociales y las subidas de impuestos directos e indirectos han hecho caer el consumo, han multiplicado el número de personas insolventes, no corrigen el déficit y deprimen aún más la economía. Nada que a Grecia, Portugal, Chipre, España e Italia no les suene familiar.
Estas recetas de austeridad impuestas por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional como respuesta a la crisis económica conllevan un grado de intervención sobre las políticas sociales y laborales de estos países desconocido hasta fecha. El Pacto del Euro, el más reciente refuerzo del Pacto de Estabilidad y el llamado Semestre Europeo actúan directamente sobre los niveles de gasto social, el déficit y la deuda pública. Exigen la modificación de las condiciones de elegibilidad y cobertura de los sistemas nacionales de pensiones y salud pública, y la desregulación de los mercados de trabajo a través de la descentralización de los convenios colectivos y la revisión de la indexación de los salarios.
A su vez, se produce un cambio significativo en el protagonismo de los actores dominantes: la toma de decisiones sobre la agenda social pasa de las manos de los titulares de empleo y asuntos sociales, que solían consensuar en mayor o menor grado sus intervenciones con los agentes sociales, a manos de los responsables de finanzas de cada estado miembro.
La injerencia de la troika en los estados de bienestar europeos tiene dos implicaciones importantes relacionadas entre sí: en primer lugar se relega definitivamente el modelo social a un segundo plano a favor de la estabilidad económica de la eurozona; en segundo lugar, se produce una pérdida de soberanía nacional considerable al devaluarse el principio de subsidiariedad que hasta la llegada de la crisis había prevalecido sobre las principales políticas sociales. En los países del Sur de Europa al igual que Irlanda, la mayor intrusión de las instituciones europeas en las finanzas y las políticas sociales nacionales se produce en paralelo a un debilitamiento considerable del diálogo y la concertación social. Ambos aspectos suscitan cada vez más dudas sobre la legitimidad democrática de los procedimientos y medidas puestos en marcha.
El Modelo Social Europeo ha pasado por momentos de más o menos impulso. A pesar de agendas europeas de marcado carácter social, sobre todo en el periodo de posguerra, el proceso de europeanización ha avanzado siempre más rápidamente en materia de integración económica y monetaria, encontrando muchos más obstáculos en el camino hacia la integración social. Las distintas trayectorias de los estados de bienestar europeos, sus diferencias en los principios y las filosofías que los sustentan, los desiguales niveles impositivos y de cobertura y de apoyo por parte de la ciudadanía, han hecho desde un principio difícil la convergencia europea en materia social y del todo impracticable tras la ampliación de la Unión hasta llegar a los 27 países.
A excepción de los temas relacionados con salud y seguridad en el empleo, y los vinculados al principio de igual salario por trabajo de igual valor, que sí son mandato de la Unión y por lo tanto los estados miembros pueden exponerse a sanciones en caso de no aplicar las directivas de obligado cumplimiento, el resto de los ámbitos de los sistemas de bienestar, desde pensiones y desempleo hasta salud, educación y servicios sociales son competencia exclusiva de cada país con sus correspondientes niveles de gobierno. Para no entrar en colisión con este principio de subsidiariedad en las políticas sociales, el papel de la UE en estas materias se limita a proponer objetivos comunes, buenas prácticas y el intercambio de ideas y de experiencias.
El Método Abierto de Coordinación ha sido el instrumento que mejor ha podido desarrollar una gobernanza europea por la vía de la coordinación gracias al voluntarismo de los actores implicados. Las Estrategias Europeas de Empleo contienen toda una serie de mecanismos para desarrollar el método abierto. Nunca ha sido el más perfecto de los mundos, desde luego. Ha permitido por ejemplo que en muchos países, claramente el nuestro, el objetivo del crecimiento de empleo pasara por encima de la cohesión social.
La crisis hubiera llegado de otra manera si la espectacular creación de puestos de trabajo durante los tiempos de bonanza hubiera sacrificado cantidad por calidad. Desde mediados de los 90, la Comisión Europea venía advirtiendo repetidamente a España de que la flexibilidad en el mercado laboral era excesivamente insegura pero en el fondo aparecía también dispuesta a aceptar el sacrificio y, en cualquier caso, los organismos europeos tenían voz pero ningún voto en el desarrollo de los modelos sociales (incluyendo al crecimiento económico como parte del modelo social) de cada estado-nación.
Y así era hasta que llegó la crisis, la mayoría conservadora-liberal en el Consejo de Ministros Europeos y las medidas de austeridad. Las reformas económicas y fiscales que ha puesto en marcha la UE en los últimos dos años intervienen directamente en el gasto público y en el diseño de los sistemas de protección social. Ya no se trata de métodos “blandos” de coordinación sino que se imponen multas y sanciones para los países que no cumplan con los criterios fijados. El Pacto de Estabilidad establece límites para el déficit (el 3% del PIB) y la deuda (el 60% del PIB).
Las medidas de austeridad son por una parte resultado de la imposibilidad de los países de ajustar sus mecanismos macroeconómicos al ciclo económico y la, como hemos visto, más limitada capacidad de maniobra por imposición de la troika. Pero al mismo tiempo, en países como Italia y España ha habido una clara alineación ideológica en la construcción del argumento del “no hay alternativa”. El cambio en la manera de hacer política es igualmente evidente en el ámbito estatal. La introducción de las medidas de austeridad drásticas y altamente impopulares se han llevado a cabo precipitadamente y en ausencia de debate parlamentario, diálogo social o consenso político.
Tanto por la forma como por el fondo, parece que hemos entrado en la era de la tensión permanente. La austeridad se impone sin que haya ni un mínimo atisbo de “recalibrar” el Estado de bienestar. Es decir, el retroceso en alcance y cobertura de prestaciones y servicios no viene compensado por intervención alguna en ámbitos nuevos de política social o en la mejora de los existentes. A pesar de llevar casi 5 años, la crisis no ha abierto ventana alguna de oportunidad. Las medidas de ajuste se han aplicado más fácilmente en educación y sanidad porque una reducción del gasto supone un ahorro inmediato, pero a largo plazo puede peligrar la universalidad de los sistemas. Medidas como el copago, la subida de las listas de espera en la sanidad, la reducción en personal, el aumento de las ratios en los colegios, paulatinamente obstaculizan el acceso a los servicios y deterioran la calidad de los mismos. En el caso español los cambios introducidos desde 2010 son traumáticos no sólo por su magnitud sino porque parecen poner fin a casi tres décadas de esfuerzos continuados por modernizar y adecuar nuestras políticas sociales.