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Este blog corresponde a Alternativas Económicas, una publicación mensual que te explica la información económica desde un punto de vista social.

Política migratoria y coste electoral

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Antonio Izquierdo Escribano

Catedrático de Sociología de la Universidad de A Coruña —

Tras la odisea televisada de los barcos que rescatan inmigrantes en el Mediterráneo se ha instalado en la opinión pública la idea de que no hay política de inmigración en la Unión Europea. No es verdad. También se piensa que los rescatados no huyen de la violencia, sino que se trata de la inmigración de la miseria. Eso tampoco es cierto del todo. Se trata de una migración forzosa.

La Unión Europea tiene un proyecto político que sostiene un modelo de sociedad. El hecho de que los Estados se rebelen y no apliquen la decisión del reparto de los rescatados en el Mediterráneo no implica que la UE carezca de política migratoria. Lo que expresa es una discrepancia fuerte sobre los costes electorales y económicos de esa política en cada Estado miembro de la Unión y la resistencia a perder el control de la ciudadanía. No se rechaza la inmigración cualificada, sino aquella que convive con la ciudadanía vulnerable del Estado receptor. 

Los Gobiernos nacionales ponen sus intereses inmediatos por delante de su compromiso comunitario (UE) y se oponen a perder la prerrogativa de elegir a sus ciudadanos y transferir el control de sus fronteras. Se trata de una renacionalización de las políticas migratorias. Los rebeldes no quieren más Europa, ni un plan integral para África, sino hacer una política migratoria a la carta que les permita participar cuándo, cómo y en lo que les convenga. Es precisamente este empequeñecimiento de Europa el que nos ha abocado a una política migratoria ineficaz y de efectos contraproducentes.

Lo cierto es que la Unión Europea tiene, desde hace tres decenios (convenio de aplicación de Schengen), y en todo caso desde hace 20 (Tratado de Ámsterdam), una política migratoria. Esa política se ha sostenido sobre tres pilares: la discriminación en el mercado laboral (preferencia nacional); el control fronterizo e interior con el fin de reaccionar ante la invasión del enemigo común, y, por fin, el mito de la identidad cultural europea. En otras palabras, beneficio económico, seguridad urbana e integración en la sociedad de mercado. El argumento principal es el de captar trabajadores y profesionales para satisfacer las necesidades del mercado nacional y de la competencia internacional, pero eso sí, minimizando los costes de la integración. En cinco palabras: más plusvalías y menos ciudadanía. 

La tradición de las tres Europas

Por eso cuando hace 30 años se analizaba la política de inmigración en la UE se dibujaban tres escenarios. El primero se centraba en los países nórdicos, que constituían un grupo de Estados cuyas políticas se volcaban en la recepción de refugiados y asilados. En el extremo sur, los países ribereños transitaban desde la emigración laboral a la inmigración de trabajadores que, en su mayoría, se ocupaban en actividades poco cualificadas. La Europa del Sur era la que recibía la estigmatizada como inmigración económica que debe su nombre a su bajo coste salarial. Y, por fin, los países centrales en la UE atraían familias e inmigrantes cualificados. Esas tres Europas expresaban diferentes tradiciones y, sobre todo, evidenciaban distintos ciclos migratorios. Unos rezumaban cohesión social; los otros exhibían inexperiencia regulatoria, y los terceros aplicaban la selección. La política actuaba sobre los flujos migratorios y las demandas del mercado, mientras que ocupaban un lugar secundario las percepciones y, sobre todo, el proyecto de arraigo de los migrantes.

Tras la recesión de 2008 se ha producido un giro restrictivo en las políticas respecto de la inmigración forzada y el asilo. Los perdedores de la austeridad están contra la inmigración producto de la desesperación. En un continente poco empático hacia la inmigración se ha decidido actuar sobre la minoría más dramática para apaciguar las actitudes de los golpeados por la austeridad, pero se ha ocultado la lógica del mercado. Así, por ejemplo, crecen y superan los 1,5 millones los trabajadores de la UE enviados por su empleador a otro país de la UE. Bajan las solicitudes de asilo, pero aumentan las migraciones de trabajo temporal. Y más de 2,7 millones de entradas permanentes se han producido en la UE entre 2010 y 2016. 

En efecto, los datos proclaman que una mayoría de los flujos migratorios se han consolidado y asentado. Y las comunidades se han arraigado propiciando redes y cadenas migratorias.  Esa realidad requiere el cambio de prioridades en las políticas migratorias que han de volcarse sobre todo en la integración y la ciudadanía, lo que, además, ayudará en la regulación de los flujos y achicará la inseguridad real y, quizás, la percibida.

Claro está que han sido los inmigrantes ya asentados los que más han sufrido los efectos de la gestión neoliberal de la crisis. Ellos y, en general, todos los perdedores de la recesión se sienten inseguros y se atrincheran en los límites de la comunidad nacional. En las elecciones más recientes han manifestado su rechazo a la entrada de inmigrantes con propósitos de empleo y de arraigo votando a los partidos antiinmigración que impulsan las políticas más inhumanas y restrictivas. 

Contra los derechos universales

Esa política renacionalizada se fundamenta en un desconocimiento de la dinámica de las migraciones y de su encaje jurídico. Los datos evidencian que a una parte significativa de los flujos actuales no se les puede aplicar una política enteramente restrictiva. En la regulación de los flujos de reagrupación familiar y en los migrantes forzosos la prioridad es la de aplicar los derechos humanos.

Esas dos categorías suponen más de la mitad de los flujos (41% familiares y 14% humanitarios) de entrada en los países de la OCDE. El otro flujo importante por su cuantía es el propiciado por el modelo neoliberal de movilidad laboral, es decir, movimientos circulares y temporales de trabajadores más y menos cualificados. Aquí, en estas migraciones más voluntarias, sí que cabe el debate sobre las cuotas.  Está claro que los asilados y los familiares tienen que trabajar para mantenerse, pero en su tratamiento resulta obligado atenerse a los derechos universales. Lo realmente grave una vez llegados a este punto es que el trabajo se haya convertido en un privilegio y no en un derecho, como la migración. 

En resumen, las políticas restrictivas que atienden a las percepciones han producido un aumento de la inmigración indocumentada y una mezcla turbia del asilo con la inmigración laboral. Conviene saber que la inmigración irregular es la muestra de una política incapaz de regular la inmigración legal. Además, la inmigración indocumentada exterioriza la desregulación de los mercados laborales y en mucha menor medida traduce la falta de control fronterizo. Así sucede también con la perversión del asilo y la restricción del reagrupamiento familiar, que evidencia el retroceso cuando no el desprecio por los derechos humanos y la crisis de la democracia. 

[Este artículo ha sido publicado en el número 75 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

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