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Coletazos de la primavera árabe
Inducidos por el estallido de protestas populares en países como Sudán, Argelia, Irak y Líbano, analistas y medios de comunicación internacionales han comenzado a preguntarse si el mundo árabe es escenario de una segunda primavera revolucionaria, similar a la que fascinó al mundo en el invierno de 2011. Observadas con detalle, estas revueltas no parecen, sin embargo, algo novedoso, sino más bien el último coletazo de aquel movimiento libertario y antisistema que sacudió Túnez, Egipto, Libia, Siria y Yemen y con el que comparten errores, carencias y fiascos: principalmente, la ausencia de una alternativa política a las dictaduras capaz de ofrecer soluciones reales a demandas de libertad, derechos y justicia social. Es una alternativa igualmente inexistente frente a la ola contrarrevolucionaria lanzada desde potencias regionales como Arabia Saudí, que entendió el ascenso del llamado islam político y de la democracia como un desafío medular a su propia existencia y a su influencia en la región y optó por financiar a las corrientes retrógradas y represivas.
Dejando aparte la excepción tunecina, el resultado de la Primavera Árabe fue que la dictadura retornó con más dureza en Egipto, que las guerras ensangrentaron Siria, Yemen y Libia, que se abrió una brecha total con el islam político fomentado desde Qatar y que movimientos de protesta en naciones como Argelia y Sudán fueron asfixiados incluso antes de nacer. “El desafío en el mundo árabe de hoy es que el viejo orden, basado en el mecenazgo del petróleo y la fuerza bruta, ha muerto. Y que el nuevo orden, cimentado en la buena gobernanza, el mérito y la productividad, experimenta problemas para poder crearse”, explica Marwan Muasher, vicepresidente del instituto de análisis Carnegie Endowment for International Peace, con sede en Washington. “La prolongada represión de los gobiernos árabes para impedir el desarrollo de instituciones inclusivas, democráticas y efectivas ha generado un vacío de liderazgo tanto en el seno de los regímenes como en el de la oposición”.
En este contexto se explican los movimientos de protesta surgidos este año tanto en Argelia como en Sudán, dos conflictos sociales en los que la prensa extranjera ha estado casi ausente y que siguen un patrón casi calcado a lo ocurrido en Egipto hace algo más de un lustro. Como en la tierra del panarabismo, las protestas populares, nacidas de un sentimiento genuino de oprobio social, han sido aprovechadas por los ejércitos argelino y sudanés para enmascarar sendos golpes de Estado incruentos urdidos desde las entrañas de las propias dictaduras militares con el objetivo de sobrevivir a la sublevación de un pueblo empobrecido y cansado tras décadas de plomo y miedo.
Las protestas comenzaron de manera inesperada el 22 de febrero en Argelia, un país donde hasta entonces la policía dispersaba a la fuerza cualquier tipo de concentración en la calle. Ese día, sin embargo, decenas de jóvenes, en su mayoría ultras del fútbol, marcharon por el centro de la capital sin que los temidos cuerpos de seguridad intervinieran y entre el pasmo de la población, que les observaba alelada desde aceras y ventanas. A finales de abril, en pleno auge de las protestas, el general Ahmed Gaïd Salah, jefe del Ejército y antiguo hombre de confianza del presidente Abdelaziz Bouteflika, forzó la caída de su mentor al mudar la línea política tradicional y sugerir la aplicación del artículo de la Constitución que permite destituir al mandatario por motivos de salud. Con Bouteflika fuera de escena, Gaïd Salah respaldó, además, una campaña de manos limpias que llevó a la cárcel a decenas de oficiales, políticos, empresarios y periodistas afines al clan del presidente, entre ellos al hermano del mandatario, Said, considerado el verdadero poder en la sombra, y al antiguo jefe de los servicios secretos, Mohamad Mediane Tawfik, su presunto sucesor. El jueves pasado se celebraron unas elecciones presidenciales -rechazadas por el clamor de la calle- con la victoria de Abdelmajid Tebboun, que fue primer ministro con Bouteflika. Miles de personas protestaron al día siguiente contra los resultados y reclamaron por cuadragésimo tercer viernes una verdadera transición en el país.
El nuevo Líbano
Similar fue la sucesión de hechos en Sudán, donde el Ejército fue más veloz y no dudó en destituir a un Omar Hasan al Bachir en declive, desprestigiado tanto en el interior como en el exterior del país, abandonado por sus aliados tradicionales (es el caso de Arabia Saudí) y confinado en su laberinto a causa de la orden internacional de arresto por supuestos crímenes de lesa humanidad. Las protestas fueron apagadas con contundencia, y 10 meses después ni el Gobierno interino, bajo la tutela del Ejército, ni la oposición han hecho siquiera el ademán de desmontar el viejo sistema que demanda la población.
En Líbano, el agravamiento de la crisis económica ha sido el detonante de una protesta popular que en el fondo lo que exige es el cambio del actual sistema de reparto del poder, aplazado por las consecuencias de la ocupación israelí del sur del país. Diez años de paz y mala gestión, sumados al impacto corrosivo de la guerra en la vecina Siria, han erosionado la supremacía del movimiento chiíta Hizbulá y han despojado de sentido un armazón político forjado hace casi un siglo sobre un equilibrio sectario que ya no responde a la radiografía de la nueva sociedad libanesa.
En Irak, el apaciguamiento temporal de la amenaza del grupo yihadista Estado Islámico y la nueva guerra kurda han dirigido el foco hacia la corrupción, la brecha social y mala gobernanza que caracterizan a un Gobierno chií emergido del vacío de poder que dejó la invasión ilegal de Estados Unidos en 2003 y que, desde entonces, ha sido incapaz de reconstruir el país pese a lluvia de millones de ayuda internacional.
“Lo que hace diferentes las protestas es que por primera vez los manifestantes de todas las sensibilidades critican a los líderes de su propia secta”, destaca Maha Yahya, directora de la sección de Oriente Medio de Carnegie. En la misma línea se expresa Harith Hasan, experto iraquí para quien la “mayoría de los que protestan se han dado cuenta de que la oligarquía multisectaria dominante, que reparte el pillaje entre los diferentes señores, es en realidad la que frena sus demandas”.
Eslóganes vacíos
El drama para el Líbano e Irak es que en ninguno de ellos se atisba una alternativa a un sistema desgastado y obsoleto, en el que ni siquiera ha sido capaz de desarrollarse el islam político, una ideología globalmente en retroceso, excepto en Túnez, donde ha sabido evolucionar y reinventarse hasta alcanzar el poder. “Lo que está ocurriendo en la región, desde el fracaso de los Hermanos Musulmanes en Egipto y Túnez hasta las actuales protestas contra la corrupción en el Líbano nos debe hacer preguntarnos: ¿Está el islam político desapareciendo gradualmente de la región?”, señala Najat al Saeed, escritora y analista política emiratí. “El fin del islam político dependerá de si los líderes nacionales adoptan un proyecto alternativo. Deben invertir en desarrollo económico, especialmente entre los jóvenes. La era de los eslóganes vacíos está a punto de extinguirse. Ha llegado el momento para una verdadera rendición de cuentas política en Oriente Próximo”.
La hora, sin embargo, parece aún lejana. A la falta de alternativas, las poblaciones árabes suman el desafecto de los países occidentales, especialmente de Europa, que, al contrario que en 2011, parecen más interesados en que la estabilidad y las políticas de seguridad engrosen y justifiquen el magro negocio de la militarización que en una verdadera promoción de la democracia. El apoyo a dictaduras de nuevo cuño como Egipto (o de viejo, como Siria) es una muestra. Otra, la apuesta por personajes del ayer como el mariscal Jalifa Hafter, hombre fuerte de Libia que cuenta con el beneplácito de Francia y otros Estados europeos. La decisión de la Administración de Trump de reducir su interés en Oriente no solo ha abierto un pasillo a Rusia; hace que las guerras de hoy las libren árabes y musulmanes en países árabes y musulmanes, como ocurre en Yemen, Siria y Libia, donde la coalición saudí-egipcio-emiratí combate a Turquía y Qatar. Viene un largo invierno de sangre que aún se resiste a dejar paso a una nueva primavera que necesitará de nuevas y más robustas flores.
Javier Martín es corresponsal de la Agencia Efe en el Norte de África y autor de Estado Islámico, geopolítica del caos (Catarata).
[Este artículo ha sido publicado en el número 75 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
Inducidos por el estallido de protestas populares en países como Sudán, Argelia, Irak y Líbano, analistas y medios de comunicación internacionales han comenzado a preguntarse si el mundo árabe es escenario de una segunda primavera revolucionaria, similar a la que fascinó al mundo en el invierno de 2011. Observadas con detalle, estas revueltas no parecen, sin embargo, algo novedoso, sino más bien el último coletazo de aquel movimiento libertario y antisistema que sacudió Túnez, Egipto, Libia, Siria y Yemen y con el que comparten errores, carencias y fiascos: principalmente, la ausencia de una alternativa política a las dictaduras capaz de ofrecer soluciones reales a demandas de libertad, derechos y justicia social. Es una alternativa igualmente inexistente frente a la ola contrarrevolucionaria lanzada desde potencias regionales como Arabia Saudí, que entendió el ascenso del llamado islam político y de la democracia como un desafío medular a su propia existencia y a su influencia en la región y optó por financiar a las corrientes retrógradas y represivas.
Dejando aparte la excepción tunecina, el resultado de la Primavera Árabe fue que la dictadura retornó con más dureza en Egipto, que las guerras ensangrentaron Siria, Yemen y Libia, que se abrió una brecha total con el islam político fomentado desde Qatar y que movimientos de protesta en naciones como Argelia y Sudán fueron asfixiados incluso antes de nacer. “El desafío en el mundo árabe de hoy es que el viejo orden, basado en el mecenazgo del petróleo y la fuerza bruta, ha muerto. Y que el nuevo orden, cimentado en la buena gobernanza, el mérito y la productividad, experimenta problemas para poder crearse”, explica Marwan Muasher, vicepresidente del instituto de análisis Carnegie Endowment for International Peace, con sede en Washington. “La prolongada represión de los gobiernos árabes para impedir el desarrollo de instituciones inclusivas, democráticas y efectivas ha generado un vacío de liderazgo tanto en el seno de los regímenes como en el de la oposición”.