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¿Son compatibles las religiones con la modernidad?
1. La religión, ¿una ilusión pertinente?
Una de las dimensiones fundamentales de la modernidad es su abandono de la religión. Los pensadores de la Ilustración consideraban, en efecto, que las creencias religiosas eran un obstáculo del que había que liberarse para pensar por uno mismo y transformar el mundo mediante el uso de la razón científica. Sin embargo, como comprendieron los padres de la sociología, no se debe reducir la religión a su dimensión oscurantista. Así, al calificar la religión como opio del pueblo en su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (1843), Karl Marx considera que es la expresión de un sufrimiento muy real, “el suspiro de la criatura oprimida”, aunque también le aporta un consuelo ilusorio que le impide volverse en contra de la burguesía explotadora. Matizando, su acólito Friedrich Engels pone más énfasis en el potencial contestatario de las religiones y ve incluso en el cristianismo antiguo una prefiguración del socialismo contemporáneo.
Alexis de Tocqueville da la vuelta al concepto de religión como alienación* y le atribuye un papel fundamental en el desarrollo de la democracia en América, que relata en su obra homónima (1835-1840). Según él, “la observancia de las leyes divinas es lo que conduce al hombre a la libertad”. Al conferirle las bases indispensables para la organización de la colectividad, la religión constituye, en su opinión, “la primera de las instituciones políticas en Estados Unidos”.
Pero el intento más avanzado de aprehender la esencia del sentimiento religioso es, sin duda, el de Émile Durkheim. “Una institución humana no puede descansar en el error o la mentira pues, en tal caso, no habría perdurado”, observa en Las formas elementales de la vida religiosa (1912). Según él, el fundamento de lo religioso no se debe buscar tanto en la presencia de elementos sobrenaturales o divinos (ausentes en algunas religiones como el budismo o el jainismo) como en la división del mundo en dos ámbitos: el sagrado y el profano. El primero engloba las cosas que las “prohibiciones protegen y aíslan”; el segundo “aquellas a las que esas prohibiciones se aplican y que deben permanecer a distancia de las primeras”.
Además, a diferencia de la magia, la religión implica necesariamente, según Durkheim, una organización colectiva. Por eso la define como “un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas (…) que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos los que se adhieren a ella”.
Para el sociólogo, la religión no es de hecho más que la idea que la sociedad tiene de sí misma, un conjunto de representaciones y de sentimientos provocado por el “espectáculo de la sociedad”. La efervescencia religiosa nos impulsa a actuar, mientras que los rituales que componen el culto permiten al grupo social reafirmarse periódicamente. Para Durkheim, la religión ha engendrado todas las grandes instituciones sociales. Por ello le parece difícilmente concebible una sociedad sin religión.
2. Securalización y recomposiciones religiosas
Una de las limitaciones del análisis de Durkheim es que se apoya en observaciones, que no son de primera mano, de las sociedades denominadas primitivas en las que domina una solidaridad mecánica*. Ello le impide comprender las transformaciones de las religiones y el lugar que ocupan en unas sociedades que han pasado a ser mucho más complejas. Ese es precisamente el enfoque del sociólogo alemán Max Weber, que ha estudiado el papel de esos “sistemas de regulación de la vida” en el proceso de racionalización* del mundo. Este proceso va acompañado, según él, de un “desencantamiento” de las religiones, es decir, de un progresivo abandono de las creencias y prácticas mágicas, a favor de una ética de la acción consistente en actuar directamente en el mundo circundante.
El auge del judaísmo y, posteriormente, del protestantismo puritano desempeñaron, según él, un papel crucial al respecto al poner el acento para la salvación en las conductas intramundanas, como el esfuerzo y el ahorro, en lugar de en un estar a la espera de gracias sobrenaturales. Paradójicamente, cuando acompañan a la racionalización del mundo, las religiones vuelven a la esfera de lo irracional y pierden con ello su influencia en los otros ámbitos de la vida social (economía, moral, etc.), lo que desemboca, según Max Weber, en un “politeísmo de los valores”.
Este movimiento de secularización centrará los análisis de los sociólogos a partir de los años 1960. Diversos autores coinciden en subrayar el debilitamiento de las religiones, que se hallan en creciente competición con otras instituciones (escuelas, medios de comunicación…), pero también entre sí. La pluralización de la oferta obliga a cada una de ellas a “venderse a una clientela que ya no está obligada a comprar”, según el sociólogo Peter Berger , lo que lleva a una estandarización de la oferta y a un empobrecimiento de los contenidos teológicos. La mundanización* de las religiones se traduce también en su privatización y su individualización, es decir, en una tendencia a relegarlas al ámbito privado, que deja a cada uno la posibilidad de llenarlas de significados y prácticas singulares.
En todas las religiones parece generalizarse una práctica de la religión a la carta. En Dieu change en Bretagne (1985), Yves Lambert muestra, por ejemplo, el declive, a partir de los años 1950, de una “civilización parroquial” marcada por un gran respeto de lo sagrado, de los rituales y de la fe que impide a sus habitantes considerar la educación, o la historia de Francia, fuera de la religión católica. Aunque la práctica regular de la asistencia a misa no para de disminuir con el tiempo, sin embargo, no desaparece, y algunos grandes rituales religiosos (fiestas, bodas, etc.) siguen congregando a un número nada despreciable de personas en torno a una efervescencia totalmente durkheimiana. Por ello, los sociólogos prefieren hablar de recomposición de la religión y no de su fin.
Las instituciones religiosas, tanto cristianas como judías o musulmanas, sufren, por otra parte, movimientos de secularización interna que llevan a reducir el peso de las tradiciones, suavizando sus reglas para adaptarlas a la evolución de la moral y sustituyendo las normas estrictas por consejos de orden ético tendentes a orientar mejor frente a los dilemas de la existencia. De este modo, el Concilio Vaticano II lleva a cabo, en 1962, un auténtico aggiornamento de la Iglesia católica (fin de la misa en latín, reconocimiento de la libertad religiosa, etc.). Ello no impide que haya reacciones, en todos los sentidos del término: rechazo de cualquier apertura (integristas), llamamiento a una interpretación literal de los textos (fundamentalistas), vuelta a unas supuestas raíces (radicales) que, en algunos casos, van unidas a la veleidad de imponer sus reglas al resto de la sociedad.
Finalmente, hay que señalar el auge fuera de las Iglesias de una nebulosa mística, cuyas diferentes corrientes mezclan en grado diverso filosofías orientales, esoterismo y ritos improvisados. Sus motores: la búsqueda de una autenticidad mediante un rechazo del materialismo de la sociedad industrial, el resurgimiento de grupos sectarios (caracterizados, según Max Weber, por su exclusión de la sociedad, la adhesión voluntaria y la dominación de unos líderes que provocan fascinación), así como la primacía otorgada a las emociones, especialmente en la renovación carismática católica y el pentecostalismo protestante que atraen a muchos miembros de las clases populares y, sobre todo, a jóvenes del mundo entero.
3. Cuando las religiones van al mercado
“No se puede servir a Dios y al dinero”, ordena el Evangelio según Mateo. “Dios ha autorizado el comercio y prohibido la usura”, dice la azora al-Baqara del Corán. De hecho, religión y economía tienen una relación tensa: por ejemplo, la usura está estigmatizada por considerarse una apropiación indebida del tiempo que sólo pertenece a Dios. Pero se trata más de un tema de competencia que de una oposición radical de valores.
En la práctica, no faltan los modos de adaptación. En un famoso ensayo, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), Max Weber puso en evidencia las “afinidades electivas” entre esos dos mundos. Tomando la constatación de la preminencia de los protestantes entre los empresarios y los trabajadores altamente cualificados de la región de Bade, refuta la explicación común de que su supuesta alegría de vivir materialista les distinguiría de los católicos, despegados de las cosas terrenales. Lejos de ser unos hedonistas inveterados, los partidarios de la Reforma se caracterizarían, por el contrario, por un ascetismo laborioso, acorde con el ethos necesario al auge del capitalismo. Pues, señala Weber, si observamos las formas de capitalismo en la Antigüedad y en la Edad Media, así como en los mundos indio y chino, vemos que no tienen una norma de conducta necesaria para la acumulación.
Dicha norma la aporta la nueva interpretación de la Biblia llevada a cabo por Lutero, que fomenta la idea de Beruf, término alemán que designa tanto la profesión como la vocación. El deber cristiano reside ahora, según él, en “llevar a cabo en el mundo los deberes correspondientes al lugar que la existencia asigna al individuo en la sociedad”. A ello se añade la doctrina de la predestinación de Calvino, que afirma que la salvación es puramente una gracia divina. Como no se pueden conocer las intenciones de Dios, el único modo de calmar la angustia sobre el propio destino consiste en trabajar sin descanso y ahorrar lo que se pueda para acumular las señales que permiten identificar a los elegidos.
Sin embargo, no se debe pensar que, hasta entonces, las religiones rechazaron de plano toda actividad mercantil. Desde el siglo XV, los monjes franciscanos, como Bernardino de Siena, fomentaron que los más pobres pudieran tener acceso al crédito, y las peregrinaciones proporcionaban un dineral de origen comercial, antecedente del turismo moderno. “Desde su creación, los santuarios han sido tanto lugares de devoción como de fiesta y de mercado que atraen a mercaderes, vendedores, malabaristas y mendigos”, recuerda la historiadora Laurence Fontaine. Algunos empresarios creaban incluso una peregrinación de la nada para hacer que florecieran sus negocios. Constatación que no ha perdido actualidad como demuestra la investigación del sociólogo Patrick Haenni sobre “el islam de mercado”.
En un mundo árabe en vías de reislamización, la burguesía ascendente aporta una visión transformada de la religión que valoriza las emociones y la búsqueda de bienestar y de enriquecimiento individuales, en las antípodas del Dios despótico de los salafistas. Esta visión se difunde a través del mercado, generando una auténtica cultura de masas formada por programas de televisión y estilos musicales, de maneras de vestirse, de alimentarse… todos con la etiqueta de halal. Lo que constituye un buen ejemplo de “tradición inventada” debido a la globalización cultural.
Esta paradójica alianza entre conservadurismo y mercado se puede encontrar también al otro lado del Atlántico, donde hay un enjambre de megaiglesias, templos del consumo en el sentido literal de la palabra, que atraen a un número creciente de fieles. Al sur de EEUU, el éxito de algunas empresas como la Iglesia Universal del Reino de Dios –fundada en 1977 en Brasil, donde controla poderosos canales mediáticos y políticos que le permiten reivindicar más de tres millones de fieles– está haciendo bascular los equilibrios religiosos. Los caminos del Señor son decididamente insondables.
* LÉXICO
Alienación: para Marx, designa la pérdida de control por los obreros de su trabajo, del fruto de éste y, finalmente, del sentido de su propia existencia debido a la explotación capitalista.
Solidaridad mecánica: vínculo social que une a individuos similares y que se basa en su sentimiento de ser idénticos entre sí.
Racionalización: ascenso, como motivo de acción en las diferentes esferas de la vida social, de la racionalidad instrumental, que da prioridad a la búsqueda de los medios más eficaces para lograr un fin determinado.
Mundanización: proceso mediante el cual un grupo se desinteresa de lo sobrenatural para concentrarse en los asuntos del mundo sensible.
[Este artículo ha sido publicado en el número de junio de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
1. La religión, ¿una ilusión pertinente?
Una de las dimensiones fundamentales de la modernidad es su abandono de la religión. Los pensadores de la Ilustración consideraban, en efecto, que las creencias religiosas eran un obstáculo del que había que liberarse para pensar por uno mismo y transformar el mundo mediante el uso de la razón científica. Sin embargo, como comprendieron los padres de la sociología, no se debe reducir la religión a su dimensión oscurantista. Así, al calificar la religión como opio del pueblo en su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (1843), Karl Marx considera que es la expresión de un sufrimiento muy real, “el suspiro de la criatura oprimida”, aunque también le aporta un consuelo ilusorio que le impide volverse en contra de la burguesía explotadora. Matizando, su acólito Friedrich Engels pone más énfasis en el potencial contestatario de las religiones y ve incluso en el cristianismo antiguo una prefiguración del socialismo contemporáneo.