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El consumo colaborativo revoluciona el turismo

Cada vez es más larga la lista de ciudadanos que no se pueden permitir irse de vacaciones al menos una semana al año: la proporción ha subido en seis años del 37,9% al 47,6%, según la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística (INE). Sin embargo, la necesidad agudiza el ingenio, y las tecnologías y redes sociales hacen el resto.

Las nuevas formas de viajar menos costosas que emergen, basadas en compartir o intercambiar bienes y servicios, tienen además un gancho añadido que amplían su atractivo más allá de sacarse un dinero extra en tiempos difíciles y de convertirse a la fe del uso de bienes (no de ser sus dueños): la ilusión de que vuelve el auténtico viajero, el que huye del turismo de masas y se dice deseoso de conocer de verdad los lugares y las gentes de su destino. Hace ya catorce años, Jeremy Rifkind auguró cómo los ciudadanos se inclinarían por “la industria de las experiencias” en The Age of Access. El llamado turismo colaborativo democratiza esa búsqueda de la autenticidad del mitificado viajero. ¿Estamos ante el viajero de masas?

La experiencia puede arrancar en Wikitravel (una Wikipedia específica elaborada con aportaciones de los viajeros), que ya induce a olvidar en un rincón las viejas guías. Puede seguir en WeSwap, que permite cambiar divisas entre particulares, y sale más barato que en el banco o en el aeropuerto. Si uno se marcha durante una semana, para qué pagar un dineral en el aparcamiento del aeropuerto. FlightCar es un servicio por el que tu coche puede ser alquilado por otros mientras tú no lo usas, y te lo devuelven limpio y sin haber tenido que pagar. Si no tienes coche, puedes compartir trayecto con SocialCar. Así que ni autobús ni taxi. ¿Viajas en ferrocarril? En Compartetren puedes lograr rebajas de l 60% si te juntas con otros en el AVE.

Una vez en destino, puedes alojarte en casa de alguien (que puede ofrecerte un sofá, y practicar el couchsurfing, o un flamante chalet) a través de decenas de plataformas, entre las que Airbnb es el rey. O quedarte en el apartamento de quien, mientras ,se está quedando en el tuyo (Home Exchange). O incluso plantar tu tienda de campaña en el jardín de otro (Campinmygarden.com). El hotel se ha hecho prescindible según cómo se quiera viajar. Los guías salen tocados a raíz de Vayable o Trip4Real, en los que un local te monta el plan que quieras (aunque también pueden ofrecer sus servicios por esta vía). Y ni siquiera debes pasar por un restaurante. En Eatwith, puedes ir a cenar a casa de un ciudadano local y conocer a gente.

La industria turística convencional contiene la respiración. “La velocidad a la que crece el fenómeno nos ha pillado por sorpresa, y lo seguimos con grave preocupación”, confiesa José Luis Zoreda, vicepresidente ejecutivo de Exceltur, que agrupa a hoteleros, transportistas, agencias de viajes y restauradores. Lo que irrita más a los operadores convencionales es el concepto mismo de economía colaborativa. “Es equívoco. Suscita simpatía, una primera reacción positiva, pero detrás hay personas que se benefician a costa de hacer competencia sin jugar con las mismas reglas, y que puede considerarse alegal o incluso desleal”, añade Zoreda. Se refiere al hecho de que, entre el ciudadano que ofrece un servicio y el que lo toma, suele haber un intermediario que de facto opera como cualquier empresa, con afán de lucro, y que se financia con comisiones por transacción.

¿Pánico ante la competencia? En parte. Pero sobre todo, interrogantes sobre si los nuevos rivales pagan los mismos impuestos y tasas, no abordan obligaciones laborales (quien participa en la transacción puede también lucrarse, y tiene relación con el intermediario), eluden obligaciones de cumplir con ciertos niveles de seguridad y calidad, o directamente la responsabilidad en caso de desperfectos. El sector exige como mínimo regulación.

No es tan sencillo. De entrada, porque no hay organismo que conozca el peso real del turismo colaborativo, más allá de los datos de crecimiento de las distintas plataformas. “Ojalá pudiéramos medirlo. Precisamente cuesta porque las nuevas actividades no están reguladas”, señala John Kester, director del Programa de Tendencias en los Mercados Turísticos de la Organización Mundial del Turismo. Kester admite la existencia de “cierto vacío legal, solucionable”, y aconseja que el debate se centre en “qué hay de nuevo”. ¿No fue alojarse en casa de un amigo o pariente el primer modo de ir de vacaciones? ¿No funcionaban ya hace cuarenta años en Holanda centrales de autoestop para conectar viajeros? ¿Acaso no es parte del ADN del sector turístico austríaco que quien tenga una casa en la montaña alquile camas? Por no hablar de los Bread & breakfast (alojamiento y desayuno)en el Reino Unido.

Si no puedes vencer al enemigo...

“Claro que no es algo tan nuevo. El problema es la escala que están adquiriendo estas actividades, porque generan economía sumergida y no estan sometidas a las mismas normas”, insiste Exceltur. Pero ¿quién define la escala? “Es razonable que los hoteleros reclamen licencias e impuestos, pero no que pidan que se prohíban las nuevas plataformas. Seguramente deberíamos ir con cuidado con no sobrerregularlas”, apunta el directivo de la OMT. En esta linea, el profesor de Esade experto en turismo Josep Francesc Valls opina que las autoridades no deben precipitarse al legislar. “Aún no sabemos cómo van a desarrollarse y evolucionar los nuevos negocios, las normas pueden quedar fácilmente obsoletas. El turismo sigue siendo fuente de ingresos y debemos dejar que todos los actores innoven al máximo”, opina Valls, quien compara “la distorsión” que están encajando los negocios tradicionales con la que se produjo en los noventa con la irrupción de las aerolíneas de bajo coste y su modelo de negocio más eficiente. Hasta que las compañías regulares redescubrieron que si no puedes vencer al enemigo, súmate a él. Iberia creó Clickair, y se hizo con Vueling.

No estamos tan lejos. Hay fabricantes de coches que, inquietos por el menguante atractivo de poseer un coche entre los jóvenes (y las ventas menguantes) han efectuado incursiones en estos negocios disruptivos. El gigante General Motors mantiene un acuerdo con la plataforma RelayRides, a través de la que se alquilan sus coches. BMW está expandiendo su programa de carsharing (DriveNow) y participa en ParkatmyHouse.com, donde los usuarios comparten garaje. La compañía de alquiler de coches Avis compró Zipcar, que opera también aquí como Avancar. Y el hotel Drift San José (México) ha sido el primer hotel que se comercializa solo a través de Airbnb, en la que ve un canal de venta.

La Federación Nacional de Transporte de Autobús (Fenebus) pidió el cierre de BlaBlaCar, cuyos usuarios sólo comparten gastos para ir en coche. Hasta ahora no había lucro en la mediación, pero la plataforma BlaBlaCar comienza a cobrar a algunos pasajeros una comisión del 10% del importe del viaje, aunque no a quien conduce, en concepto de gestión. Fomento ha amenazado a Uber (aplicación con la que quien necesite desplazarse por la ciudad localiza un vehículo que le lleve) con multas de 600 euros a quien haga de taxista sin autorización. Los taxistas se quejan de las caras licencias que pagan en el mercado para operar, de más de los 100.000 euros, y acusan a Uber de poner en riesgo la seguridad vial.

Los estudiosos de las nuevas comunidades ven el paso de estas de la infancia a la madurez en su crecimiento exponencial, que viene muy marcado por la lluvia de fondos de firmas de capital riesgo (solo en abril se tradujo en 852 millones de dólares para Airbnb, Lyft, LendingClub, OurCrowd, Storefront, y Yerdle). Ah, los inevitables desórdenes adolescentes.

El consumidor y la autorregulación

“Claro que hay aspectos por regular. Un marco jurídico pactado daría mayor seguridad a los usuarios y a las plataformas, pero para el sector turístico convencional, que está perdido en el tema, regular a menudo significa prohibir”, afirma el fundador del blog de referencia Consumo Colaborativo, Albert Cañigueral. Respecto a la legislación para proteger al consumidor ha reclamado Facua, mientras que la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) pide que se trabaje “en un equilibrio entre opciones clásicas y colaborativas, que beneficie a los usuarios en tanto que consumidores y microproveedores de servicios”.

Las particularidades de estas plataformas —funcionan solo por confianza y reputación— facilita en parte la autorregulación. Si te fallan, no querrás repetir, así que resulta imprescindible la verificación de identidades de usuarios (una poderosa herramienta de marketing). De esta forma las plataformas evolucionan según la demanda de profesionalidad. Por ejemplo, el 40% de viajeros de BlaBlaCar no se presentaban a la hora de la verdad. La plataforma obligó a realizar una reserva, y la tasa ha bajado el 5%. “Si Uber cobra el 20% de comisión, y eso es mucho, ya saldrá un competidor que se encargará de bajarla”, comenta Cañigueral. Si quien cedía su piso a Airbnb temía problemas, hace ya meses que la empresa propone un seguro de hasta 35.000 euros.

Aunque muchos couchsurfers que intercambiaban sofá gratis no escondieron su malestar cuando el invento se convirtió en empresa y en ella entraron fondos como Benchmark Capital u Omidyar Network, las empresas del sector plantean el cobro por mediar como vía para mejorar el servicio. “La cuestión es hasta qué punto quienes aportan valor se quedan con una parte, demasiado grande o pequeña, pero en todo caso hablar de economía sumergida cuando Internet permite que queden registradas todas las transacciones es absurdo”, dice Cañigueral. El debate en el sector no va tanto sobre el ánimo de lucro, sino la disposición de los intermediarios del servicio a compartir el valor creado con los usuarios que le han ayudado a generarlo.

Otra cuestión es la flexibilidad de la legislación, no pensada para los pequeños productores: quien gana 200 euros un par de veces al año alquilando una habitación. Tiene ingresos extra, pero de autónomo debe cotizar al menos 261,83 euros al mes. “Prohibir es extremadamente fácil” y se debe regular “con especial cuidado”, ha alertado la Comisión Nacional de Mercados y Competencia (CNMC).

[Este artículo pertenece a la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

Cada vez es más larga la lista de ciudadanos que no se pueden permitir irse de vacaciones al menos una semana al año: la proporción ha subido en seis años del 37,9% al 47,6%, según la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística (INE). Sin embargo, la necesidad agudiza el ingenio, y las tecnologías y redes sociales hacen el resto.

Las nuevas formas de viajar menos costosas que emergen, basadas en compartir o intercambiar bienes y servicios, tienen además un gancho añadido que amplían su atractivo más allá de sacarse un dinero extra en tiempos difíciles y de convertirse a la fe del uso de bienes (no de ser sus dueños): la ilusión de que vuelve el auténtico viajero, el que huye del turismo de masas y se dice deseoso de conocer de verdad los lugares y las gentes de su destino. Hace ya catorce años, Jeremy Rifkind auguró cómo los ciudadanos se inclinarían por “la industria de las experiencias” en The Age of Access. El llamado turismo colaborativo democratiza esa búsqueda de la autenticidad del mitificado viajero. ¿Estamos ante el viajero de masas?