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La convulsa China de Xi Jinping
Los chinos, más que nadie, ven la historia como una serie de ciclos en los que “unas cosas se van transformando en otras siguiendo los principios ordenadores de la realidad”, como se desprende del Yijing (El libro de las mutaciones), cuyos primeros textos se escribieron hacia el 1200 a. C. Así, la República Popular ha entrado con Xi Jinping en su tercer ciclo, y para seguir avanzando necesita innovar sobre lo conseguido hasta ahora.
En las tres primeras décadas Mao Zedong sentó los fundamentos políticos e ideológicos. En las tres siguientes, Deng Xiaoping estableció las bases de la economía socialista “con características chinas”. En los tiempos que corren, ninguno de esos modelos es válido, por lo que Xi se apresta a tejer, con parte del lustre de los anteriores, el nuevo traje que China necesita y por el que ya ha comenzado a pagar el alto precio de la lentificación del crecimiento económico.
Dos son los grandes males que atenazan el país y amenazan el futuro del Partido Comunista Chino (PCCh): la corrupción y la contaminación medioambiental. Ambos están estrechamente ligados a un modelo económico que se ha quedado obsoleto y que genera un malestar creciente en una sociedad cada día más exigente. El PCCh es consciente de que sólo la puesta en marcha de un nuevo patrón económico que se adecue a las aspiraciones de la sociedad puede facilitar su permanencia en el poder durante este conflictivo ciclo que, según sus dirigentes, concluye en 2049, con el centenario de la fundación de la República Popular y su coronación como primera potencia mundial.
La evidencia de que se aproximaba un periodo tumultuoso propició el ascenso de Xi Jinping a la cabeza del PCCh en noviembre de 2012. Para los principales pensadores comunistas, las grietas aparecidas en el sistema y en el partido requerían que la amarga medicina la administrara un príncipe (hijo de los fundadores), conocedor de los entresijos de una organización con 87 millones de miembros. Además, por si las cosas se torcían, buscaban un líder con buenas conexiones en el Ejército Popular de Liberación (EPL) y cuya lealtad estuviera fuera de toda duda.
Xi cumplía todos esos criterios. Desde el primer momento, se dedicó a depurar y a reforzar el partido sin que le temblara el pulso. Decenas de miles de tigres y moscas, en referencia a dirigentes de las altas esferas y a mandos locales, han sido defenestrados y muchos de ellos están entre rejas. Convertido en el dirigente más poderoso de China después de Mao, Xi impone los cambios desde arriba. Sus golpes, a diestra y siniestra, son certeros y no están exentos de riesgo. En poco tiempo ha conseguido acabar con los reinos de taifas que se habían establecido en el partido, en las regiones y en las grandes empresas estatales. La corrupción había minado considerablemente la autoridad del PCCh y las órdenes del Gobierno central se diluían en un mar de ponzoña. “La montaña es alta y el emperador está lejos”, dice un proverbio sobre el tradicional intento chino de escapar al control gubernamental.
La dirección colegiada del Comité Permanente del Politburó, instaurada por Deng para poner en marcha la revolución mercantilista que ha converdido al país en la segunda potencia económica del mundo, ha dado paso a una China gobernada por un líder indiscutible. Xi ha extendido su dominio sobre todos los puntos neurálgicos del país, incluidos los servicios secretos. No sólo es secretario general del PCCh, jefe del Estado y presidente de la Comisión Militar Central que controla el mayor ejército del mundo, sino que también ha creado y encabeza la Comisión Central de Seguridad Nacional.
El liderazgo de Xi se fundamenta en un mayor autoritarismo, y su experimento se apoya en el retorno a las esencias filosóficas chinas y a las enseñanzas de Confucio y sus discípulos. Pocos dudan de que la actual campaña de descrédito de la ideología occidental se haya originado en los círculos cercanos al presidente, quien durante la Gran Revolución Cultural (1966-1976) permaneció seis años trabajando en el campo.
Frente a las décadas de desideologización comunista, en que el único objetivo de los chinos ha sido enriquecerse lo antes posible, Xi defiende los principios solidarios del maoísmo. El presidente considera que hay que elevar el conocimiento y la moral de las filas del PCCh para proteger a sus miembros de una propaganda occidental que proclama como valores universales la democracia constitucional, la libertad de prensa, los derechos humanos, el empoderamiento de la sociedad civil y el neoliberalismo económico. Xi defiende la tradición meritocrática china y, escaldado por las consecuencias que la glasnot (transparencia) acarreó a Mijaíl Gorbachov y a la Unión Soviética, es contrario a la libertad de expresión.
JÓVENES DESCONTENTOS
Las recientes detenciones de blogueros,de abogados de derechos humanos, de activistas de ONG y de varios libreros de Hong Kong vinculados a la publicación de un libro sobre antiguos amoríos de Xi obedecen a las directrices del líder de que todo lo que se publica debe estar sometido a la disciplina del partido. Según él, hacer hincapié en los errores cometidos por Mao sólo conduce al “nihilismo histórico”, a devaluar los logros y a perder la confianza en el PCCh. Los más descontentos por la represión cibernética son los jóvenes, que ven cómo se intensifica el control de las redes sociales a través de las que impulsaba un debate crítico de la vida pública, inexistente en los medios de comunicación social.
Este nuevo autoritarismo afecta a las distintas esferas de gobierno y se apoya en un nacionalismo que, aunque de momento está controlado, puede ser difícil de contener. El nacionalismo tiene su caldo de cultivo en el llamado largo siglo de humillación infligido por las potencias extranjeras a China entre 1839 y 1949 y cuyas heridas los dirigentes no quieren cerrar. Obsesionado por la integridad territorial, Pekín ve con enorme desconfianza las relaciones entre Taiwan y EE UU. Los gestos de aproximación a la “provincia rebelde”, incluida la reunión entre los dos máximos dirigentes, Xi Jinping y Ma Ying-jeou —la primera desde la derrota de los nacionalistas en la guerra civil y su establecimiento en la isla en 1949—, no impidieron al independentista Partido Demócrata Progresista (PDP) obtener un sonoro triunfo en las elecciones de enero pasado. Su líder, Tsai Ing-wen, se convertirá en la primera mujer que preside Taiwan cuando tome posesión en mayo. De su entendimiento con Pekín dependerá en gran medida la estabilidad del noreste de Asia.
En política exterior, la reafirmación del PCCh se manifiesta en una diplomacia más activa, que ha puesto en guardia a Japón, Vietnam, Filipinas y otros vecinos por las pretensiones soberanistas sobre distintos archipiélagos en el mar del Este y en el del Sur de China. Pekín está militarizando las aguas de la zona con un despliegue sin precedentes de fuerzas navales, además de la construcción de islas artificiales y pistas de aterrizaje para contrarrestar la decisión del presidente norteamericano, Barack Obama, de convertir el Pacífico en la prioridad estratégica de Washington y de estrechar en esa zona las relaciones militares con sus socios.
Xi insiste en que China no tiene pretensiones expansionistas, sino que su objetivo es desarrollarse e impulsar el desarrollo de sus vecinos. En esta línea, se encuentra el lanzamiento de la Nueva Ruta de la Seda, un megaproyecto de infraestructuras, transporte y conectividad que Pekín enarbola como su carta de identidad para el siglo XXI y como bandera de su diplomacia de seducción.
Además de la campaña anticorrupción, entre las mayores dificultades que enfrenta Xi se encuentra la transformación del modelo económico. Esto exige abordar dos cuestiones ligadas a los fundamentos de la República Popular: la introducción de los derechos de propiedad de las tierras agrícolas y la modificación del registro familiar, que en estos momentos condena a 230 millones de migrantes chinos a trabajar en negro y a sus familias a no tener derechos sociales como la escolarización o la sanidad. Para hacer factible ese cambio de modelo hay que frenar el peligroso exceso de deuda pública y domeñar y reestructurar las grandes empresas estatales, lo que significa dejar sin trabajo a millones de personas.
Xi no lo tiene fácil. La reconversión de una economía basada en las manufacturas a una de mayor valor añadido tiene un enorme coste social. A éste se suma el malestar de cientos de miles de funcionarios destituidos de sus cargos por corruptos y la decisión de reducir en 300.000 soldados los efectivos del EPL para impulsar su modernización.
Expertos de la Academia de Ciencias Sociales consideran que la mejor fórmula de canalización del descontento popular es implicar al PCCh y a la sociedad en la lucha conjunta contra la contaminación que envenena la tierra, el aire y el agua. Las encuestas revelan que la contaminación es la mayor preocupación la población.
Si todo va como está previsto, Xi tiene aún por delante otros siete años de gobierno. Su apuesta decidida contra la corrupción le ha generado una notable popularidad, pero también enemigos muy poderosos. Si persiste en ese empeño y consigue que la contaminación se bata en retirada, habrá sentado las bases de la transformación económica de este nuevo ciclo. China, entonces, estará más cerca de hacer realidad el sueño de su renacimiento como Imperio del Centro de la era global.
Los chinos, más que nadie, ven la historia como una serie de ciclos en los que “unas cosas se van transformando en otras siguiendo los principios ordenadores de la realidad”, como se desprende del Yijing (El libro de las mutaciones), cuyos primeros textos se escribieron hacia el 1200 a. C. Así, la República Popular ha entrado con Xi Jinping en su tercer ciclo, y para seguir avanzando necesita innovar sobre lo conseguido hasta ahora.
En las tres primeras décadas Mao Zedong sentó los fundamentos políticos e ideológicos. En las tres siguientes, Deng Xiaoping estableció las bases de la economía socialista “con características chinas”. En los tiempos que corren, ninguno de esos modelos es válido, por lo que Xi se apresta a tejer, con parte del lustre de los anteriores, el nuevo traje que China necesita y por el que ya ha comenzado a pagar el alto precio de la lentificación del crecimiento económico.