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Los grandes debates sobre la anticorrupción
Cuando se habla de corrupción son habituales los lugares comunes y los análisis superficiales. Todos sabemos por qué queremos un sistema sanitario público universal o una educación gratuita y de calidad, pero quizás nos resulta más difícil explicar por qué las políticas de integridad institucional deben ser centrales en un proyecto transformador de nuestra sociedad.
En primer lugar, deberíamos considerar qué es la corrupción. Hay diversas definiciones, pero podemos empezar comentando la que usa Transparencia Internacional. Para la organización de referencia en este campo, la corrupción es el abuso del poder para el beneficio privado. Se trata de una definición muy amplia, que incluiría las conductas tanto legales como ilegales, y tanto las realizadas por cargos públicos como las que se dan en el sector privado. También encontramos varias clasificaciones, las más importantes basadas en las cantidades de dinero que implica o en si se produce en el ámbito administrativo o en los espacios de mayor responsabilidad política. La misma definición del fenómeno podría dar lugar a una amplia discusión que no es objeto de este artículo.
La primera cuestión que se plantea es por qué motivos es necesario combatir la corrupción. La explicación más extendida se refiere a los efectos de la corrupción sobre la economía, lo que explica seguramente que la anticorrupción sea un elemento especialmente destacado de los programas políticos liberales. En términos generales, se ha comprobado que la corrupción genera una asignación ineficiente de recursos, menoscaba la libre competencia, expulsa a algunos actores del mercado y crea un clima de inseguridad jurídica que desalienta la actividad empresarial. No obstante, para justificar las políticas anticorrupción, los efectos sobre la economía es un fundamento insuficiente, ya que esta genera otras lesiones tan o más graves que se producen en nuestro sistema social y político.
La corrupción tiene un impacto negativo sobre los fundamentos de nuestra democracia, ya que merma el funcionamiento de las instituciones, que dejan de responder a los objetivos establecidos mediante el proceso democrático. A su vez, reduce la confianza de la ciudadanía en el sistema político y genera desafección. Se produce, de esta manera, un círculo vicioso que debilita el sistema democrático, dado que las personas que perciben altos niveles de corrupción dejan de confiar en las instituciones, lo que, a su vez, las hace menos proclives a exigir la debida integridad institucional (“los políticos son todos iguales”) o incluso a caer más fácilmente en conductas corruptas. Una democracia sólida requiere que el conjunto de la ciudadanía confíe en unas instituciones que percibe como no corruptas y se implique más en la exigencia del mantenimiento de este nivel de integridad, y que, paralelamente, se extienda una mayor autoexigencia en la sociedad respecto a los propios comportamientos. En resumen, la integridad institucional puede promover un círculo virtuoso de control social de la corrupción.
Finalmente, la corrupción tiene un efecto significativo sobre la igualdad social. En una Administración corrupta, la asignación de recursos públicos ya no se hace siguiendo los mecanismos de la igualdad material o ante la ley, sino que aquellos individuos o actores que pueden pagar, o que están dispuestos a hacerlo, son los que controlan las decisiones respecto a las políticas públicas. De esta forma, se genera una captura de las instituciones por parte de las clases dominantes y se rompen los principios de igualdad legal entre los ciudadanos que inspiran nuestra democracia, así como la mayor igualdad en las condiciones de vida y los recursos que son fundamento del Estado de bienestar.
Existen, pues, diversos motivos que justifican las políticas anticorrupción.
Más allá de la ética personal
Un segundo tema es el de las causas de la corrupción. Y no nos encontramos aquí ante un debate puramente doctrinal, ya que en él se enfrentan ópticas radicalmente distintas sobre el fenómeno de la corrupción y sobre las formas —o la misma posibilidad— de combatirlo.
En primer lugar, hay que abordar la cuestión de que más allá de la ética personal, la lucha sistemática contra la corrupción debe plantearse como un debate de modelo de sociedad. No cabe duda de que existe una discusión ética respecto de los comportamientos corruptos que es interesante desde el punto de vista filosófico e incluso moral, pero puede que no sea este el enfoque más indicado para el establecimiento de unas políticas públicas adecuadas en su lucha contra la corrupción.
El aspecto ético genera un debate políticamente difícil y muchas veces insustancial. Da lugar con facilidad a un litigio abstracto entre corruptos y no corruptos —donde, por cierto, todos nos situamos siempre del mismo lado—. Por todo eso, quizás sería más fructífero focalizarnos en conseguir instituciones en las que nadie tenga la oportunidad de cometer actividades corruptas o no sienta que puede hacerlo impunemente.
Vinculadas hasta cierto punto con este planteamiento ético, encontramos las teorías basadas en la cultura de los individuos y los grupos sociales como explicación de las diferencias en sus niveles de corrupción. Valga decir aquí que hablamos de niveles de corrupción, ya que existe amplio consenso en que ningún país o sociedad está exento de esa lacra.
Parece claro que la cultura de las personas influye en su tendencia a cometer acciones corruptas, pero volviendo al argumento anterior sobre la conveniencia de situarnos en el ámbito de las políticas públicas, centrarnos en la cuestión cultural presenta algunos problemas importantes al respecto.
Por un lado, se tiende al juicio de valor que, referido a diferencias entre culturas, conlleva el riesgo de caer en argumentos paternalistas y un cierto neocolonialismo. Y, por otro, existe el peligro de inducir al inmovilismo o la desesperanza sobre la posibilidad de mejorar los niveles de integridad en algunos lugares.
Seguramente una explicación integral del fenómeno pasa por entender que, como todas las realidades sociales y políticas, la corrupción es polifacética y está influida por múltiples causas. Sin negar, pues, la validez de las explicaciones culturales, centrarnos en el aspecto institucional evita los riesgos que comentábamos antes, ya que este planteamiento no entra a juzgar comportamientos individuales o de grupos, sino que se limita a valorar los efectos sobre dichos comportamientos que generan las instituciones. Por tanto, se puede poner el foco en que esta cultura es fruto de determinadas instituciones sociales y políticas históricas y en que la reforma de dichas instituciones puede ser el motor del cambio cultural.
Este planteamiento abre así la puerta a soluciones claras contra la corrupción —aunque no sean fáciles—, centradas en crear instituciones que promuevan un modelo de integridad social y política que a su vez tenga repercusión en las conductas individuales.
Estos debates sobre qué es la corrupción, por qué hay que combatirla y cuáles son sus causas constituyen una condición previa para abordar los proyectos de integridad institucional que urgen en los países del sur de Europa y de Latinoamérica, como demuestran los constantes y graves casos de corrupción que salen a la luz en las citadas áreas, las percepciones sociales al respecto y los índices de confianza y desafección de las respectivas ciudadanías. Esos planes de integridad institucional y lucha contra la corrupción son necesarios para fortalecer nuestras democracias, mejorar los niveles de igualdad e impulsar el desarrollo económico.
[Este artículo ha sido publicado en el número 77 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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