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La hora de las ciudades

Oriol Estela

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Desde hace algo más de una década, cualquier artículo o evento dedicados a reflexionar sobre algún fenómeno urbano —y este no va a ser una excepción— empieza indefectiblemente con la alusión al hecho de que, desde 2007, más de la mitad de la humanidad habita en ciudades, y que dicho porcentaje alcanzará el 70% hacia 2050. Esta omnipresente referencia se utiliza especialmente para significar la importancia que las ciudades están adquiriendo en el marco de la globalización, en particular frente a la aparente decadencia de los Estados, y su especial relevancia como agentes del cambio que el planeta y nuestras sociedades necesitan, y que se puede simbolizar en dos de los grandes retos a los que nos enfrentamos como especie: la emergencia climática y la profundización de las desigualdades económicas y sociales.

La expectativa generada respecto al rol crucial de las ciudades es tan explícita que incluso se ha abrazado en muchos foros la idea de que si los alcaldes y alcaldesas gobernaran el mundo, otro gallo cantaría. Y, ciertamente, los gobiernos locales se encuentran cada vez más presentes en las agendas internacionales, se organizan en múltiples redes regionales y mundiales de intercambio de experiencias y conocimiento y forman grupos de presión e incluso de contrapoder, ya sea frente a los Estados, ya sea frente a las grandes corporaciones de la economía global.

Porque una de las principales batallas que se juega en las ciudades es la que tiene que ver con el encaje de la creciente urbanización dentro de los mecanismos del capitalismo global: si la actividad económica, el empleo, la innovación, el talento y la toma de decisiones (es decir, el poder) se concentran cada vez más en las ciudades, estas pasan inmediatamente a convertirse en el objeto del deseo de, entre otros, un capital financiero largamente adiestrado para extraer el máximo valor de las comunidades para concentrarlo en manos de unos pocos. Y si durante más de dos siglos ha sobresalido haciéndolo sobre los recursos naturales y el trabajo, hemos entrado en una fase en la que el entorno construido parece ser el blanco que alcanzar, a pesar de haber experimentado ya las limitaciones y riesgos de una estrategia de este tipo con la crisis de 2007-2008.

Sea como fuere, las ciudades tratan de asumir su nuevo rol en el tablero económico global con la desventaja de quien se incorpora tarde y con fuerzas limitadas respecto a quienes establecen las reglas del juego. Las ciudades, sí, concentran cada vez mayor número de personas, pero siguen a la cola, en todo el mundo, en cuanto a capacidad de intervención, léase competencias y recursos para desplegarlas. Un inconveniente que se hace evidente a la hora de encontrarse cara a cara con los fondos buitre, las big tech y las empresas de la llamada “economía colaborativa”, como se ha ido observando en sucesivos monográficos de esta misma revista.

Asimismo, si fijamos nuestra atención en el caso de las ciudades españolas, debemos ser conscientes de que, a las limitaciones objetivas del marco legal e institucional (simbolizadas por la Ley Montoro de finales de 2013) se une el peso de la trayectoria histórica de las políticas de promoción económica y empleo en nuestro país: un enfoque reactivo, basado en recursos y programas finalistas procedentes de otras Administraciones y desplegados por unas estructuras en las que, salvo honradas excepciones, predomina la precariedad y la falta de reconocimiento profesional específico de las personas que las llevan a cabo. Es algo que también ha tenido su repercusión en el ámbito académico y de las ideas, puesto que se hace muy difícil encontrar, de nuevo salvo algunos meritorios casos aislados, materia gris autóctona orientada a la construcción de modelos de desarrollo económico local que atiendan a nuestras particularidades y, sobre todo, que adopten una mirada holística sobre el funcionamiento de las economías locales.

Estas carencias son las que nos hacen mirar con mucho interés (y cierta envidia) lo que sucede en otros países, particularmente —¡quién lo iba a decir!— en Reino Unido, donde una miríada de think tanks, charities y gobiernos locales se encuentran inmersos en procesos de investigación-acción para generar programas económicos locales que, a su vez, son presentados, debatidos y orientados hacia la acción política en las convenciones tanto del Partido Conservador como del Partido Laborista.

Ciudades como Bristol, en los primeros años de la crisis, y actualmente Preston, por citar algunas de las más emblemáticas, se han erigido en laboratorios para experimentar nuevas aproximaciones a las economías locales que permitan reducir su vulnerabilidad ante crisis globales como la que todavía colea y que, parece ser, tiene pendiente su último embate en un futuro más próximo que lejano. Estrategias basadas en fortalecer las conexiones entre personas, empresas e instituciones locales, recuperando espacios de propiedad y soberanía, avanzando en una mayor democratización en la toma de decisiones a todos los niveles y, sobre todo, partiendo de tres premisas fundamentales: 1) que la pluralidad de la economía, y en particular en las formas de propiedad del capital, es crucial para su resiliencia; 2) que hay que sustituir como elemento articulador de las políticas el marco mental del trickle down (1), instaurado en la década de 1980, por el del “efecto multiplicador” (2); y 3) que las actividades económicas más mundanas, a las que pocas veces se presta atención en las políticas, son las que más contribuyen a tejer una base sólida y equitativa para la economía local.

Asimismo, las alianzas entre centros de investigación y agencias de desarrollo económico local están generando instrumentos como el cálculo de la huella ecológica y las actividades de los living labs, que son incorporados a las políticas económicas locales y a la toma de decisiones de inversión o impulso de determinados sectores económicos por parte de los gobiernos municipales y en sus alianzas con otros agentes económicos locales.

De todo ello ha tratado el ciclo Nuevas visiones de las economías locales, organizado durante el año 2019 por la Cátedra Barcelona-UPF de Política Económica Local, fruto de la colaboración entre la Universidad Pompeu Fabra (UPF) y el Ayuntamiento de Barcelona, con el fin de poner una primera piedra en el debate sobre cómo construir mejores economías para nuestras ciudades. Este Dossier recoge algunas de las experiencias internacionales presentadas en este marco.

(1). Postulado esencial de pensadores del neoliberalismo como Milton Friedman, entre otros, desplegado en las políticas de Reagan y Thatcher en la década de 1980 y que sostiene que facilitar mayor enriquecimiento de los más ricos es la mejor receta para el progreso de la economía, puesto que dicha riqueza se acaba siempre filtrando hacia el conjunto de la sociedad, algo que los hechos y los indicadores de desigualdad se han encargado de desmentir permanentemente.

(2). Significa reconocer que es especialmente importante para una economía tejer unos fuertes vínculos entre sus componentes internos para asegurar que cada unidad monetaria que entra en dicha economía no es extraída de inmediato por agentes económicos externos y circula el máximo de tiempo posible por su interior generando un efecto multiplicador que fija y reproduce la riqueza en el territorio.

Oriol Estela, economista y geógrafo, es coordinador del Plan Estratégico Metropolitano de Barcelona y coordinador de la Cátedra Barcelona-UPF de Política Económica Local.

[Este artículo forma parte del dossierNuevas Economías Locales publicado en el número 76 de la revista Alternativas Económicas con la colaboración de la Cátedra Barcelona-UPF de Política Económica Local. Su contenido lo ha decidido la redacción de Alternativas Económicas, que lo ha elaborado de acuerdo con sus principios periodísticos. Todos los artículos son responsabilidad de Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

Desde hace algo más de una década, cualquier artículo o evento dedicados a reflexionar sobre algún fenómeno urbano —y este no va a ser una excepción— empieza indefectiblemente con la alusión al hecho de que, desde 2007, más de la mitad de la humanidad habita en ciudades, y que dicho porcentaje alcanzará el 70% hacia 2050. Esta omnipresente referencia se utiliza especialmente para significar la importancia que las ciudades están adquiriendo en el marco de la globalización, en particular frente a la aparente decadencia de los Estados, y su especial relevancia como agentes del cambio que el planeta y nuestras sociedades necesitan, y que se puede simbolizar en dos de los grandes retos a los que nos enfrentamos como especie: la emergencia climática y la profundización de las desigualdades económicas y sociales.

La expectativa generada respecto al rol crucial de las ciudades es tan explícita que incluso se ha abrazado en muchos foros la idea de que si los alcaldes y alcaldesas gobernaran el mundo, otro gallo cantaría. Y, ciertamente, los gobiernos locales se encuentran cada vez más presentes en las agendas internacionales, se organizan en múltiples redes regionales y mundiales de intercambio de experiencias y conocimiento y forman grupos de presión e incluso de contrapoder, ya sea frente a los Estados, ya sea frente a las grandes corporaciones de la economía global.