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El incumplible ajuste del FMI en Argentina
La panadería La nuevo de modelo del barrio de Almagro (Ciudad de Buenos Aires) cerró. En los últimos años cambió de dueño, sufrió asaltos y en estos días dio por terminada su función de proveedor de medialunas, panes criollos y baguettes. Se erigió a mediados del siglo XX, cuando cualquiera que imaginaba el futuro solo podía ver crecimiento y ascenso social. La imagen del presente es aún más triste que el relato: los dueños del edificio tapiaron cada abertura: cerraron con ladrillos y cemento cada puerta y ventana del negocio. Temen que algún sin techo entre y se quede a vivir allí, temen sea invadida por okupas. En estos días de invierno frío y crisis, se multiplican los hombres y mujeres que duermen envueltos en frazadas en rincones visibles de la ciudad.
Los argentinos hemos crecido y engordado por siempre al ritmo del pan como acompañamiento en la mesa, un aporte diario que se compraba con monedas. Hoy se necesitan billetes fuertes, esos que, sin embargo, valen cada vez menos. Lo que pasó en este pequeño gran mundo del pan es muy simple y destructivo: en febrero pasado la bolsa de harina rondaba los 210 pesos (entre 6 y 7 euros), en junio superó los 700, e inclusive en algunas zonas alcanza los 800, lo que representa un aumento del 300%. Ese mismo incremento se traslada a los precios al público y se estima que el kilo de pan podría llegar a unos 80 pesos. Una bolsa de monedas.
Lo mismo ocurre con el precio de la carne, verduras, alimentos en general, el combustible, la ropa, los autos, los remedios y toda la industria de la cultura y entretenimiento, muy golpeadas. Los sueldos van perdiendo poder adquisitivo mes a mes y mientras la inflación anual se proyecta por encima del 25% los aumentos de sueldos no pueden superar el 15% como ha mandado a negociar el Gobierno con las centrales obreras con las que dialoga.
Los argentinos vivimos exhaustos, con sueño permanente. Unos poseen más de un trabajo para poder llegar a fin de mes; otros se desviven por conservar el que tienen y temen a diario recibir una invitación a buscar un destino mejor. Es decir, el camino al abismo del desempleo, un viaje de salida del sistema. El estrés como característica de vida.
El presidente de la Argentina, Mauricio Macri, también está estresado. Ya emitió deuda por casi 100.000 millones de dólares en los primeros 20 meses de gestión. Son bonos a 100 años con una tasa de interés del 8,25% anual, que los convertirá en una operación financiera muy rentable para fondos de inversión internacional.
Durante el año 2018, las metas siguieron sin alcanzarse, las inversiones no llegaron y el Gobierno contrajo una nueva deuda. Esta vez es con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el gran demonio que el criticado Gobierno de Néstor Kirchner había mandado a su casa después de pagarle hasta el último dólar de deuda. El convenio actual es por 50.000 millones de dólares.
Hoy nuevamente las caras del Fondo frecuentan la Casa de Gobierno y, aunque el partido gobernante lo niegue, es inminente la injerencia del organismo en el diseño de las políticas económicas y financieras del país. El acuerdo generó alivio inmediato, sirvió para contener el alza del dólar que en mayo alcanzó el 21,5% y la devaluación equivalente del peso.
Mientras una parte del Gobierno celebraba el acuerdo, otros comenzaron a preocuparse por el ajuste importante que ya comenzó y que lo expone a un desgaste político de cara a las elecciones presidenciales de 2019. Hay economistas que dicen que es incumplible. El ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, se enojó y concluyó: “El acuerdo es totalmente cumplible”.
El programa de ajuste fiscal del Fondo incluye 56 compromisos de política fiscal, cambiaria y monetaria. Le pide 12 medidas que la Casa Rosada deberá adoptar. Una de ellas es la que más le duele al Gobierno por el valor político que contiene: la obra pública, que deberá recortarse brutalmente. Y el Fondo indica que cada desvío en las metas, se compensará con un recorte adicional en el plan de infraestructura. Dos personas políticas serán las más perjudicadas: el presidente y María Eugenia Vidal, gobernadora de la provincia de Buenos Aires, las dos figuras clave y a prueba de balas de la coalición Cambiemos, que ya piensa en las reelecciones del año que viene.
Una pregunta recorre el balance del Gobierno de Macri, que en diciembre cumple tres años de gobierno y todavía se queja de la “herencia recibida”, es decir de lo que le dejó o no el kirchnerismo. El interrogante es: ¿El Gobierno tiene un plan?
El pensador Tomás Abraham sostiene: “El plan surge cuando no tienes situaciones favorables. Este Gobierno no está en una situación favorable, pero tampoco le veo ningún plan. No puedes hacerlo si dependes de otro. Somos un país periférico, marginal y dependiente. No somos el títere del Tío Sam o del tío chino, pero el grado de autonomía es muy chico. Macri dice: ‘Van a llover las inversiones'. Y no llueve nada, él tenía un deseo, no un plan. El plan lo tiene otro que dice que va a volver en 10 años; para nosotros es mucho y ellos no tienen apuro. ‘Vamos viendo’, te dicen”.
En ese sentido, el politólogo Andrés Malamud, que vive en Lisboa pero que sigue de cerca la política argentina, observaba hace pocos días en Buenos Aires: “Macri tenía un plan y era muy simple. Crear confianza para que lleguen inversiones. Yo estoy convencido de que ese plan no funciona. En el Gobierno argumentan que sí. Pero mientras tanto hacen otras cosas. El plan B es la obra pública. Esta tormenta del aumento del dólar les acaba de anular el plan B. Ahora no hay ni inversiones ni obra pública. ¿Qué van a hacer: van a seguir emparchando y siendo creativos?”.
Mientras tanto, los llamados cartoneros, hombres y mujeres que buscan en la basura restos reutilizables para poder vender y subsistir, se mantienen y crecen en número. En una reunión con vecinos, de las que suele organizar semanalmente el Gobierno porteño para que los funcionarios se muestren en los barrios, el jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, afirmó: “La única manera de que no haya gente, en este caso llamados cartoneros, que abren bolsas en la calle, es que no haya cartón” Fue filmado, viralizado y repudiado masivamente. Es decir, no hay política de resolución de conflictos sociales.
El silencio de Cristina
Mientras tanto, la expresidenta Cristina Kirchner se mantiene alejada y en silencio. No opina y deja solo a Macri, que la suele provocar en sus discursos. La oposición no encuentra su rumbo y el oficialismo siente que no compite con nadie.
A veces, es el Papa quien, desde el Vaticano, se constituye en líder opositor al recibir a personajes incómodos para el Gobierno nacional como lo son muchos dirigentes del peronismo. Pero también habla con los más conservadores, los que hoy buscan un lugar en la batalla contra la despenalización el aborto, por ejemplo. En esta batalla clave por los derechos, ya se logró el voto positivo en el Cámara de Diputados, en dos semanas más se discutirá en el Senado, presidido por la vicepresidenta de la Nación, Gabriela Michetti, que trabaja para que esta ley no se apruebe, aun cuando fue el mismo presidente quien habilitó la discusión por el aborto. Mientras tanto, mareas de mujeres de todas las edades, pero que encuentra en las más jóvenes sus militantes más aguerridas pintadas de verde (color de la lucha por el aborto), militan por todo el país por esta causa que cruza transversalmente a la sociedad. Fue la única vez que una lucha política encontró a algunos dirigentes y militantes del oficialismo y la oposición del mismo lado de la trinchera.
Antiguos votantes de Macri comienzan a exhibir su enojo y desilusión. Algunos perdieron sus empleos, otros debieron cerrar comercios, se dedican a la venta de ropa usada y ambulante, muchos no pueden pagar los servicios de luz y gas y poco a poco se enojan pero se sienten solos. No quieren volver al estilo populista del kirchnerismo y renuncian al neoliberalismo del ajuste permanente. Una vez más, los argentinos se paran de un lado y otro de la grieta que los divide, pero esta vez ya manifiestan su hartazgo de seguir mirando la realidad desde un lado y otro de aquello que tanto los ha separado.
[Este artículo ha sido publicado en el número 60 de la revista Alternativas Económicas, a la venta en quioscos y librerías. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
La panadería La nuevo de modelo del barrio de Almagro (Ciudad de Buenos Aires) cerró. En los últimos años cambió de dueño, sufrió asaltos y en estos días dio por terminada su función de proveedor de medialunas, panes criollos y baguettes. Se erigió a mediados del siglo XX, cuando cualquiera que imaginaba el futuro solo podía ver crecimiento y ascenso social. La imagen del presente es aún más triste que el relato: los dueños del edificio tapiaron cada abertura: cerraron con ladrillos y cemento cada puerta y ventana del negocio. Temen que algún sin techo entre y se quede a vivir allí, temen sea invadida por okupas. En estos días de invierno frío y crisis, se multiplican los hombres y mujeres que duermen envueltos en frazadas en rincones visibles de la ciudad.
Los argentinos hemos crecido y engordado por siempre al ritmo del pan como acompañamiento en la mesa, un aporte diario que se compraba con monedas. Hoy se necesitan billetes fuertes, esos que, sin embargo, valen cada vez menos. Lo que pasó en este pequeño gran mundo del pan es muy simple y destructivo: en febrero pasado la bolsa de harina rondaba los 210 pesos (entre 6 y 7 euros), en junio superó los 700, e inclusive en algunas zonas alcanza los 800, lo que representa un aumento del 300%. Ese mismo incremento se traslada a los precios al público y se estima que el kilo de pan podría llegar a unos 80 pesos. Una bolsa de monedas.