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Presupuestos 2018: techo de gasto sin suelo de ingresos

La aprobación del techo de gasto el pasado 11 de julio en el Congreso de los Diputados significaba un primer paso para lo que serán los Presupuestos Generales del Estado de 2018. En realidad, se daba luz verde a los objetivos de déficit y deuda, pues el techo de gasto como tal no se vota; es sólo un cálculo a partir de los ingresos previstos para cumplir los objetivos de estabilidad. En este caso, destaca el aumento del límite sobre el gasto en un 1,3% con respecto al de 2017.

Estamos ante unos presupuestos que, aparentemente, compatibilizarán políticas fiscales expansivas con reducción de déficit presupuestario, en un contexto de mayor dinamismo de la economía española frente al promedio de la eurozona (crecimiento real del 2,4% en 2018 frente al 1,8% medio del área, según previsiones de la Comisión Europea). El Gobierno, más optimista, revisa al alza una décima su previsión para 2018, hasta el 2,5%.

Sin embargo, tal carácter expansivo del presupuesto es relativo. Se trata del primer aumento en el límite de gasto desde 2013, sí, pero apenas compensará la contracción del 4,1% anual del límite de gasto en 2017, ni el 10% de reducción acumulada desde 2014. Es un techo inferior en un 34% (62.605 millones de euros menos) al de 2010, cuando comenzaron los recortes.

En realidad, los presupuestos de 2018 plantean una senda de continuidad en la política de ajuste, centrada en rebajar el gasto sin mejorar la capacidad de recaudación. Sirva para ilustrarlo el gráfico, que aúna datos sobre ingresos y gastos públicos registrados con los niveles esperados hasta 2020. Como puede apreciarse, para llegar al déficit objetivo del 0,5% en 2020, la ratio gasto/PIB para entonces (39,2%) será menor que el porcentaje de ingresos obtenido en 2006 (40,5%).

El leve incremento en el límite de gasto se prevé compatible con una reducción del saldo negativo en las cuentas públicas, hasta bajar por debajo del límite exigido en Bruselas del 3% del PIB (2,2% previsto para 2018) por primera vez desde el inicio de la crisis. Pero aparte de la discutible idoneidad del objetivo, su consecución presenta al menos dos problemas.

El primero tiene que ver con la previsión de ingresos. La sobrestimación de la recaudación ha sido una constante en la Administración de Mariano Rajoy, con una brecha acumulada en la recaudación real frente a los ingresos esperados de más de 25.000 millones de euros desde 2011 (7.271 millones sólo en 2016). El problema no es simplemente de previsiones infladas, sino también que en estos años los ingresos han disminuido su elasticidad al ciclo. Es decir, la recaudación crece significativamente menos que el PIB.

Parte de la explicación reside en factores intrínsecos, como la baja inflación o una recuperación en parte vía demanda externa, que no deja efectos en ingresos por IVA. Pero otra parte significativa se debe a las propias reformas fiscales, como las de 2015-2016 en IRPF y Sociedades que, según la Agencia Tributaria, se han traducido en una pérdida de recaudación total de 10.110 millones de euros. A ello hay que sumar la bajada adicional de 2.000 millones en el IRPF para 2018, acordada con Ciudadanos para contar con su apoyo al techo de gasto, y cuyos detalles aún se desconocen.

El segundo problema se refiere al gasto. Más concretamente el de la Administración central, por una parte, que en 2017 incumplirá otra vez más su objetivo; y, por otra, los fondos de la Seguridad Social, cuyo déficit sigue fuera de la meta fijada pese al aumento de la ocupación, debido a la precariedad del nuevo empleo que se crea. Así, como sucederá en 2017, el cumplimiento global de los objetivos de estabilidad para 2018 dependerá del sobrecumplimiento de sus metas por parte de las comunidades autónomas y los ayuntamientos, que permitan compensar esos otros.

Pero más allá de cumplimientos, los presupuestos de 2018 obvian el grave problema de la desigualdad en el país occidental donde ésta más ha crecido. No afrontar una reforma fiscal progresiva para fijar un suelo de ingresos que permita financiar un mayor gasto con vocación redistributiva supone confiarlo todo a los vientos de cola que, por ahora, soplan favorables.

Antonio Sanabria es profesor de Economía Internacional de la Universidad Complutense de Madrid.

[Este artículo ha sido publicado en el número de septiembre de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

La aprobación del techo de gasto el pasado 11 de julio en el Congreso de los Diputados significaba un primer paso para lo que serán los Presupuestos Generales del Estado de 2018. En realidad, se daba luz verde a los objetivos de déficit y deuda, pues el techo de gasto como tal no se vota; es sólo un cálculo a partir de los ingresos previstos para cumplir los objetivos de estabilidad. En este caso, destaca el aumento del límite sobre el gasto en un 1,3% con respecto al de 2017.

Estamos ante unos presupuestos que, aparentemente, compatibilizarán políticas fiscales expansivas con reducción de déficit presupuestario, en un contexto de mayor dinamismo de la economía española frente al promedio de la eurozona (crecimiento real del 2,4% en 2018 frente al 1,8% medio del área, según previsiones de la Comisión Europea). El Gobierno, más optimista, revisa al alza una décima su previsión para 2018, hasta el 2,5%.