Este blog corresponde a Alternativas Económicas, una publicación mensual que te explica la información económica desde un punto de vista social.
Regular Facebook: poco, tarde y mal
Hace ya un tiempo, cuando Internet estaba todavía emergiendo, Manuel Castells pronosticó que el paradigma informacional (basado en la conexión digital) desplazaría al industrial porque es más eficiente en la acumulación de dinero y de poder. Podría haber sido una llamada de atención para quienes tuvieran la potestad o la voluntad de regular las condiciones y los límites de esa doble acumulación. Pero eso no sucedió. Más bien al contrario: la reacción generalizada, incluyendo la de gobiernos y organismos de regulación, fue apostar sin condiciones por los beneficios de lo digital, sin considerar los riesgos colaterales inherentes y, menos aún, arriesgándose a actuaciones que pudieran considerarse como cortapisas a la innovación.
Solo ahora se hacen oír voces que claman por una regulación del sector tecnológico en general, y más específicamente de Facebook, a raíz en este caso de la revelación del uso impropio de datos de usuarios para campañas políticas. Poco, tarde y mal.
Es evidente que se ha producido una acumulación extraordinaria de dinero por parte de los líderes tecnológicos. Cinco tecnológicas norteamericanas (Amazon, Alphabet [Google], Apple, Facebook y Microsoft) están entre las seis mayores empresas mundiales, con una valoración conjunta que duplica el PIB español. Se prevé que sus ingresos crezcan alrededor del 20% en 2018, mucho más rápidamente que el resto de la economía. Tienen, además, una posición de dominio en sus sectores. Entre Google y Facebook, por ejemplo, se reparten el 50% del mercado mundial de la publicidad online.
El caso de Facebook es especial, por cuanto se trata de una de las empresas de mayor y más rápido éxito en la historia de la humanidad. En poco más de 10 años ha conseguido atraer cerca de 2.200 millones de usuarios que se conectan a la red social como mínimo una vez al mes; de entre ellos, cerca de 1.500 millones lo hacen diariamente. Pero Facebook no es solo facebook.com; controla cuatro de las cinco apps de redes sociales con mayor número de usuarios y tráfico. Adquirió en 2012, por 1.000 millones de dólares, Instagram —la app de referencia en el intercambio de fotos, con más de 800 millones de usuarios— y en 2014 invirtió 19.000 millones de dólares en comprar Whatsapp, cuyos más de 1.500 millones de usuarios intercambian diariamente 65.000 millones de mensajes.
Desmintiendo el escepticismo de algunos en el momento de su salida a Bolsa, en 2012, Facebook ha sabido monetizar el contacto con su base de usuarios; cada usuario de Facebook en EE UU reporta indirectamente a la empresa un ingreso anual por encima de los 20 dólares (solo algo más de 8 dólares en Europa). De este modo, los ingresos del negocio publicitario de Facebook alcanzaron los 40.000 millones de dólares en 2017, con un margen de beneficio operativo del 50%. Ello le permite invertir en I+D cerca del 20% de sus ingresos y, a la vez, mantener en su balance 28.000 millones de dólares en activos líquidos. La fortuna personal de Mark Zuckerberg, el consejero delegado de Facebook, se estima en unos 73.000 millones de dólares, lo que supone un rendimiento medio de unos 5.600 millones de dólares por año de existencia de la empresa.
Se constata también, aunque sea algo más difícil de calibrar, el poder que han adquirido algunas grandes empresas tecnológicas. Es un poder que ha de entenderse, siguiendo una vez más a Manuel Castells, como “la capacidad relacional que permite a un actor social influir de forma asimétrica en las decisiones de otros actores sociales, de modo que se favorezcan la voluntad, los intereses y los valores del actor que tiene el poder”. Es un poder que en buena parte se ejerce construyendo y difundiendo significados que modifican los marcos mentales que guían los comportamientos de las personas (muchas veces de modo no consciente, como muestra Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio).
Desafiando la legalidad
Los ejemplos al respecto incluyen la libertad con que operan las empresas tecnológicas, mucha mayor que la de empresas (de menor tamaño) que operan en sectores regulados. Bordean la legalidad, cuando no la desafían directamente, con prácticas de negocio que aumentan aún más su posición de dominio en el mercado. Se amparan en la libertad de elección del consumidor para imponer prácticas dudosas en cuanto al tratamiento de la privacidad y de los datos personales. También, lo que para algunos resulta aún más inquietante, para vehicular bajo el control de algoritmos opacos, contenidos que influyen más allá de lo imaginable en la mentalidad y los comportamientos de los individuos, incluyendo una adicción mentalmente perniciosa al consumo pasivo de noticias. Conviene tener presente que, según encuestas del Pew Research Institute, el 45% de los norteamericanos usa Facebook como fuente de noticias (sorprenderá a alguno que solo el 11% emplee Twitter para ello).
Las reacciones visibles ante esta situación empezaron a emerger con una cierta fuerza durante 2017 ante la evidencia de que la libertad de comunicación en las redes se utiliza también como vehículo de difusión de fake news y otros contenidos considerados no socialmente deseables. Esta preocupación aumentó al hacerse público que la propaganda a través de las redes sociales, y de Facebook en especial, pudiera haber sido uno de los determinantes de la victoria electoral de Donald Trump. Más aún si recibió para ello la ayuda desde Rusia, incluso si esa no fuera conocida o solicitada.
La alarma explotó cuando se hizo público en marzo pasado que Cambridge Analytica, una empresa financiada en parte por un donante republicano conservador, había usado los perfiles de 87 millones de usuarios de Facebook para apoyar la campaña de Donald Trump. Los habría obtenido de un investigador de la universidad de Cambridge, que a su vez utilizó para ello un procedimiento aprobado por Facebook.
Aunque algunos medios habían denunciado prácticas de este tipo ya desde 2015, Facebook se limitó a considerar un abuso de confianza el hecho de que esos datos acabaran donde lo hicieron y se utilizaran para lo que se utilizaron. A raíz del escándalo, la empresa anunció en mayo que, tras un proceso de revisión de sus prácticas, suspendía unas 200 apps que podrían también estar haciendo un uso no apropiado de datos que obtenían de Facebook y había eliminado 583 millones de cuentas falsas.
El ruido mediático generado a raíz de este incidente ha aumentado —de forma exponencial, como gusta ahora decir— el número de voces que abogan ahora por regular Facebook y la industria tecnológica en general. Incluso despertó de su letargo a los legisladores del Congreso, que se apresuraron a llamar a testificar al fundador y consejero delegado de Facebook.
Pero no hay aún respuestas concretas a preguntas clave: ¿Para qué regular? ¿Cuáles son los objetivos que se pretenden? ¿Qué cambiar? ¿Cómo conseguirlo? ¿Cuáles son las alternativas, las estrategias y los planes? ¿Quién debería implicarse?
Cualquiera de esas respuestas debe tomar en cuenta que Facebook no opera en el vacío, sino que forma parte de un sistema de intereses y relaciones que ninguna estrategia razonable debería obviar. Es algo en lo que, a tenor las informaciones publicadas, no fueron capaces de profundizar los servidores públicos que interrogaron a Mark Zuckerberg en el Capitolio.
En un esquema simplificado, la situación actual es resultado de la interrelación de cuatro ámbitos de interacción:
1. Un hacker por librehacker
El primer hito es la creación de una plataforma de software por parte de un hacker con una elevada competencia técnica, que trabaja al margen de los laboratorios de innovación de empresas u organismos establecidos. Es frecuente que su desarrollo responda, más que a una demanda explícita del mercado, a una inquietud personal, al reto de crear algo que la gente quizá podría necesitar o podría utilizar. En sus inicios, Facebook fue una plataforma para publicar álbumes, fotos y perfiles de estudiantes de universidades norteamericanas. En el caso de Youtube, por ejemplo, la inquietud inicial fue disponer de un sistema eficiente para compartir por Internet vídeos grabados por los asistentes una fiesta.
2. Primeros colectivos de usuarios
La siguiente etapa se inicia cuando ese desarrollo inicial genera una respuesta positiva de los primeros colectivos de usuarios, early adopters, que lo incorporan a sus prácticas de vida, estableciendo así un primer bucle de realimentación.
3. el modelo de negocio
Cuando el número de usuarios que adopta esa nueva norma social se multiplica por el efecto red, el proceso entra en una nueva fase: crear un modelo de negocio. En el caso de Facebook, y en el de muchas otras empresas de Internet, el modelo se basa en constituirse como vehículo de publicidad. Si los inversores apuestan por esa posibilidad, el acceso a capital permite, en un segundo bucle de realimentación, un crecimiento rápido (exponencial, si puede ser) de la infraestructura tecnológica y del número de usuarios. Esto, en un negocio que genera economías de retorno crecientes, lleva a una situación en la que no más de uno o dos rivales dominan el nuevo mercado.
4. Alianza espúrea
A partir de esta cuarta fase, los usuarios dejan de tener una influencia decisiva en la evolución de la plataforma, que pasa a estar dominada por la ambición de los inversores y los objetivos de los clientes, en este caso quienes pagan por colocar su publicidad. Como este ciclo de desarrollo tecnológico, funcional y de negocio suele ser más rápido que el de las leyes y regulaciones, la evolución de las normas sociales acaba dictándola una alianza espúrea entre una minoría de ingenieros de software y de inversores.
Las alarmas, como está ahora sucediendo, se disparan cuando se constata que las normas sociales propiciadas por este maridaje de intereses afecta a áreas que en el pasado se entendía que habían de regularse por procedimientos políticos y democráticos, como el rol social del periodismo, la responsabilidad sobre los contenidos que se difunden, la privacidad y las prácticas relacionadas con el uso de la información personal, como también el riesgo de que determinados contenidos propicien comportamientos adictivos entre los usuarios.
Pero las perspectivas de éxito de un enfoque regulatorio convencional parecen mínimas en las condiciones actuales. La aceleración social, en buena parte propiciada por las tecnologías digitales, ha cruzado un umbral “más allá del cual no pueden satisfacerse las demandas de sincronización e integración social”, citando a Harmut Rosa en Social Acceleration. Los usuarios para los que la interacción en Facebook forma parte de su vida no aceptarán fácilmente, y menos aún en un tiempo de descrédito de la política, una intervención que coarte lo que ellos consideran su libertad de elección.
Porque Facebook justifica sus actuaciones con un discurso hábil y seductor, pero también falaz. En una entrevista en 2010, Mark Zuckerberg expresaba: “La gente se encuentra realmente cómoda no solo compartiendo más información y de formatos diversos, sino más abiertamente y con más gente. Esta norma social es algo que ha evolucionado con el tiempo. Consideramos que nuestro papel es innovar de forma constante, actualizando nuestro sistema para reflejar cuáles son las normas sociales actuales”. Pero es a la vez cierto que el software de Facebook, siendo adictivo, influye en los comportamientos de los usuarios y, por tanto, en las normas sociales aceptadas. La que Facebook proclamaba inicialmente como su misión, un “mundo más abierto y conectado”, se revela, pues, como un anzuelo para conseguir atraer la atención de los usuarios, capturar información sobre sus comportamientos e intereses y ofrecerlos como blancos publicitarios para el establishment industrial y financiero al que Zuckerberg debe su fortuna.
Una regulación homogénea en los territorios de los 2.200 millones de usuarios de Facebook es hoy impensable. Más aún cuando parece razonable ser escépticos acerca de que la actuación de los organismos de regulación estatales o paraestatales, a menudo capturados por la ideología neoliberal que subyace las actuaciones de Silicon Valley, sea más que cosmética.
La capacidad financiera y mediática de Facebook para sostener una batalla de imagen y legal con los Estados no puede subestimarse. Acordar medidas radicales, como segregar las actividades de la compañía, separando la red social del negocio publicitario, y dándole consideración de servicio público o de una utility como las eléctricas, llevaría previsiblemente una década.
Una alternativa interesante sería organizar, utilizando Facebook, un movimiento para limitar los efectos colaterales de Facebook. Pondría a prueba la disposición de la empresa a trabajar para “un mundo más abierto y conectado” y a ser un vehículo para “el desarrollo de una infraestructura social que confiera a la gente el poder de constituir una comunidad global”. Sería un ejemplo realista de pedir lo imposible.
[Este artículo ha sido publicado en el número 59 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
Hace ya un tiempo, cuando Internet estaba todavía emergiendo, Manuel Castells pronosticó que el paradigma informacional (basado en la conexión digital) desplazaría al industrial porque es más eficiente en la acumulación de dinero y de poder. Podría haber sido una llamada de atención para quienes tuvieran la potestad o la voluntad de regular las condiciones y los límites de esa doble acumulación. Pero eso no sucedió. Más bien al contrario: la reacción generalizada, incluyendo la de gobiernos y organismos de regulación, fue apostar sin condiciones por los beneficios de lo digital, sin considerar los riesgos colaterales inherentes y, menos aún, arriesgándose a actuaciones que pudieran considerarse como cortapisas a la innovación.
Solo ahora se hacen oír voces que claman por una regulación del sector tecnológico en general, y más específicamente de Facebook, a raíz en este caso de la revelación del uso impropio de datos de usuarios para campañas políticas. Poco, tarde y mal.