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La Europa que queremos

Los que mandan en Europa (y en este caso no va por los mercados) acumulan ya cinco bienvenidas a un nuevo año concienciando a los ciudadanos sobre la conveniencia de los sacrificios, suplicándoles paciencia mientras transitan por el purgatorio y augurándoles un desapalancado y mejor futuro colectivo. Pero los hechos se empeñan en desmentir sus discursos y la crisis continúa cavando más hondo. Consecuencia: la percepción social de los recortes trasciende el malestar y refleja perplejidad, cuando no desconfianza.

Cada año, desatendidos los ingresos y sin una seria estrategia europea de crecimiento, la pelota de la deuda española sigue creciendo (pronto equivaldrá al 100% de la riqueza que generamos), retroalimentándose gracias a la suma de sus intereses, la de los paños calientes para más y más parados (acercándonos a los seis millones) o la del capote europeo a la banca. Todo el mundo entiende que todo el dinero que nos cuestan nuestras deudas es dinero que no podríamos estar destinando al bienestar de los ciudadanos, de lo que se desprende las bondades de unas cuentas públicas saneadas. Pero si hemos tardado cinco años en deshacer nudos gordianos como empezar a limpiar los bancos, es comprensible que se expanda la pregunta más “sacrificios, ¿para qué, exactamente?” No sólo por lo vivido en carne propia, sino por el camino que señalan los vecinos que cayeron antes en el pozo, como Grecia o Portugal, y por el lento y confuso tejer y destejer de las decisiones comunitarias, con el reto de la unión bancaria (nuestras entidades financieras están supervisadas por Francfort), previo paso a una unión fiscal (armonización o al menos aproximación de impuestos) y, en el horizonte, la unión política.

Esta reflexión viene a cuento después de haber topado con una encuesta que llamó mi atención: la fe en “el trabajo duro” ha disminuido ostensiblemente a raíz de la crisis. Un 43% de la gente está convencida de que arremangarse y trabajar no garantiza el éxito, según concluyen los resultados para España del Global Economic Attitudes 2012, estudio elaborado en 21 países por el instituto norteamericano Pew Research Center. Valga decir que los griegos que desvinculan el esfuerzo del resultado superan la mitad (51%).

Otro dato llamativo arrojado por Pew: desde el inicio de la crisis y de los menguantes correctivos sociales, el apoyo a una economía de libre mercado ha descendido 20 puntos entre los españoles.

Sin embargo, cuando se pregunta a los encuestados a quién le echa las culpas de su situación económica, quien sale peor parado no es tanto el Gobierno, sino los bancos. Es un punto de vista que no encuentra réplica en otros países europeos sondeados con problemas (Grecia o Italia). Y en los que sí la encuentra (Alemania o el Reino Unido), las responsabilidades se atribuyen casi a la par entre instituciones financieras y gobernantes.

En paralelo, la Unión Europea, tradicional garantía de prosperidad y bienestar, se percibe, casi tres décadas después de haber percibido más dinero de ella respecto del aportado a las arcas comunes, como un club del que no puede uno fiarse. No son los británicos, campeones del euroescepticismo, ni los finlandeses, desafectos a cada iniciativa de solidaridad europea, quienes, preguntados por la UE, confiesan una mayor desconfianza. Son, por el contrario, griegos y españoles (Eurobarómetro de diciembre de 2012). Los ciudadanos identifican la unión, por encima de todo, como un espacio donde viajar, estudiar y trabajar (antes, como una vasta oportunidad de aprendizaje vital, cultural y profesional, ahora, con más de la mitad de los menores de 25 años sin empleo, como destino forzoso donde buscarse la vida). Son pocos los que asocian la UE a la paz y a la democracia que nos ha recordado el Nobel. Los que menos ya, quienes la identifican con la protección social. Sin embargo, a la hora de pensar en soluciones, el mismo Eurobarómetro deja clara la conciencia de que los gobiernos aislados no tienen en sus manos mejores salidas que una propuesta común. Es una conclusión esencial.

A la hora de lanzar una nueva publicación y de trazar una línea editorial, demonizar el club (hoy, de la austeridad) hasta el punto de apearse de él puede anidar cerca. Pero tenemos claro que sin Europa no iremos a ninguna parte. La cuestión es si ésta es la Europa que queremos, la que da sentido y respuesta al esfuerzo de los ciudadanos. Se trata de reivindicarla y de luchar por ella. Por supuesto, trabajando duro.

Los que mandan en Europa (y en este caso no va por los mercados) acumulan ya cinco bienvenidas a un nuevo año concienciando a los ciudadanos sobre la conveniencia de los sacrificios, suplicándoles paciencia mientras transitan por el purgatorio y augurándoles un desapalancado y mejor futuro colectivo. Pero los hechos se empeñan en desmentir sus discursos y la crisis continúa cavando más hondo. Consecuencia: la percepción social de los recortes trasciende el malestar y refleja perplejidad, cuando no desconfianza.

Cada año, desatendidos los ingresos y sin una seria estrategia europea de crecimiento, la pelota de la deuda española sigue creciendo (pronto equivaldrá al 100% de la riqueza que generamos), retroalimentándose gracias a la suma de sus intereses, la de los paños calientes para más y más parados (acercándonos a los seis millones) o la del capote europeo a la banca. Todo el mundo entiende que todo el dinero que nos cuestan nuestras deudas es dinero que no podríamos estar destinando al bienestar de los ciudadanos, de lo que se desprende las bondades de unas cuentas públicas saneadas. Pero si hemos tardado cinco años en deshacer nudos gordianos como empezar a limpiar los bancos, es comprensible que se expanda la pregunta más “sacrificios, ¿para qué, exactamente?” No sólo por lo vivido en carne propia, sino por el camino que señalan los vecinos que cayeron antes en el pozo, como Grecia o Portugal, y por el lento y confuso tejer y destejer de las decisiones comunitarias, con el reto de la unión bancaria (nuestras entidades financieras están supervisadas por Francfort), previo paso a una unión fiscal (armonización o al menos aproximación de impuestos) y, en el horizonte, la unión política.