Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
Puigdemont estira la cuerda pero no rompe con Sánchez
El impacto del cambio de régimen en Siria respaldado por EEUU, Israel y Turquía
OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Egipto: Amarga libertad

Rocío Lardinois

Amnistía Internacional España —

0

Shawkan se acercó al cristal y saludó a los periodistas que cubrían el juicio por el “Caso Rabaa”. Las jaulas de los acusados estaban insonorizadas; Shawkan solo podía comunicarse mediante gestos. Desde que comenzó el juicio, Shawkan repetía el mismo ritual: sujetaba una cámara imaginaria, enfocaba y pulsaba el disparador. Era como si dijera: “el periodismo no es delito”. Se palpaba desasosiego en la sala del tribunal, porque ese día, el 9 de septiembre, se dictaba sentencia. Cincuenta veces se había aplazado el juicio. El “caso Rabaa” llevaba dos años de instrucción y tres de juicio. Después de cada vista, Amnistía Internacional, Reporteros Sin Fronteras y las agencias de prensa internacionales publicaban la fotografía de Shawkan, cada vez más envejecido y cansado, enfocando una cámara invisible.

Shawkan, galardonado en 2018 con el premio de la UNESCO a la libertad de prensa, lleva cinco años en prisión por fotografiar la dispersión de una manifestación”, recalcaban las organizaciones de derechos humanos. En el verano de 2013, la vida de Shawkan dio un vuelco para siempre.

Desde principios de julio, miles de simpatizantes de los Hermanos Musulmanes acampaban en la plaza de Rabaa al Adawiya, en El Cairo, para exigir el retorno del presidente depuesto, Mohamed Morsi. Cuando las fuerzas de seguridad irrumpieron en la plaza el 14 de agosto, Shawkan estaba allí, fotografiando el infierno. “Era como estar en una guerra: balas, gas lacrimógeno, fuego, policía y tanques por todas partes”, escribiría desde la cárcel. En unas horas, murieron más de novecientos manifestantes. Según fuentes oficiales, siete miembros de las fuerzas de seguridad fallecieron durante la dispersión de la manifestación.

Se abrió una investigación sobre lo sucedido en la plaza de Rabaa, que eximía a las fuerzas de seguridad. No se presentaron cargos contra ningún oficial de la policía o del ejército por la muerte de manifestantes. En cambio, se abrió una causa judicial contra los supervivientes de la masacre: el liderazgo de los Hermanos Musulmanes, manifestantes y simpatizantes, opositores que ni siquiera estaban ese día en la plaza, y el fotoperiodista Shawkan. Más de diez mil folios tenía el expediente; setecientas treinta y nueve personas serían procesadas. Se les acusaba de: “asesinato, intento de asesinato, posesión de armas, pertenencia a un grupo terrorista e incitación a la violencia”. 

La cárcel de Tora es como un cementerio. Duermo sobre un frío suelo de baldosas. Nuestra dignidad se quedó a las puertas de la prisión”, denunciaba Shawkan en una carta. Las condiciones de encarcelamiento eran infinitamente más crueles en el caso de los acusados pertenecientes a los Hermanos Musulmanes.

Recluidos en la prisión de máxima seguridad de El Escorpión, sufrían maltrato físico, privación de alimentos, denegación de asistencia médica y reclusión prolongada en celdas de aislamiento. Cuando se prohibían las visitas en El Escorpión, solo podían ver a sus familiares fugazmente durante las vistas judiciales. Las familias habían ideado un sistema de comunicación ingenioso con los acusados. Antes de la vista, se subían a los bancos de la sala y alzaban carteles para compartir las buenas noticias: “Papá, soy la primera de la clase”, “mamá me compró zapatos nuevos”, “estamos todos bien”. “Perdóname”, decía el cartel de un hombre mayor.

El día que se dictaba sentencia, había más representantes de las fuerzas de seguridad que abogados y periodistas en la academia de policía, donde se celebraba el juicio. Los familiares esperaban fuera. Con el zoom, los fotoperiodistas trataban de captar a los acusados más conocidos. Los líderes de los Hermanos Musulmanes vestían de rojo, pues habían sido condenados a muerte en causas judiciales anteriores. La mayoría de los acusados iba de blanco, al no tener una condena firme, como Shawkan. Cinco años llevaban en prisión, incumpliendo la legislación egipcia, que fija un máximo de dos años en prisión preventiva. Algunos acusados habían sido detenidos por el “caso Rabaa” mucho más tarde, como Osama Mohamed Morsi, el hijo del presidente depuesto.

Todos callaron, cuando empezó la lectura del veredicto. El tribunal consideraba culpables a los 739 acusados y solo retiraba los cargos de los cinco que habían fallecido entre tanto. Confirmaba la condena a muerte de 75 personas, entre ellas, algunos líderes destacados de los Hermanos Musulmanes, como Mohamed al Baltagy, cuya hija Asmaa había muerto durante la dispersión de la manifestación de Rabaa. La sentencia no era excepcional. Desde que Abel Fattah al-Sisi llegó al poder en julio de 2013, los tribunales egipcios han dictado cientos de penas de muerte en juicios masivos, sin garantías.

Periodistas y representantes de las organizaciones de derechos humanos tuitearon al momento la noticia: “47 condenas a perpetuidad, 612 personas condenadas a penas de entre 5 y 15 años”. Entre los condenados a diez años estaba Osama, el hijo del anterior presidente. Los condenados a cinco años se abrazaban y reían, porque pronto estarían en libertad. “Han condenado a Shawkan a cinco años, lo soltarán, porque ya ha cumplido la pena”, corría la voz entre los periodistas extranjeros.

Amnistía Internacional denunció la “farsa judicial”. Michelle Bachellet, representante de las ONU para los derechos humanos, exigió la anulación de las condenas a muerte en un juicio injusto. La fiscalía no probó la responsabilidad individual de los acusados. Los abogados defensores apenas pudieron interrogar a los testigos, en su mayoría representantes de las fuerzas de seguridad. El tribunal rechazó pruebas fundamentales presentadas por la defensa, como grabaciones de la actuación policial. Encerrados en jaulas acristaladas, los acusados no podían comunicar con sus abogados durante las vistas. Tampoco se les permitió declarar.

“La condena de Shawkan es injusta”, declaró su abogado, Karim Abdel Rady, “apelaremos. Shawkan solo hacía su trabajo”. Tras cinco años de movilización incansable, Amnistía Internacional celebraba la próxima liberación de Shawkan, pero la alegría no era completa. Había empezado la cuenta atrás. Shawkan pisaría pronto las calles de El Cairo, sí, pero durante cinco años, tendría que presentarse todas las noches en una comisaría. Doce horas de libertad, doce de reclusión. Amarga libertad. Y todos esperaban impacientemente a que Shawkan saliera de prisión.

Shawkan se acercó al cristal y saludó a los periodistas que cubrían el juicio por el “Caso Rabaa”. Las jaulas de los acusados estaban insonorizadas; Shawkan solo podía comunicarse mediante gestos. Desde que comenzó el juicio, Shawkan repetía el mismo ritual: sujetaba una cámara imaginaria, enfocaba y pulsaba el disparador. Era como si dijera: “el periodismo no es delito”. Se palpaba desasosiego en la sala del tribunal, porque ese día, el 9 de septiembre, se dictaba sentencia. Cincuenta veces se había aplazado el juicio. El “caso Rabaa” llevaba dos años de instrucción y tres de juicio. Después de cada vista, Amnistía Internacional, Reporteros Sin Fronteras y las agencias de prensa internacionales publicaban la fotografía de Shawkan, cada vez más envejecido y cansado, enfocando una cámara invisible.

Shawkan, galardonado en 2018 con el premio de la UNESCO a la libertad de prensa, lleva cinco años en prisión por fotografiar la dispersión de una manifestación”, recalcaban las organizaciones de derechos humanos. En el verano de 2013, la vida de Shawkan dio un vuelco para siempre.