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La paradoja del cobalto: por qué nuestras baterías eléctricas dejan sin luz a miles de familias en el Congo

Amnistía Internacional / Alberto Senante, responsable de medios de AI España.

22 de septiembre de 2023 10:13 h

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Una familia estrena feliz su coche eléctrico. Un hombre calma sus nervios vapeando en la puerta de su oficina. Una joven en el metro escucha música con sus auriculares sin cable. Cinco adolescentes juegan, compiten y hablan a la vez, cada uno en un país, a través de sus pantallas. Un jardinero nivela un seto con una motosierra.

Estas escenas cotidianas en tantos países del mundo están unidas por un hilo invisible con otras que los portadores de esos objetos a buen seguro desconocen: las de miles de desalojos que se han producido desde 2015 hasta hoy en la región minera de Kolwezi, en el sudeste de la República Democrática del Congo (RDC). Para llevar a cabo estas expulsiones vale todo: incendios provocados, palizas, incluso agresiones sexuales.

Ese hilo es invisible, y sin embargo está hecho de dos materiales que nos rodean: cobre y cobalto. En el llamado norte global los necesitamos cada vez más. La batería de un vehículo eléctrico necesita 13 kilos de cobalto. La de un teléfono móvil unos 7 gramos. Se calcula que en 2025 la demanda de este metal será el triple que la del 2010. Y resulta que la RDC atesora la mitad de las reservas de cobalto del planeta y actualmente genera el 70% de la producción mundial. Además, es el séptimo en reservas de cobre, que también es necesario para muchos dispositivos eléctricos.

Un reciente informe de Amnistía Internacional y la organización congoleña Iniciativa por la Buena Gobernanza y los Derechos Humanos denuncia que la ampliación minera a escala industrial para obtener ambas materias ha dado lugar al desalojo forzoso de pueblos enteros. Las expulsiones se hacen a la fuerza. Sin consulta, sin información previa, sin indemnizaciones dignas, sin posibilidad de recurrir. Y tras los desalojos, se deben desplazar a lugares donde la vida es aún más dura.

Edmond, uno de los desalojados, denunciaba que en su nueva casa “no hay agua, no hay hospital, no hay una escuela cercana. Tienes electricidad dos días y al siguiente no hay”. Esa es la paradoja del cobalto: para almacenar la energía y encender nuestros aparatos miles de familias se quedan sin luz en un rincón del Congo.

Papá, ven, las casas están ardiendo”

Los testimonios recogidos en el informe nos hablan de escenas dramáticas, donde personas que ya viven en un alambre ven como su mundo se derrumba. De un día para otro. Hubo quien se enteró de que su casa iba a ser demolida cuando apareció pintada con una cruz en rojo. Quienes vivían cerca de la mina de Mutoshi denuncian que fueron soldados quienes incendiaron sus hogares. “Papá, ven, las casas están ardiendo”, recuerda Ernest que le gritaron una mañana sus hijos. Papy Mpanga, de 37 años, lamentaba: “El desalojo destrozó mis sueños, había planeado una casa donde crecieran mis hijos. He tenido que empezar de cero”.

A veces, ese derrumbe es casi literal. Cécile contó que las voladuras para ampliar una mina causaron grietas en su casa. Ante el peligro de seguir viviendo entre paredes que podían caerse en cualquier momento, decidió aceptar la indemnización y trasladar su casa, ladrillo a ladrillo, a una zona alejada de la mina.

Las compensaciones que algunas comunidades desalojadas han cobrado de empresas mineras como Commus o Metalkol no permiten mantener las condiciones de vida previas a la expulsión. “Yo tenía una casa grande, con electricidad, agua. Ahora tengo una casa pequeña que es todo lo que pude costearme con la indemnización. Tenemos que beber agua de pozos, casi no hay electricidad”, protesta una de ellas. Kanini Maska, de 57 años, resumía así su nueva situación: “No pudimos recuperar nada, nos quedamos sin nada para sobrevivir, pasamos a vivir en el bosque”. Casi tan dañino como las expulsiones de las casas resulta el hecho de que las comunidades se vean sin acceso a sus tierras de cultivo.

Estas prácticas van en contra no solo de las normas internacionales sobre la responsabilidad de las empresas en el respeto de los derechos humanos, también vulneran las leyes congoleñas incluida su Constitución que protege la propiedad privada y determina que cualquier expropiación debe llevar consigo una “justa y previa” indemnización.

Por si fuera poco el sufrimiento infringido a la población con estas expulsiones forzosas, hay también denuncias de violencia sexual. Kabibi, una joven de la zona contó que cuando intentaba recolectar sus tierras antes de que fueran destruidas, tres soldados la violaron mientras otros miraban.

Descarbonización sí, pero así no

Al igual que un hilo invisible conecta las escenas del norte donde hay una batería eléctrica con las de los desalojos en Kolwezi, éstos también están unidos con todas las situaciones que ha vivido la región en el último siglo. Desde hace más de 100 años que el colonianismo, en sus diferentes formas, extrae materiales de esta zona y comete abusos contra su población. Ya en 1921, la empresa minera belga UMKH comenzó sus operaciones aquí, extrayendo oro, plata, cobre y otros metales.

“El verdadero escándalo es que en 110 años de extracción de minerales, la riqueza del país no se ha utilizado en beneficio de la gran mayoría de su población. Desde los tiempos del rey Leopoldo, ha servido a los intereses de los gobernantes del país y de sus aliados políticos y socios comerciales de la comunidad internacional”, denuncia el historiador congoleño Georges Nzongola-Ntalaja.

Resulta alarmante que 100 años después, en el contexto de la necesaria lucha contra el cambio climático, esta región del sudeste congoleño se convierta ahora en un “daño colateral” de la transición energética de los países más contaminantes. Está claro: no hay un minuto que perder en la descarbonización de la economía, pero la justicia climática exige una transición justa, sin dar lugar a otras violaciones de derechos humanos como las que se han producido estos años en Kolwezi. La cuenta de que intentemos contaminar menos y de que nuestras luces sigan brillando en el norte no la pueden pagar de nuevo desde el sur, desde el Congo, desde África. Si es así, significaría que después de tantos años de supuesta descolonización no hemos aprendido nada.

Una familia estrena feliz su coche eléctrico. Un hombre calma sus nervios vapeando en la puerta de su oficina. Una joven en el metro escucha música con sus auriculares sin cable. Cinco adolescentes juegan, compiten y hablan a la vez, cada uno en un país, a través de sus pantallas. Un jardinero nivela un seto con una motosierra.

Estas escenas cotidianas en tantos países del mundo están unidas por un hilo invisible con otras que los portadores de esos objetos a buen seguro desconocen: las de miles de desalojos que se han producido desde 2015 hasta hoy en la región minera de Kolwezi, en el sudeste de la República Democrática del Congo (RDC). Para llevar a cabo estas expulsiones vale todo: incendios provocados, palizas, incluso agresiones sexuales.