- El año pasado por estas fechas, el presidente francés Emmanuel Macron concentraba la atención mundial mientras se preparaba para su “Cumbre de un Planeta”, una reunión que prometía “hacer nuestro planeta grande de nuevo” tomando medidas urgentes sobre el cambio climático. Doce meses después, la situación es bastante diferente. Francia sufre los efectos de las protestas contra los intentos de Macron de aumentar el impuesto verde sobre los carburantes como parte de una agenda de reforma económica más amplia. En el primer fin de semana de diciembre, las protestas se intensificaron y se saldaron con cientos de personas heridas, tanto manifestantes como policías.
Tras estas protestas hay un difuso movimiento conocido como el de los “gilets jaunes” (chalecos amarillos), a cuyas filas se ha ido incorporando en las últimas semanas cada vez más gente: personas cuyo exiguo salario les alcanza apenas para sobrevivir y que se sienten amenazadas por un descenso en la protección laboral, se han unido para expresar su ira por la agenda económica propuesta por el gobierno francés. A las protestas se ha unido también la población joven: estudiantes de secundaria y universidad que han bloqueado sus centros de estudio.
Ante este polifacético movimiento, el gobierno del presidente Macron anunció que anularía la tasa sobre los carburantes. Pero hay pocas señales de que la tensión se vaya a suavizar pronto, debido a la creciente brecha de desigualdad económica entre ricos y pobres en todo el país.
Las protestas han polarizado mucho lo que ya es un debate peligrosamente dividido sobre el cambio climático, los derechos humanos y la necesidad de proteger a las personas más marginadas y desfavorecidas de nuestras sociedades.
Algunos de los grupos ecologistas que actualmente se reúnen en la Conferencia de la ONU sobre cambio climático en Polonia están preocupados por la “mala señal”, que transmite la reducción de las tasas anunciada por Macron justo en un momento en que el mundo necesita incrementar sus esfuerzos para alejarse de los combustibles fósiles.
Entretanto, hay políticos que intentan sacar partido de la situación. El martes, el presidente estadounidense Donald Trump entró en liza con el siguiente tuit : “Me alegro de que mi amigo @EmmanuelMacron y los manifestantes de París hayan llegado a la conclusión a la que llegué yo hace dos años. El Acuerdo de París es completamente defectuoso porque eleva el precio de la energía para los países responsables mientras encubre a algunos de los más contaminantes del mundo”.
El presidente Trump, al igual que otros escépticos del cambio climático, está a favor de formular el debate como una disyuntiva entre abordar el problema del cambio climático frente a proteger a la gente y los puestos de trabajo. Pero el movimiento ecologista cometería un error si le hiciera el juego y argumentara que el imperativo moral de abordar el cambio climático debe anteponerse automáticamente a cualquier sufrimiento que las medidas de transición puedan causar a corto plazo a la gente.
De hecho, proteger los medios de vida de las personas para que puedan vivir con dignidad y detener el cambio climático son dos aspectos de una misma lucha. El Acuerdo de París reconoce la necesidad de integrar la protección medioambiental y el progreso de derechos económicos y sociales tales como el derecho al trabajo, a un nivel de vida adecuado y a la salud.
Al igual que en muchos otros países, tememos que sean los trabajadores y trabajadoras pobres de Francia los que sean menos capaces de enfrentarse a los peligrosos efectos del cambio climático, como el aumento de la contaminación y los consiguientes problemas de salud, debido a su falta de recursos. En todo el mundo vemos habitualmente que son las personas más pobres las que tienen más dificultades para sobrevivir, y no digamos para recuperarse, cada vez que son golpeadas por un suceso relacionado con el clima.
El gobierno francés debe establecer políticas de protección climática que reduzcan la desigualdad, no que la agraven: políticas tales como subsidios que permitan a la gente pasarse a fuentes de energía limpias, en lugar de castigarla por no hacerlo. Esto significa hacer recaer la responsabilidad en las empresas del sector de los combustibles fósiles y no en los consumidores, especialmente los de ingresos bajos.
Nadie del gobierno del presidente Macron, y menos el propio Macron, defendería abiertamente que los trabajadores y trabajadoras pobres de Francia deben pagar —literalmente— el precio de los esfuerzos de descarbonización del país. Sin embargo, los gobiernos, antes de hacer cualquier cambio económico o fiscal importante, deben estudiar debidamente cómo va a influir ese cambio en las personas que ya sufren dificultades económicas.
Lo irónico es que esta crisis se está produciendo en vísperas de la celebración del 70 aniversario de la Declaración Universal de Derechos humanos, la primera declaración de derechos fundamentales de ámbito mundial, adoptada y firmada por los gobiernos en París el 10 de diciembre de 1948.
Setenta años después de la adopción de la Declaración vemos una intolerancia creciente, una desigualdad extrema, un retroceso de las salvaguardias de los derechos humanos, todo ello unido a una falta de urgencia por avanzar más rápido en la cuestión del cambio climático. Como demuestra la actual agitación en Francia, en muchos sentidos corremos peligro de crear el tipo de mundo que los gobiernos que adoptaron la Declaración tras la Segunda Guerra Mundial se comprometieron a evitar.
En todo el mundo, la gente necesita desesperadamente que sus dirigentes demuestren el liderazgo en materia de derechos humanos que exigían quienes redactaron la Declaración, especialmente ante la crisis climática a la que el mundo entero se enfrenta. El presidente Macron se equivocó al suponer que la lucha contra el cambio climático consiste únicamente en volver a hacer grande nuestro planeta. De hecho se trata de poner a las personas en primer lugar y hacer grandes los derechos humanos también.
Este artículo fue publicado previamente en Time.