Como si los andaluces también pudiéramos nacer donde queremos, Juan Antonio Lacomba (Chella, Valencia, 1938-Málaga, 2017) repetía que él era andaluz “de voluntad” y que no encontraba mejor manera de serlo que trabajando por la sociedad que lo acogió. La frase perfila al personaje. Lacomba fue un andaluz nacido en Valencia que rindió el mejor servicio a su tierra de acogida: dedicó la vida a investigar su historia económica y social. Una vez vino a Málaga y se quedó para siempre a estudiar. “Como soy mediterráneo, me quedé aquí”, decía.
Se había doctorado en Historia con una tesis sobre la crisis de 1917 en España, presentada en la Universidad de Valencia. Allí aprendió de José María Jover que lo principal en la Historia son las fuentes. Algo debió de ver el régimen en aquel trabajo que censuró la tesis. Años después, un profesor de la Universidad de Málaga intervino ante Pío Cabanillas, y un nuevo censor dio vía libre. Lacomba nunca supo por qué lo que había sido “no publicable” se hizo válido. Así funcionaban las cosas.
Lacomba encontró Andalucía en 1966 y enseguida halló su manera de ser andaluz: estudió a fondo los procesos de industrialización y desindustrialización de Málaga, entonces por explicar, y ahí encontró claves que luego aplicaría al conjunto de Andalucía. “Se levantó una industria de vanguardia sobre una sociedad muy atrasada y eso no ajustaba”, decía de las fábricas malagueñas de textiles, de las fundiciones y herrerías, todas truncadas con el siglo XX, en una entrevista para el número 39 de la revista Andalucía en la Historia. “La modernización social es un proceso muy complicado y largo de desarrollar. En Andalucía se comenzó la casa por el tejado, por eso se vino abajo”.
Él creía que no se puede conocer la historia de España sin conocer la de sus territorios, y en ese diálogo ofrece su visión amarga de la Historia de Andalucía, “ni peor ni distinta” a la española. Es la de un atraso con beneficiarios, basado en un “sistema de dominación caciquil” que dedicó sus recursos a mantener una mano de obra “barata y dócil”.
Historiador de andalucismo “sólido y de documentos” (en decir del profesor Juan Ramón Cuadrado-Roura, amigo y compañero), tenía que encontrarse más pronto que tarde con el andalucista de la pasión y las ideas. Llama la atención que Lacomba no supiera de Blas Infante hasta que llegó a esta tierra, como confesó en alguna ocasión. Remedió pronto esa laguna y acabó estando entre quienes mejor lo conocieron, como demuestra su obra Blas Infante. La forja de un ideal andaluz (1979). Menos conocidas fuera del ámbito académico, pero de igual valor, son sus aportaciones a la Revista de Estudios Regionales, para la que rescató textos y documentos con los que comprender los orígenes del autonomismo andaluz. Becado por la Caja General de Ahorros de Granada, Lacomba los buscó de archivo en archivo, entrevista a entrevista, trabajando a fondo las fuentes.
El estudio de Blas Infante y el conocimiento profundo de Andalucía acabaron trazando el camino al andalucismo de acción. En 1982 aceptó ponerse al frente de la Dirección General de Patrimonio Histórico y Artístico de la Junta de Andalucía, desde donde dio la batalla por que la gestión de La Alhambra fuera andaluza. “Tenía que demostrar que no sólo teorizaba, sino que actuaba”, dice en una entrevista con La Opinión de Málaga, en 2011.
Refractario a militancias en todo lo que no fuera el fútbol, fue una de sus pocas concesiones a la política de partidos. Había en Lacomba un respeto demasiado profundo por su libertad. Así lo expresa en una entrevista para el programa Tesis, de Canal Sur: “Por lo que hay que luchar fundamentalmente es por ser libre (…) Soy yo. Que no me coarte la pertenencia a un partido, una sociedad o un grupo”. “Daba todo por ser libre y le repugnaba tener que hacer o decir por ser de un partido. Creo que no quiso perder la independencia que le daba ser profesor”, recuerda hoy Cuadrado-Roura.
Los comienzos de la facultad de Económicas y la pasión por el Ateneo
Apasionado de la docencia y la investigación, trabajador incansable, Lacomba fue primero profesor de instituto aunque encontró acomodo rápido en la recién creada facultad de Económicas, por entonces dependiente de la Universidad de Granada. Al tiempo, estuvo entre aquel grupo fundador del Ateneo que celebraba sus reuniones en un pequeño piso de Plaza del Obispo. A finales de los sesenta, la ciudad estaba yerma de instituciones culturales. Con el Ateneo, los intelectuales de entonces deslegitimaban culturalmente la dictadura y mostraban “frente a una cultura fracasada, los aires de la modernidad cultural”, en palabras del profesor Fernando Arcas.
De aquella época quedan numerosas muestras documentales de que el franquismo no le quitaba ojo. “Por los anuncios o títulos de las conferencias o disertaciones no se puede formar juicio de cómo pueden ser éstas en cuanto a intencionalidad, pero es el caso que con mucha frecuencia los conferenciantes se pasan de rosca, y su intervención es más bien que una ilustración cultural o científica, una irónica y refinada crítica de la situación política nacional”, dice un informe del Servicio de Información, reproducido en el número 22 de la revista Ateneo Nuevo Siglo. Ya en los 80, Lacomba presidió la institución con la idea de “que no se pareciera a un casino de pueblo”, tal y como le gustaba decir. En 2016, Lacomba fue nombrado Presidente de Honor, sustituyendo al Rey emérito, por el 50 aniversario de la institución.
Fue eso y tantas otras cosas: autor de numerosos libros, muchos de los cuales trascendieron el ámbito académico, profesor, investigador, poeta de juventud, colaborador de revistas especializadas y medios generalistas (singularmente El Sol de España), impulsor de la sección local de Amnistía Internacional y de diversas asociaciones, Medalla de Andalucía en 2006 y apasionado del fútbol, la paella y la tertulia. O apasionado en general, dice su hija Beatriz, que lo recuerda disfrutar de cada actividad, siempre trabajando y leyendo “para poder hablar”: “Él quería saber”. Recuerda también que le encantaba estudiar, y que invertía mucho tiempo en preparar sus clases. Por eso aprendió a hacer del trabajo su vida: “Mi padre era una persona que no entendía el estudio y el trabajo sin el esfuerzo”.
En los últimos años, a Lacomba le dolía Andalucía y por ende, un poco España. Abundan sus declaraciones quejosas, desengañado como estaba de cierta evolución del Estado de las autonomías, en el que tanto había creído. Lo que más se quiso siempre duele más. Veía a Andalucía estancada, varada en la arena del atraso secular. Con todo, hay un resquicio a la esperanza. “El estudio de la historia nos enseña que la realidad no se cambia de golpe”, dejó dicho en una entrevista en televisión: “A un andaluz le diría que tomara conciencia de ser andaluz. Segundo, que se educara fuertemente. Tercero, que su participación en la vida andaluza fuera pensando en los andaluces: que su esfuerzo fuera dirigido al bien de la comunidad”.
Lacomba, andaluz porque quiso, tuvo claro que la única manera que él tenía de serlo era trabajar. “Si quería ser andaluz, sabía que entre sus deberes estaba conocer su historia”, explica su hija Beatriz. Dicen los que le conocen que siguió con sus papeles de historiador hasta el final, porque aquello no era sólo un trabajo o una obligación, sino su manera de ser andaluz.