La estación de trenes de Málaga, decenas de colegios e institutos, bibliotecas. Muchas instituciones y centros públicos recuerdan hoy a María Zambrano, y sin embargo su figura sigue siendo desconocida para muchos. En la web de la Fundación que lleva su nombre se la define como “una de las pensadoras más importantes del siglo XX”. ¿Y cómo es entonces que su obra sigue en parte confinada a élites académicas? Maticemos. Google le dedicó un Doodle el pasado 22 de abril y aunque convengamos que eso no nos dice nada de su talla como pensadora, sí facilita su popularidad y da la pista de que existe una corriente que reivindica su legado.
Quizá la razón esté en su compromiso. Terminada la guerra, entre silencio y exilio Zambrano optó por el exilio. Eso la condenó al ostracismo en su país hasta que se restauró la democracia. En un texto inédito publicado en la obra colectiva Pensadoras del siglo XX, coordinada por Amelia Valcárcel (Instituto Andaluz de la Mujer, 2001) dice: “Para mí el exilio fecundo, pues que me dio libertad de pensar y la angustia económica que en España no habría tenido, pues habría ganado fácilmente una cátedra, pero me hubiera conformado, atada como si fuera una artista, como Picasso, que al encontrarse fuera de España abrió las alas”. Sólo volvió en 1984, vestida con un largo abrigo blanco.
Antes, en 1981 y en plena ola de peticiones para que regrese (se lo pide la Junta de Andalucía, el ayuntamiento de Vélez-Málaga –que le ofrece vivienda-, se lo piden los intelectuales), ella había dicho que le costaba, no sabía por qué: “Es que es terrible volver al cabo de tanto tiempo. Yo siento la llamada. Yo quiero ir. Pero lo que no quiero es tirarme por la ventana. Hay algo que todavía se resiste (...) Que sea lo que Dios quiera”.
Se había marchado en enero de 1939. Cruzó la frontera con su madre y su hermana Araceli, en el mismo Hispano-Suizo negro que había trasladado a Azaña días antes. En su texto María Zambrano, una mujer en la frontera, el catedrático Juan Fernando Ortega, que bien la conoció y que dirigió la Fundación, cuenta que la filósofa distinguió a Antonio Machado y a su madre en las filas de los que huían, y que los que invitó a subir al coche. Machado se negó aduciendo que su lugar estaba con el pueblo, y Zambrano caminó con él los últimos kilómetros de España que vio el poeta. Él no volvió y ella lo hizo ya muy enferma, casi medio siglo después.
Discípula de Ortega y Gasset
María Zambrano nació en Vélez-Málaga, y no se sabe bien si lo hizo un 22 o un 25 de abril, ni si fue en 1904 o 1907. En la partida de nacimiento figura el 25 de abril. Estuvo enferma y su padre no pudo inscribirla, y como el olvido implicaba multa, el hombre optó por decir que había nacido el 25. Después ella dice en algunos sitios que ha nacido en 1907, y para los restos queda la confusión. Sea como fuere, parece claro que nació en la antigua Calle del Mendrugo, que hoy es la calle Federico Macías, y que le pusieron nombre largo: María Francisca Águeda Araceli Asunción Carolina Magdalena Rafael de la Santísima Trinidad Zambrano Alarcón.
Pronto dejó Andalucía. Con cuatro años marchó con sus padres, ambos maestros de escuela. Primero Madrid y luego Segovia (donde su padre hace amistad con Antonio Machado) y nuevamente Madrid, donde estudia Filosofía en la Universidad Central. Hay quien ha visto en este hecho una firme actitud política. Tan inusual era que una mujer estudiase filosofía que fue su propio maestro, José Ortega y Gasset, quien se refirió a ella en una reunión de doctorado como “una señorita muy mona”. La anécdota la relató en su día Juan Fernando Ortega, y aunque no deja en buen lugar al filósofo madrileño, no impidió que ella se declarase siempre su discípula. “Bajo la hermosa distinción entre ideas y creencias de Ortega y Gasset descubrí la esperanza”, dijo ella alguna vez.
Es probable que fuera la actitud ante la guerra y sus terribles consecuencias lo que más separó a maestro y discípula. Zambrano se significó pronto por la República. Desde luego, antes del 36. Estuvo en la Puerta del Sol en la proclamación del 14 de abril de 1931 y aunque rechazó presentarse a Cortes con el PSOE, no escondió sus simpatías socialistas. Frecuentaba las tertulias del Pombo que organizaba Ramón Gómez de la Serna, colaboraba con Revista de Occidente y participaba en las misiones pedagógicas de la República. En lo profesional, había ganado ya una plaza de profesora de metafísica, que tuvo que abandonar cuando a su marido lo destinan a la embajada de Chile, en 1936.
Y sin embargo, vuelve. Era 1937, y alguien le preguntó por qué volvía si la guerra se iba a perder. “Por eso”, dicen que contestó ella. A partir de entonces se involucró activamente en la defensa de la legalidad republicana desde el Consejo de Propaganda y el Consejo Nacional de la Infancia Evacuada. También dirige Hora de España, la revista editada en Valencia y luego Barcelona por los intelectuales leales a la República. “Mi actividad en la guerra, siendo moderada, fue intensa, implacable como había sido mi vocación filosófica, que sin duda estaba detrás de ella sosteniéndome”, dejó escrito en Hacia un saber del alma.
Filosofía y compromiso
Esa conexión entre acción y reflexión se deja ver en otras máximas de compromiso cívico modeladas por su pensamiento filosófico. Por ejemplo, en sus reflexiones en Persona y Democracia: “”Democracia es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona“. Para Zambrano, es la palabra ”persona“ la que define la democracia. O sobre el oficio de escribir, que es ”defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota de un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas“.
Los acontecimientos marcan su pensamiento, ya en Los intelectuales en drama de España, como en el drama de la Segunda Guerra Mundial en La agonía de Europa (“la tragedia de Europa es la tragedia de la violencia que al fin ha estallado”). Y es su alejamiento geográfico, en el exilio mexicano, el que le da lucidez. “El exilio que me ha tocado vivir es esencial. Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida pero que una vez que se conoce, es irrenunciable”. Su obra quedó así marcada por el exilio y por la distancia con la que escribió obras como España, sueño y realidad (1965). “Si María Zambrano se hubiera callado, algo profundo y esencial habría faltado, quizá para siempre, a la palabra española”, dijo de ella el filósofo José Luis Aranguren.
Cuando regresó, la filósofa contó al profesor Juan Fernando Ortega cómo fue su partida. Contó el frío y contó el barro. Contó que caminaban de a uno en larga fila hacia el exilio, y contó que el hombre que la precedía llevaba a la espalda un cordero blanco del que le llegaba hasta el aliento. Contó que se miraron el cordero y ella que huía, hasta que el hombre se perdió en la muchedumbre. “Yo no volví a ver aquel cordero, pero ese cordero me ha seguido mirando. Y yo me decía y hasta creo que llegué a decírselo a media voz a algún amigo o a algún enemigo, o a nadie, o al Señor, o a los olivos, que yo no volvería a España sino detrás de aquel cordero”. El cordero no la esperó al pie del avión, pero años después, Zambrano repasó los periódicos y lo vio: “Y cuando he visto las imágenes que sacaron los fotógrafos que me aguardaban, tan conmovedoras, tan blancas, tan puras, entonces vi que el cordero era yo”.
Recibió premios (el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el doctorado honoris causa en la Universidad de Málaga), pero los últimos años los pasó ya muy enferma, casi sin salir de su casa de Madrid. María Zambrano falleció el seis de febrero de 1991. Al día siguiente se trasladó su cuerpo a Vélez-Málaga, donde yace a la sombra de un limonero, en una casita en el cementerio local. En la lápida, por deseo suyo, está inscrita la leyenda del Cantar de los Cantares: Surge amica mea et veni. “Levántate, amiga mía, y ven”.