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El chocolate de la tacita

La historia de Pancracio puede empezar por el final. El final es una caja de trufas que no es una caja sencilla, es una caja muy sofisticada, un estuche rectangular de cartón blanco brillante ensamblado con precisión y firmado con letras grandes: PANCRACIO. Anillos de pedida vivieron en cajas más humildes, aunque ésta también esconde unas joyas. Doce bolas del tamaño de media pelota de ping-pong reposan en unos papelitos de pastelería antigua. Son de chocolate blanco, con leche y negro, con coco, con cacao y granos tostados, un par de cada, trufas aromáticas, muy crujientes como el turrón pero también fundentes, suaves. Y esos chocolates, aislados de toda la fiesta previa, son algo objetivamente extraordinario, lo que el diccionario define como “fuera del orden o regla natural o común”.

Pedro Álvarez (Cádiz, 1962), experto en marcas y diseñador gráfico, es el creador de las crufas (Crujientes trufas) y de otras treinta especialidades del vicio oscuro que forman parte de la oferta de Pancracio. También es el responsable de que estos productos lleguen desde la nada chocolatera Tacita de plata hasta las páginas de las revistas que indican a los más sibaritas qué probar y a los escaparates de los almacenes que muestran a los más exigentes qué comprar. Es posible encontrar alguna caja blanca de Pancracio en las avenidas comerciales de grandes ciudades europeas, japonesas y norteamericanas.

Están, por ejemplo, en la séptima planta de los almacenes Bergdorf Goodman, en la Quinta Avenida de Nueva York. Allí se cierra un círculo, recuerda Álvarez. Porque fue en Nueva York, a mediados de los noventa, en plena fiebre de los establecimientos de café gourmet, los Starbucks y otros, cuando la idea de Pancracio empezó a tomar forma. Entonces se mezclaron en una misma receta los recuerdos y experiencias del emprendedor en torno al chocolate, la onza en el pan de las meriendas de la niñez y la olla que hierve en el fuego, y su vocación profesional como diseñador de marcas y asesor de marketing. “Ayudaba a otros a vender sus productos pero tenía mi propia inquietud emprendedora, buscaba cómo pasar al otro lado de la mesa, poner en práctica mis conocimientos en mi propio proyecto empresarial”, relata Álvarez, que se metió de lleno en aprender la faena a las órdenes de Biaggio Settepani, un gurú del dulce, en la pastelería Bruno Bakery.

Pancracio estaba sembrado pero tardaría unos años en germinar. Al menos hasta 2003, cuando Pedro Álvarez se olvida de grandes ambiciones iniciales (“soy muy perfeccionista y muy freak”) y decide empezar por el principio: “disfrutar y punto”. Recordó una receta familiar, introdujo sus gustos y secretos aprendidos y encargó a un maestro chocolatero que preparara medio centenar de tabletas de un turrón crujiente con leche. “Iba a jugar, a ver qué pasaba, no me iba la vida en ello porque ya tenía mi trabajo. No había plan de empresa, ni retorno ni cash flow. Regalé la mayoría de aquellas tabletas a mis amigos y, las que sobraron, las vendí en una tienda de Cádiz que tenía productos gourmet. Fue un éxito, los clientes volvían pidiendo más”, rememora. Las crufas de Pancracio (a razón de 16,40 euros el pack) son un homenaje a aquella primera receta.

Tras la remesa para amigos surgieron nuevos productos siempre muy engalanados, con una comunicación basada en ensalzar la exclusividad de los chocolates, y unos chocolates que fueran, ante todo, buenos chocolates. Álvarez explica que Pancracio compra la cobertura a los “cuatro o cinco mejores productores del mundo”, aunque prefiere no desvelar quiénes son. Y con esa materia prima, elabora sus recetas.

La firma ha avanzado a lo largo del último decenio con pasos de niño, “con baby steps, decimos”, gracias al impulso de minoristas muy exclusivos nacionales e internacionales como las tiendas Colette de París. Pero aún es una empresa muy pequeña. Cuenta con una plantilla de cinco trabajadores. Dispone ahora de dos puntos de venta en Cádiz que se abren al cliente como sus productos, envueltos en un blanco deslumbrante, y exporta más del 20% de su reducida producción. Pancracio mantiene abiertas ocho líneas de negocio tras haber desarrollado productos como un vodka de chocolate, mermeladas, tes e infusiones, y entre sus proyectos cumplidos está la publicación de un libro de recetas, Chocolate moderno (El País Aguilar).

Pedro Álvarez, el empresario que quiso ser chocolatero, explica en una sala de la tienda principal de Pancracio en Cádiz que para desarrollar un proyecto “tienes que ir haciendo pequeños movimientos sin perder de vista la foto grande”. Es su recomendación a los emprendedores. Ahora aspira a abrir una tienda fuera de Cádiz y a abrir otra tienda fuera de España, y a mantener el ritmo de crecimiento en los mercados estadounidense y asiático. Pero sabe que estos proyectos “importantes” necesitan un impulso financiero. “Estamos cerca del momento de dar un salto cualitativo”, apunta Álvarez. “Las marcas también deben mantener la excitación y no dejar pasar su momentum”.

La historia de Pancracio puede empezar por el final. El final es una caja de trufas que no es una caja sencilla, es una caja muy sofisticada, un estuche rectangular de cartón blanco brillante ensamblado con precisión y firmado con letras grandes: PANCRACIO. Anillos de pedida vivieron en cajas más humildes, aunque ésta también esconde unas joyas. Doce bolas del tamaño de media pelota de ping-pong reposan en unos papelitos de pastelería antigua. Son de chocolate blanco, con leche y negro, con coco, con cacao y granos tostados, un par de cada, trufas aromáticas, muy crujientes como el turrón pero también fundentes, suaves. Y esos chocolates, aislados de toda la fiesta previa, son algo objetivamente extraordinario, lo que el diccionario define como “fuera del orden o regla natural o común”.